Madres e hijas: memoria y represión del trauma en dos
novelas alemanas contemporáneas
Mothers and
daughters: Memory and Repression of Trauma in two Contemporary German Novels
Juan Manuel Martín Martín[1]
Resumen
Los
dramáticos acontecimientos de la II Guerra Mundial dejaron una huella profunda
en la memoria familiar compartida por varias generaciones. Las novelas alemanas
Vida en familia (2004) y Himmelskörper (2003)
muestran cómo el silencio, vinculado a la represión del trauma, marca la
existencia de un universo femenino consternado ante el recuerdo del pasado.
Palabras
clave: memoria familiar, Holocausto, escritoras alemanas
contemporáneas, represión del trauma, Segunda Guerra Mundial
Abstract
The dramatic events of World
War II left a deep mark on the family memory shared by several generations. The
German novels Vida en
familia (2004) and Himmelskörper (2003) show how silence, linked to the repression of trauma, marks
the existence of a feminine universe daunted by the memory of the past.
Keywords: family memory,
Holocaust, contemporary German female writers, repression of trauma, Second
World War
Recibido:
24-05-2020
Aceptado:
2020-07-17
Introducción
En
las primeras décadas del siglo XX el francés Maurice Halbwachs
(1877-1945) pone de manifiesto cómo la interacción social es determinante para
la construcción de la memoria.[2] Esta se conforma a través
de las relaciones de los individuos con los diversos grupos a los que
pertenecen, entre los que ocupa un lugar determinante la familia. Desde
aquellas primeras reflexiones ha transcurrido casi un siglo, y las últimas
décadas han visto el resurgir de las reflexiones sobre el modo en que se
construye el recuerdo y la naturaleza de este. En el ámbito alemán, las recientes
aportaciones de Jan (1938) y Aleida Assmann (1947) representan
un capítulo de enorme trascendencia, pues establecen una distinción entre lo
que denominan kommunikatives Gedächtnis
(memoria comunicativa) y kulturelles Gedächtnis
(memoria cultural). La primera categoría está vinculada a la transmisión verbal
de las propias experiencias, de tal forma que los testigos de estas comparten
sus recuerdos con el entorno más inmediato. En el marco de esta comunicación
entre individuos de generaciones diversas la memoria se “rehace”
permanentemente y, como ya explicaba Halbwachs, las
circunstancias en las que se produce van a ser determinantes para el proceso.
Es decir, se recuerda bajo la presión del presente, de modo que las necesidades
dictadas por este van a ser determinantes en la construcción del recuerdo. La
memoria comunicativa, como se deriva de su propia naturaleza, abarca un
horizonte temporal restringido generalmente a tres generaciones, pues la propia
sucesión de estas determina el relevo del universo experiencial susceptible de
ser compartido.[3]
La construcción de la memoria en el ámbito
familiar no solo está marcada por los relatos de los testigos, sino también en
gran medida por silencios que han determinado vivencias traumáticas
difícilmente verbalizables. Los recuerdos reprimidos
se convierten en muchos casos en la base sobre la que se construye el acervo
rememorativo de toda la familia. Lo “no-recordado” está lejos de ser intrascendente,
todo lo contrario, se revela como un elemento esencial en las disfunciones que
caracterizan la memoria comunicativa familiar en contextos traumatizados. Probablemente,
el recuerdo del Holocausto sea el ejemplo paradigmático de las omisiones
vinculadas a experiencias difícilmente asumibles, no obstante, veremos que
padecimientos de índole diversa desembocan en la misma imposibilidad de
afrontar el pasado.
La literatura, y especialmente la
narrativa, tienen la responsabilidad de “interpretar el pasado, otorgarle un
sentido, y con ello mantener vivo el recuerdo y coadyuvar a la configuración de
una memoria y una identidad” (Maldonado, 2009, p.15-16). Una vez más, la novela
se convierte en un medio apropiado para entender la complejidad de los procesos
que se desarrollan en el interior del alma humana. Dos obras, de dos autoras
que en cierto modo se sirven de su escritura para entenderse a sí mismas y al
mundo que les ha tocado vivir, van a convertirse aquí en los instrumentos para
acceder a algunos de los abismos que generó la II Guerra Mundial. Viola Roggenkamp (1948) y Tanja Dückers (1968) son alemanas, pertenecientes a dos
generaciones diferentes, pero con la misma necesidad de definir su identidad en
el complejo escenario que representa la Alemania posterior a 1990. El conjunto
de la sociedad se vio empujado a mirarse a un espejo donde, en primer plano,
estaba la recientemente superada división RFA/RDA, y en segundo plano,
emergiendo con una fuerza inusitada, resurgía el recuerdo del
Nacionalsocialismo, la guerra y la posguerra. El nuevo contexto implicaba una
renovada mirada al pasado, dejando una vez más al descubierto hasta qué punto
las necesidades presentes son determinantes para erigir el relato de lo
pretérito. Discursos que habían sido accesorios exigen su espacio, mientras que
otros tradicionalmente prevalentes admiten reescrituras.[4] Prueba de la relevancia
del cambio de contexto es que Roggenkamp arrastró
consigo durante tres décadas el material de su novela, al que no dejó de darle
vueltas (Hensel, 2004, p.174).
Escritoras,
generaciones y silencios
Himmelskörper
(Cuerpos celestes) y Familienleben (Vida en familia)[5] aparecen en 2003 y 2004,
respectivamente. La experiencia vital de sus autoras las coloca en dos
posiciones muy diversas, desde la adscripción generacional al hecho de que Roggenkamp pertenece a una familia de supervivientes del
Holocausto. Sin embargo, la forma en que los personajes femeninos de sus
novelas intentan reconciliarse con el pasado y poner fin a las disfunciones y
secretos derivados de este, representan un sorprendente elemento de coincidencia.
En ambos casos conviven tres generaciones de mujeres: abuela, madre e hija, y
también en las dos obras es la más joven quien trata de indagar en los secretos
o verdades a medias entre las que se han criado.
Aunque en ambas obras hay madres de dos
generaciones, ya que las abuelas son también progenitoras, la figura materna
está representada fundamentalmente por la generación intermedia, ya que la
narración en primera persona parte de las hijas-nietas (Fania
en Vida en Familia y Freia en Himmelskörper). Son estas madres las que, determinadas por
las experiencias vividas, deciden restringir el papel de su pasado en la vida
de sus familias. En un caso son el sufrimiento y el miedo, en otro la culpa,
los elementos decisivos en la actitud que manifiestan quienes tiene que lidiar
con traumas que son incapaces de superar.
Aunque la novela de Roggenkamp
recurre a experiencias autobiográficas esenciales, tanto esta obra como la de Dückers son escritos ficcionales, un aspecto que posibilita
mayor flexibilidad en el tratamiento de sus universos literarios.[6] Viola Roggenkamp
nace en 1947 en el seno de una familia cuya madre es judía alemana
superviviente del Holocausto, y esta cuestión va a estar presente de un modo
muy particular en su vida.[7] Sus circunstancias vitales
colocan a la autora en el marco de lo que Marianne Hirsch ha definido como “postmemoria”, un término que permite comprender lo esencial
que es la experiencia de los progenitores para sus descendientes:
“Postmemory” describes the relationship that the “generation
after” bears to the personal, collective, and cultural trauma of those who came
before – to experiences they “remember” only by means of the stories, images,
and behaviors among which they grow up. But these experiences were transmitted
to them so deeply and affectively as to seem
to constitute memories in their own right (2012, p.5).
La
forma de construcción del recuerdo propio de la postmemoria
es aplicable en este caso no solo a la autora en sí, sino también a los
personajes que pueblan la novela. Las imposiciones maternas respecto al modo en
que hay que relacionarse con la memoria del Holocausto y con el propio judaísmo
permiten establecer un paralelismo evidente entre Roggenkamp
y su narradora ficcional. Más allá de esta circunstancia, hay que plantearse si
los marcos de la postmemoria son aplicables a otras
experiencias traumáticas diferentes del genocidio judío.[8] Desde luego sí en la
ficción, ya que el recuerdo de la derrota en la guerra y el sufrimiento de los
refugiados[9] representan un trauma determinante
en la conformación de la memoria familiar. Así se pone de manifiesto en Himmelskörper,
donde el peso de la culpa se convierte en la fuerza que altera la posibilidad
de recordar.
La discreción y la ocultación de la
identidad familiar que se refleja en Vida
en familia no es más que un trasunto literario de la experiencia de la
propia autora, puesto que desarrolló gran parte de su vida profesional y
personal sin revelar que era judía. Ella afirma que pensaba en aquel momento
que no sería bueno darlo a conocer; en su cabeza debía permanecer la frase tan
repetida por su propia madre: “No les digas que tu madre es judía” (Hensel, 2004, p.174), pronunciada más como ruego que como
orden. Las novelas de Roggenkamp ilustran con
claridad los conflictos relativos a la controvertida asunción de la identidad
judía, así como el obsesivo intento por ocultar la pertenencia a una minoría
cuyo dramático pasado era tan difícil de asumir en Alemania.
La propia autora explicaba en una
entrevista:
Ser judío y alemán era
algo que no podía suceder después de la Shoah. Esa era la sensación desde 1945
hasta avanzados los años noventa en las familias judío-alemanas. Sin embargo,
ser tanto alemán como judío, reconocer este dilema, este desgarro, como su
propia esencia, tanto frente a los alemanes como también, y particularmente,
frente a los judíos no alemanes, es el desafío que se les plantea en la vida a
los judíos alemanes de las generaciones posteriores [al Holocausto] (Flor,
2004).
La
madre de Viola Roggenkamp, y parcialmente ella misma,
tuvo que lidiar con situaciones derivadas de la ascendencia no judía de su
esposo. Tras la guerra, y dado que el matrimonio decide permanecer en Alemania,
resultaba imposible evitar las reuniones familiares. De modo que había que
compartir mesa y mantel con personas que unos años antes habían sido firmes
defensores de Hitler. En aras de la paz familiar no quedaba más remedio que
evitar cualquier conversación respecto al pasado reciente y concentrarse en las
futilidades de la rutina diaria (Roggenkamp, 2005, p.47).
Así que el silencio no solo estaba determinado por los temores propios y los
traumas aún no superados, sino que se alimentaba también de la necesidad de
“convivir” en la tierra de los culpables. El padre, el héroe, representaba allí
una excepción evidente, pero esta no era una cuestión que le interesase a casi
nadie.
La experiencia vivida por las madres de
las narradoras de Vida en familia y Himmelskörper no
son equiparables, de hecho, no es quizás honesto tratar de asimilar siquiera
los padecimientos de víctimas de un mismo hecho histórico. ¿Es posible igualar
la angustia de los judíos supervivientes del Holocausto a la de los refugiados
alemanes huyendo en el invierno de 1945 hacia el oeste? Más allá de la
cronología, cada persona se enfrentó a la fatalidad como pudo, del mismo modo
que cada cual tuvo que convivir con el trauma a su manera, por mucho que su mal
hubiera formado parte de una vivencia colectiva. El análisis psicoanalítico de
los descendientes de quienes sobrevivieron el Holocausto, y esto es aplicable
probablemente a los hijos de otras personas traumatizadas por otros dramas
históricos, muestra cómo estos niños experimentaron una “doble realidad”: la
del pasado de los padres y la del presente propio (Steinecke,
2005, p.8). En la novela de Roggenkamp la narradora
oye llorar a su hermana y no le cabe duda de cuál es el motivo: “No pregunto.
Se refiere a nuestra madre, que arrastra una cola negra en cuyos pliegues está
escrita la historia de su supervivencia” (Roggenkamp,
2008, p.72).
Tanja Dückers pertenece a la generación posterior a Viola Roggenkamp, de modo que su relación con la generación de
los testigos de la guerra y el Holocausto es de una naturaleza diferente.
Asimismo, mientras que Roggenkamp elige para su
novela el trauma del genocidio y los sentimientos con los que han de lidiar sus
supervivientes, Dückers se centrará en otro trauma:
el de los millones de refugiados que hubieron de huir o fueron expulsados en
los momentos finales del conflicto bélico o al principio de la posguerra.
Fueron millones de personas que tuvieron que abandonar territorios como
Silesia, Pomerania, Danzig, la Prusia oriental o los Sudetes
de Checoslovaquia. Y no solo el traslado, sino la subsiguiente pérdida de
raíces y el sufrimiento derivado de ambas circunstancias serán determinantes en
la vida de todas estas personas. Por otro lado, el relato de los refugiados
dejó de ser oportuno más allá de los años sesenta, cuando el discurso público
se centró fundamentalmente en la culpabilidad de los alemanes en los crímenes
cometidos entre 1933 y 1945. Ello hizo que esta cuestión fuera asumida a menudo
por las fuerzas revisionistas y neonazis, o bien se restringiera al ámbito
privado de la memoria familiar.[10] Tras 1990, con el fin de
la Guerra Fría, una nueva generación lleva a cabo una mirada a los
acontecimientos pasados de un modo más desinhibido: “Su generación [de Tanja Dückers] es la primera que,
gracias a la distancia emocional y temporal, efectúa un análisis crítico de la
guerra y de la expulsión, siendo capaz de reconocer la experiencia de los
alemanes como víctimas sin revisionismo” (Peter, 2003, p.36).[11]
La actitud de los diferentes personajes de
la novela de Dückers deja al descubierto en la
ficción la actitud que las sucesivas generaciones adoptan ante los recuerdos
traumáticos. En este sentido, aunque la obra no tenga una base autobiográfica
como la de Roggenkamp, sí es una plasmación de la
realidad en cuanto a la actitud que ella misma y sus predecesores han mostrado
en relación con un pasado que paulatinamente va siendo posible asimilar. Como señala Laurel Cohen-Pfister:
Third-generation postwar
German authors, the so-called generation of grandchildren, figure prominently
in this new memory literature. The generational shift in perspective they
provide marks a new era in German postwar literature
and strongly defines literary production in the postunification
era. Whereas the second postwar generation, most readily
associated with the 1968 generation, struggled with the silence, guilt, and
omissions of its parents –the first generation– its children, the third postwar generation, ask personal questions that demand an
unveiled look into familial complicity with National Socialism and /or their
family’s own wartime suffering (2008, pp.119-120).
Así
pues, aunque no se hace referencia aquí específicamente a los autores alemanes
de ascendencia judía, en lo que se refiere al posicionamiento frente a la
construcción de la memoria, la mayor distancia entre los hechos y su
tratamiento literario posibilita un grado de desinhibición notable. Asimismo,
tanto la generación de los hijos como la de los nietos coinciden en la
necesidad de definir la propia identidad a través de la escritura, que ha de
servirles además para encontrar su sitio en la maraña que la catástrofe ha
causado a su alrededor.
Vida en familia: permanecer,
callar y recordar en la tierra de los verdugos
La
novela está centrada en la vida de tres generaciones de mujeres; la hija-nieta
mayor asume el rol de narradora y desde su perspectiva contemplamos el devenir
íntimo de los personajes. Todas ellas comparten, a pesar de sus diferencias de
edad y experiencias, la misma necesidad de definir su identidad sobre la base
de una compleja historia familiar. El padre, Paul, es más una ausencia casi
mitificada; al fin y al cabo, él es quien había hecho posible la supervivencia
de su esposa y suegra judías. Debido a su profesión de viajante, cada lunes
abandona el hogar hasta el fin de semana, de tal modo que la “vida en familia”
que da nombre a la novela es un asunto básicamente femenino. La trama
transcurre en el Hamburgo de los años sesenta, donde las sombras del
Nacionalsocialismo están tan presentes como en toda la República Federal, por
mucho que los gobiernos de Adenauer intentaran hacer lo imposible por cerrar
una puerta sobre el pasado.[12] El padre, lejos de ser
celebrado como un héroe, se ha convertido en un gris viajante de gafas que
trata de sacar adelante a su mujer Alma, a la madre de esta y a sus hijas.[13] Alma lucha por conseguir
una compensación de las autoridades en reconocimiento de la persecución a la
que fue sometida, sin embargo, esta es denegada con una argumentación cínica
que parece poner en duda los sufrimientos experimentados por la solicitante.
Mientras la abuela Hedwig Glitzer espera que la vida
pase sin más pretensiones, sus nietas Fania y Vera
tienen que descubrir el mundo y caminar hacia la vida adulta en un país cuya
imagen ha variado en gran medida en las últimas décadas.
A través de la adolescente Fania se pone de manifiesto la omnipresencia del recuerdo
traumático del Holocausto en la vida cotidiana familiar. Esa actualidad del
recuerdo está plagada de silencios y sobreentendidos, sobre todo de puertas
para afuera, donde prevalece la mayor discreción. Así se establece una suerte
de disociación entre lo privado y lo público. Para cada una de las mujeres de
la casa, los acontecimientos que se desarrollaron durante el Tercer Reich
adquieren una significación diferente. La abuela dispone de su espacio de
rememoración cuasi terapéutica gracias a sus reuniones con otras supervivientes
del genocidio con las que se ve regularmente. Alma Schiefer
sufre por la frustración ante la falta de empatía de las autoridades de la
nueva Alemania, y se debate permanentemente entre el miedo del que no puede
desprenderse y la necesidad, reprimida casi siempre, de confrontar a la
sociedad que la rodea con su responsabilidad por lo ocurrido.[14] La joven Fania, por su parte, intenta construir su identidad en
medio de esa discrepancia entre su existencia dentro y fuera del edificio en el
que vive.[15]
A través de ella, narradora única de Vida en familia, su autora abre una
ventana no solo a una constelación literaria, sino también al universo por el que
también su familia había transitado. Eran judíos de puertas para adentro, sin
compartir sus secretos con quien no formara parte del clan. Roggenkamp
escribe sobre lo que conoce y al tiempo busca una identidad difícil de
construir en Alemania, la tierra de los culpables donde había nacido en la
inmediata posguerra. La decisión de permanecer allí, en vez de haber emprendido
el camino de la emigración, es determinante para comprender tanto a la autora
como a los personajes centrales de la novela.[16] Maurice Halbwachs alude a cómo la estabilidad que representa el
espacio “nos ofrece la ilusión de no cambiar en absoluto a lo largo del tiempo
y de encontrar el pasado en el presente” (Halbwachs,
2004, p.161). Esto permite entender hasta qué punto las mujeres adultas de Vida en familia (la abuela y la madre) experimentan
con enorme intensidad cualquier experiencia que desencadene los recuerdos de la
persecución y el genocidio. Al fin y al cabo, siguen en el país de sus
perseguidores, de hecho, se han establecido en la misma ciudad en la que habían
vivido antes de la guerra. En cambio, para la narradora Fania,
perteneciente a una generación posterior al trauma, aquellos referentes solo
están vinculados al relato familiar y ella no responde ante ciertos estímulos
que solo son accesibles a Alma y Hedwig.
El conflicto central de la novela se
desarrolla en torno a la figura de Alma, la generación intermedia, en un doble
sentido: los choques de esta tanto con su madre como con su hija. Los miedos y
traumas derivados del peligro vivido siguen influyendo en la forma en que los
personajes adultos se relacionan entre sí y con el entorno. Solo se es judío
dentro de casa, y esto en el mejor de los casos, pues la madre tiene una
relación ambivalente con su pertenencia a este grupo que oscila entre la
identificación plena y el rechazo de cualquier elemento que la pueda delatar
como tal. Las actitudes contrapuestas dentro y fuera del hogar delatan la
concepción entre los adultos de la familia de que el capítulo del
Nacionalsocialismo no se ha cerrado.[17] Esto le da un significado
particular al lugar en el que viven, pues tratan de mantenerlo aislado del
entorno por el que, a su juicio, siguen deambulando los nazis.
La pervivencia de los miedos y el trauma
se manifiesta, por ejemplo, en la representación de la despedida del padre que
cada lunes hace la familia. La escena no requiere de una verbalización para que
quede claro cuál es el temor subyacente:
Mi
madre cierra el portón desde fuera, metiendo con las dos manos un trozo de
cordel através [sic] de la alambrada agujereada y
sujetar así una de las dos hojas, para que no se separe la una de la otra.
Vemos cómo nos deja encerradas, él sonríe en nuestra dirección. El motor está
en marcha, el coche tiembla levemente. Él se vuelve hacia nosotras y nos lanza
desde fuera besos con la mano, que vuelan sobre la valla en dirección de la
terraza, también nosotras le lanzamos besos con la mano, muchos besos lanzados
con la mano revolotean en una y otra dirección, por cuatro de los suyos vuelan
dieciséis de los nuestros. Gritamos hasta la vista, conduce con precaución, cuídate,
nunca ni él ni nosotras diríamos simplemente adiós o con Dios o chao, ni un
hasta pronto expresado sin alguna otra palabra que lo acompañe, un hasta pronto
escueto sería para mi padre el preanuncio de una pérdida próxima. Hasta pronto.
Hasta pronto. Es un voto, con el que nosotros nos juramentamos para vivir la
vida aún no vivida (Roggenkamp, 2008, pp.131-132).
Queda
muy claro que Alma ha trasmitido a sus hijas el sufrimiento experimentado
durante los años de la persecución: el temor de la separación, de la muerte.
Estas lo han interiorizado y lo actualizan cada semana sin que en ningún caso
se explicite por parte de las implicadas cuál es el significado de la ceremonia.
El trauma reprimido está muy lejos de ser superado; este es precisamente un
cometido al que se enfrenta la narradora en su transición entre la adolescencia
y la edad adulta. Ella ha de darle un espacio al dolor heredado que no
determine la identidad que está construyendo. Esta no es una labor fácil, pues
su madre le ha impuesto a Fania y a su hermana Vera
unas férreas limitaciones a su libertad. A consecuencia de temores alimentados
durante años, Alma quiere que sus hijas restrinjan su vida al hogar en la
medida de lo posible, es decir, a un lugar donde puede estar segura en todo
momento de que todo está bajo control.
Para Fania no
hay casi posibilidades de desarrollar una vida normal en un entorno en el que
la sombra del pasado no sea tan intensa. Las hijas comprenden la causa de las
cautelas maternas y no encuentran la forma de poder deshacerse de ellas, hasta
tal punto que consideran que mientras no desaparezca la generación de los
testigos, será imposible tener una relación normal con el entorno.[18] Por mucho que sean
capaces de entender la motivación que determina el comportamiento de su madre,
“Fania y su hermana Vera se sienten presas en la casa
paterna. Para ambas existe un mundo dentro y otro fuera del círculo protector
de la familia” (Herzberger, 2009, p.58). En cambio,
para su madre y su abuela, no es posible disociar ambos espacios, del mismo
modo que a duras penas consiguen separar el recuerdo de lo vivido de la vida
presente. Esta circunstancia provee a los lugares y a los hechos cotidianos de
una doble referencialidad que en cualquier momento puede establecer un túnel
entre dos tiempos diferentes. El mero sonido del timbre tiene para Alma unos
efectos sorprendentes, y la coloca en ese tobogán hacia el pasado:
Si llaman a la puerta, su
cuerpo recibe una descarga eléctrica. Ya puede estar leyendo o durmiendo o
comiendo, o que alguien le esté contando algo, una llamada a la puerta o del
teléfono hacen a mi madre pasar de una vida a otra vida que exige todo el
espacio para sí, otra vida que ya ha conocido y a la que no puede dejar de
enfrentarse (Roggenkamp, 2008, p.59).
La
otra madre de la novela, la abuela Hedwig, ya había tenido que temer por la
supervivencia de su propia hija durante el tiempo pasado en la clandestinidad.
Una vez al mes reúne en casa en torno a la mesa a un reducido grupo de ancianas
que eludieron con más o menos penalidades el genocidio. A diferencia de Hedwig,
ellas viven en una residencia para mayores judíos, rodeadas de otros muchos
cuya edad desaconsejó pensar en la emigración. Se autodenominan a sí mismas “el
círculo de Theresienstadt”, en referencia al campo de concentración donde
estuvieron recluidas algunas de ellas, y que dejó unos rastros imborrables en
su salud.[19]
El círculo representa el contrapunto a la experiencia de Hedwig y su hija, pues
estas fueron menos desafortunadas al contar con la ayuda de alguien que las
protegió hasta el final. Las otras ancianas, que parecen haber retornado desde
la muerte, son el testimonio más autorizado, una transición entre el silencio
de los muertos y el recuerdo de quienes consiguieron escapar. Como demuestra el
número en el antebrazo izquierdo de algunas de ellas, no hay duda de que
estuvieron muy cerca de la muerte. Los lugares del sufrimiento, bien en los
campos o en los escenarios de la huida y la clandestinidad que experimentó
Hedwig, han dejado su huella en la memoria en forma de referencias
espacio-tiempo que solo se podrán disolver con la muerte. La desaparición de la
primera generación representa un cambio de paradigma para la conformación de la
identidad de sus descendientes, que se distancian de la presión de la memoria
de los testigos. Vida en familia se
cierra con el fallecimiento de la abuela Hedwig Glitzer,
estableciendo de manera simbólica un nuevo marco para la construcción de la
nueva Fania adulta.[20]
Himmelskörper:
el silencio como losa sobre la insoportable culpa
En
este caso la novela plantea también la convivencia de tres generaciones, es
decir, el número susceptible de poder compartir sus experiencias dentro del
horizonte temporal que define la memoria comunicativa. El personaje central es Freia, hija y nieta, que como narradora va desenvolviendo
las diversas estaciones de una historia asentada sobre diversos planos
temporales. Freia y su hermano mellizo Paul viven con
sus padres Peter y Renate, en un hogar donde la visita de los abuelos Jo y Mäxchen es habitual. Tras la muerte de estos, Freia se topa con una caja que contiene todo tipo de
recuerdos del pasado Nacionalsocialista, y que deja claro que sus abuelos
habían sido miembros del partido.[21] Aunque el pasado había
interesado mucho tanto a Freia como a su hermano,
será a partir de este momento cuando algunos de los secretos familiares van a
quedar al descubierto, quebrando un sentimiento de culpa reprimido durante una
vida entera, y que conducirá incluso al suicido de la madre.
Las referencias a las cuestiones no
respondidas o a los disimulos son reiteradas a lo largo de la novela. Así lo
verbaliza la narradora en un momento en el que algunos de las incógnitas
comienzan a despejarse: “Siempre este silencio, secretos, penumbra, manos
tibias sobre mis hombros, tiritonas, sollozos. Nada” (Dückers,
2004, p.189). Esto es sobre todo pertinente en relación con Renate, la madre,
ya que la edad avanzada de los abuelos Mäxchen y Jo,
y especialmente la enfermedad terminal de la abuela, serán determinantes para
que estos accedan a contestar algunas de las preguntas de su nieta. En este
marco se pone de manifiesto cómo Mäxchen perdió una
pierna en el frente del este, así como los gratos recuerdos que alberga Jo
sobre los que considera los mejores años de su vida: la época del
Nacionalsocialismo.[22]
Una vez que el mutismo de los abuelos
comienza a resquebrajarse, su hija Renate se siente en la obligación de
contrarrestar sus inexactitudes históricas. Deja de lado momentáneamente su
habitual discreción para enfrentarse a ellos, no en vano se ha convertido a lo
largo de los años en una experta en el Nacionalsocialismo. Cuando sus padres
tratan de presentar una visión naiv o victimista de
los acontecimientos vividos por la familia, puntualiza sus imprecisiones. Un
pasaje particularmente revelador es el referido al comportamiento de los rusos
mientras los alemanes huían del Ejército Rojo hacia el oeste (experiencia
vivida por la propia familia). Después de que sus progenitores han abundado en
las brutalidades de aquellas tropas, Renate matiza:
Sí, pero no era ninguna
sorpresa que los rusos no fueran amables con nosotros tras los estragos que los
alemanes habían causado antes en su país. La huida resultó tan catastrófica
para millones de alemanes porque nuestros apreciados comandantes simplemente le
prohibieron a la gente huir durante demasiado tiempo (Dückers,
2004, p.127).
Ella,
representante de la generación intermedia del universo ficcional, se muestra
siempre apesadumbrada frente a los episodios vividos entonces. A pesar de que
solo tenía cinco años cuando terminó la guerra, alberga un penoso sentimiento
de culpabilidad. Esto no solo ha influido en las disfunciones que se reflejan
en el desarrollo de la memoria familiar, sino que ahí se encuentra también la
génesis de un trauma que ha determinado sus relaciones con el entorno a lo
largo de toda la vida. Esa oscuridad, que es incapaz de eludir, ha determinado
su carácter; así lo percibe su hija Freia, la persona
sobre la que la particular forma de ser materna más ha influido:
La idea de que Renate es
mi madre me resultaba irreal. Para mí la imagen de una madre conllevaba una
persona ruidosa, autoritaria, de la que uno depende y contra la que a la vez
uno se rebela. Madre es la personificación de un cordón umbilical. Sin embargo,
Renate era diferente: silenciosa, a menudo susurraba sin motivo. Era muy
delgada y hermosa con su distinguido rostro eslavo, el pelo rubio y los ojos
azules, pero nunca se maquillaba, se vestía lo más discreta posible con el fin
de no llamar la atención (Dückers, 2004, p.14).
Las
particularidades de la madre provocan en sus hijos sentimientos diversos que
van desde el miedo al aburrimiento, y que se derivan siempre de la distancia
que sentían entre ellos y su progenitora, así como de la aparente ausencia de
la que Renate daba muestras.
En la parte final de la novela, el suicido
del tío Kazimierz, un pariente polaco con el que
habían mantenido contacto a pesar de la división política en Europa,
lleva a Renate y Freia a emprender un viaje hasta
Polonia. Allí, lejos del entorno conocido, la intimidad entre madre e hija
posibilita que quede al descubierto el misterio que ha determinado la vergüenza
y la culpa durante décadas: cuando Renate no tenía más que cinco años, y pretendía
abandonar Gotenhafen con sus padres ante el avance de
los rusos, había acusado a unos vecinos, que al igual que ellos trataban de
huir en barco, de no haber sido bueno nazis; como consecuencia les impiden
embarcar. Más tarde, consiguen subir a otro buque, el Wilhelm Gustloff, que será torpedeado por un submarino ruso,
hundiéndose posteriormente en las heladas aguas del mar Báltico.
Renate se ha sentido responsable de este
desenlace a lo largo de toda su vida, hasta el punto de que no ha superado ese
trauma cuatro décadas más tarde. El propio Kazimierz
había tratado de convencerla de que los únicos responsables de su
comportamiento eran sus padres: “Ellos siempre habían levantado el brazo más
alto que nadie” (Dückers, 2004, p.303); y no una niña
que solo tenía cinco años y, por tanto, no podía ser culpable de nada. Es en
Polonia, el país donde habían tenido lugar los acontecimientos que habían
arruinado la vida de Renate,[23] donde esta se quitará la
vida. Testigos de aquella conducta solo habían sido sus padres, Kazimierz y ella misma, de modo que tras su fallecimiento
no queda nadie que viviera en primera persona aquel vergonzoso acto.[24]
Freia,
la más joven de las mujeres de la familia, ha podido sobrellevar en mayor o
menor medida los silencios que han existido a su alrededor, sin embargo, con su
embarazo se desarrolla una inquietud que la arrastra a una vehemente búsqueda
de la verdad:
Así que desde que sé que
voy a ser madre tengo que pensar con mucha frecuencia en Renate y también en
Jo. Hay tantos asuntos sin explicación en nuestra familia que no puedo pensar
en otra cosa. Como si mi embarazo hubiera comenzado una carrera contra el
tiempo en el que aún puedo encontrar respuestas a las cuestiones pendientes[…] no sé exactamente de dónde surge mi inquietud[…]
quizá es un anhelo inconsciente de averiguar a qué entorno, a qué hogar, traigo
a mi hijo[…] (Dückers, 2004, p.26).
La
inquietud de la narradora es decisiva, pues muestra que está decidida a romper
la losa que hasta ese momento los ha sepultado a todos. Esta necesidad del
personaje ficcional no es más que la trasposición de la búsqueda que está
llevando a cabo toda una generación de escritores en Alemania.[25] De
hecho, la propia protagonista y su hermano resuelven al final de la historia
que deben plasmar la experiencia familiar en un libro. Así quiebran
decididamente la amnesia y ofrecen a su descendencia un vehículo para sortear
el silencio al que ella sí ha tenido que hacer frente. Frente a la posición de las dos
primeras generaciones, los más jóvenes consideran que la mejor manera de darle
su espacio a los recuerdos dolorosos es asentarlos por escrito. La obra llevará
el título de Himmelskörper
(Cuerpos celestes) y su escritura
coincidirá con la llegada al mundo de Jacques, el hijo de Freia,
es decir, de una nueva generación que se ha de encontrar con una visión del
pasado libre de los silencios y represiones con las que ha tenido que lidiar su
madre. Como explica Paul: “Yo deseo vivir aquí en paz y no cargar
siempre a Jacques con nuestra historia, y por eso tenemos que escribir este
libro, Freia” (Dückers,
2004, p.318).[26]
Esta obra ha de ser el capítulo final de
una lucha larga y tortuosa que ha afectado a tres generaciones de la familia.
El trauma, específicamente la represión de este, habían representado una
gangrena que solo con la muerte de los implicados posibilita la curación del
cuerpo. Freia, miembro de una generación que
encuentra en la distancia temporal y el nuevo contexto político su mejor arma,
ha de encontrar la valentía para saltar sobre los miedos de Renate, e intentar
proveer a su hijo de una atmósfera más saludable que la que la había rodeado a
ella y a su hermano.
Conclusiones: deshacer el silencio,
superar el trauma
Las
dos obras aquí analizadas dan buena muestra de cómo los traumas derivados de la
II Guerra Mundial y el Holocausto son un elemento determinante en la
conformación de la memoria comunicativa familiar. Tanto Vida en familia como Himmelskörper muestran que le experiencia traumática influye
en sucesivas generaciones (abuela, madre, hija). Es la última la que siente la
necesidad de romper la dinámica que han impuesto sus progenitoras: el silencio.
En la novela de Viola Roggenkamp esta ocultación se
impone fuera del hogar, mientras que para los personajes de Dückers,
la falta de comunicación emerge como un elemento esencial que distorsiona las
relaciones entre la madre y sus hijos. En ambos casos son las madres las que
siguen siendo devoradas por el sufrimiento pasado, incapaces de darle un lugar
en su día a día. Esta misión es asumida por las hijas, que requieren de la
conformación de un entorno menos intrincado para acceder a la edad adulta. En
el caso de Himmelskörper,
con la intención además de que la nueva generación encarnada en un recién
nacido no tenga que enfrentarse a la misma losa de silencio y dolor. Estas
novelas muestran cómo la literatura se convierte en un instrumento fundamental
para comprender la disfuncional transmisión de la memoria en sociedades que han
atravesado complejos procesos históricos. Aun cuando todo parezca restablecerse
y recobrar cierta normalidad, el proceso de asunción de los traumas requiere de
un periodo que abarca a varias generaciones. No solo los testigos, sino también
sus descendientes, han de hacer frente al pasado como requisito ineludible para
construir su mundo presente.
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[1] Universidad
de Salamanca. jm.mm@usal.es.
[2] Una de sus más célebres
publicaciones, cuya influencia es determinante en las posteriores reflexiones
sobre la memoria, es Les cadres sociaux de la mémoire (Los marcos sociales de la memoria), del
año 1925.
[3] Frente a ella, la memoria cultural
representa el marco intemporal que no está vinculado al relato de los testigos,
sino que se asienta sobre elementos imperecederos como documentos,
conmemoraciones, museos, cementerios, canciones y, por supuesto, las obras
literarias. Precisamente, la literatura se constituye en un medio fundamental
para la construcción de la memoria cultural, pues ofrece referencias que no
están vinculadas al cortoplacismo del relato verbal (véase a este respecto:
Maldonado, 2009).
[4] El tradicional discurso de la culpa
(Täterdiskurs)
imperante en Alemania desde los años sesenta va a convivir tras la Reunificación
de 1990 con un discurso de sufrimiento (Opferdiskurs), que tematiza los padecimientos que hubieron
de afrontar los propios alemanes en el contexto de la guerra y la posguerra.
Esta perspectiva alternativa será objeto de un intenso debate público que se
plantea la oportunidad de la reactivación del relato del sufrimiento de los
que, simultáneamente, habían sido los responsables del desastre (véase: Berger,
2006). Como no podía ser de otra manera, la literatura será un elemento más en
la conformación y desarrollo de las nuevas perspectivas que se introducen,
tanto desde el punto de vista de las “víctimas de los alemanes” como de los
“alemanes como víctimas” (véase: Schmitz, 2004).
[5] La primera de las dos novelas no
ha sido traducida al español, por lo que nos referiremos a ella con su título
original; no es el caso de la segunda obra, que sí está traducida y que será
siempre mencionada con su título en la versión traducida. Respecto a las citas,
todas las de la novela Himmelskörper corresponden a traducciones del autor
de este artículo. Lo mismo es aplicable a todas las citas de fuentes que estén
en lengua alemana y sean utilizadas aquí.
[6] A este respecto, señala Aleida Assmann: “Mientras que los historiadores en lo tocante a
los hechos y las ficciones tienen que optar de forma estricta por uno de los
dos, los autores de novelas memorialísticas pueden
elegir ambos. Como el propio recuerdo, este género oscila entre lo sucedido y
lo inventado, entre la fantasía y la investigación, entre la visión y la
reflexión, entre la invención y la autenticidad” (Assmann,
2011, p.223).
[7] La propia autora reconoce que
coincide con sus coetáneos judíos en que no se atreve a tocar el tema de
Auschwitz en presencia de sus padres (Roggenkamp,
2005, p.35).
[8] La posibilidad de aplicar los
principios de la “postmemoria” a otras realidades se
puede defender a partir del concepto de “memoria multidireccional” que propone
Michael Rothberg (2009), según el cual una memoria traumática en un contexto
puede inspirar y fomentar la memoria de otros sucesos en otros contextos. Ni
siquiera los marcos cronológicos espaciales distan mucho en el caso que nos
ocupa, ya que en ambas novelas los traumas que desencadenan el sufrimiento se
originan durante la II Guerra Mundial. Por otro lado, la propia Hirsch
introduce la categoría de “postmemoria filiativa”, que amplía la posibilidad de rememoración del
trauma del Holocausto incluso a aquellos que no pertenecen a una familia
afectada por la persecución, o que ni siquiera son judíos. Ella lo aplica en
concreto a W. G. Sebald y su labor de indagación en el pasado traumático,
llevada a cabo a través de obras como Los
emigrados (1992) o Austerlitz
(2001).
[9] Precisamente, las vivencias de los
millones de refugiados alemanes como consecuencia de la derrota en la II Guerra
Mundial será uno de los temas centrales del nuevo Opferdiskurs (discurso de las
víctimas) al que se hizo referencia más arriba (véase: Von Oppen/Wolff,
2006). En el ámbito literario, la obra esencial, y que demostrará el cambio de
paradigma en la relación de la ficción con ese discurso, es la novela corta A paso de cangrejo (2002) del Nobel de
Literatura Günter Grass.
[10] La pervivencia del recuerdo del
sufrimiento en el ámbito familiar se puso de manifiesto a través del estudio
sociológico que llevó a cabo un equipo liderado por Harald Welzer
y cuyos resultados se publicaron bajo el título de Opa war kein Nazi
(El abuelo no fue nazi) (2002).
[11] A este respecto, declara la propia
Dückers: “Nuestra generación es la primera que se
atreve a mirar el tema [de Nacionalsocialismo] de manera objetiva” (Wild, 2004,
p.14).
[12] No en vano, el canciller había
mostrado en su primera Regierungserklärung
(Declaración gubernamental) de 1949 su decidida intención de dejar atrás el
pasado.
[13] Ocho años después de Vida en familia (2004), la autora
publica Tochter und Vater (Hija y
padre), novela que representa no tanto una continuación como una ampliación
de algunos aspectos de la primera. En ella, el padre le hace un ruego a su hija
poco antes de morir que deja muy clara su conciencia respecto al doloroso
trauma que su esposa sigue arrastrando: “Preocúpate de que mi ataúd no
descienda hasta el horno crematorio ante los ojos de Alma. Eso no puede
ocurrir. Prométemelo” (Roggenkamp, 2012, p.7). Las
terribles connotaciones de la incineración deben ser ahorradas a su viuda, a su
amor, a la persona a la que protegió aun a riesgo de su propia vida. Quiere
asegurarse de que cuando él no esté, alguien se ocupe de evitarle a Alma una
imagen que la empujaría en brazos del dolor de los tiempos del genocidio.
[14] A este respecto, subraya Michael
Brenner: “Especialmente problemática fue la situación para los [judíos]
alemanes que, debido a su avanzada edad o a su matrimonio con parejas no
judías, a menudo decidieron permanecer en Alemania y a los que por tanto
afectaron de manera personal las actitudes de indiferencia o de abierto
antisemitismo” (Brenner, 1995, pp.84-85). La novela refleja a través del
personaje de Alma un permanente enfado con el modo en que las autoridades están
comportándose respecto a las responsabilidades pasadas. La denegación de una
compensación a Alma por los daños experimentados durante su persecución se
manifiesta como una plasmación concreta de la negligencia de la República
Federal en su tratamiento de su culpa en los crímenes del nazismo.
[15] En otras plantas viven Hermann y
Eva Hanninchen, dueños de la propiedad y con un
pasado afín al nazismo, la familia de refugiados silesios Kupsch
y, por último, la figura más controvertida: la viuda Schmalstück.
Esta había denunciado al matrimonio Alma-Paul por contravenir las leyes raciales,
y su delación había tenido graves consecuencias para ambos. Esta anciana
proyecta sobre la rutina de la familia la sombra de los aspectos más oscuros
del nazismo.
[16] Las referencias de carácter
autobiográfico están presentes en numerosos textos de escritores judío-alemanes
de la generación posterior a la guerra (la denominada segunda generación); en
ellos desempeñan un papel esencial las actitudes frente al Holocausto que
presenciaron cuando eran niños o adolescentes (Steinecke,
2005, p.12).
[17] En la novela Tochter und Vater (Hija y padre) se pone de manifiesto que,
incluso transcurridos más de veinte años, tras la muerte del esposo los recelos
de la madre siguen siendo igual de decididos. Ante la posibilidad de que su
hija diga unas palabras en el funeral en el que desvele algunos de los secretos
familiares, le conmina a no hacerlo: “Delante de toda la gente? ¿Estás tonta?
Lo que se tendría que decir no puede ser dicho. Así lo decidió Paul. No me
causes ahora más preocupaciones” (Roggenkamp, 2012, p.53).
Es decir, que incluso en un contexto histórico diferente, una vez que los dos
estados alemanes se han vuelto a unir tras 1990, los miedos y resquemores de la
madre no se han disuelto, aplastada aún por un trauma del que no consigue
deshacerse.
[18] Es habitual en numerosas obras de
autores de la generación posterior a los supervivientes del Holocausto que se
ofrezca una posición crítica respecto a los discursos y rituales establecidos
en la familia y en la sociedad (Steinecke, 2005, p.12).
[19] Así se describe al grupo de
mujeres: “Mi
abuela Hedwig y sus amigas Ruchla, Olga, Emilie, Wilma, Betty y Lotti se quejan, gimen, comen, beben, juegan
a las cartas, cantan, lloran y discuten. Ninguna tiene más de setenta años, y
todas parecen como muertas y resucitadas. Tía Emilie lleva pañales debajo de
los pantalones, tía Wilma necesita un cojín flotador
para sentarse, tía Ruchla es pesada y gorda y anda
con dos bastones, tía Betty lleva dientes de oro, tía Olga está casi calva y
tía Lotti tiene una joyería en el barrio chino y un número en el antebrazo
izquierdo, es huesuda y está siempre sudando, por eso tiene que beber mucho” (Roggenkamp, 2008, p.41).
[20] Precisamente, en la ya mencionada Tochter und Vater (Padre e
hija), la protagonista que aquí ha sido desprovista de su nombre da
muestras de que aún muchos años más tarde siguen por resolver muchos asuntos de
la memoria familiar. Tras la muerte del padre, su hija parte de viaje con la
guía de unos diarios que deben permitirle desentrañar algunos episodios poco
claros del pasado.
[21] Entre los objetos se encuentran
cruces gamadas o un ejemplar de Mein Kampf (Mi lucha),
el texto programático de Adolf Hitler.
[22] El silencio de los abuelos tiene
causas diferentes al de Renate, pues nace de la implicación en el sistema, de
la imposibilidad de superar las experiencias vividas y mucho menos de
transmitirlas a sus descendientes. La proximidad de la muerte parece ser una
causa determinante en su cambio de actitud, después de que durante cuarenta
años se hayan resistido a verbalizar sus recuerdos. Otra cuestión es cuál es el
grado de subjetividad de estos, o cuánta verdad encierran las memorias de
sufrimiento a los que pretenden dar salida. La abuela, por ejemplo, no muestra
recato en elogiar a la Wehrmacht al tiempo que su esposo se permite
comentarios antisemitas (Dückers, 2004, p.187).
[23] Gotenhafen
era un puerto alemán que, con la redistribución territorial de Centroeuropa
tras la derrota de Hitler en 1945, pasará a estar situado en Polonia.
[24] El odio que los abuelos habían
manifestado siempre hacia Kazimierz está precisamente
fundamentado en que eran conscientes de que él era el único conocedor fuera del
núcleo familiar de lo que había sucedido.
[25] Al respecto, explica Cohen-Pfister:
“Himmelskörper portrays the transgenerational battle between
memory and amnesia and the quest for truth in both individual and collective
memory, as its narrator, or more correctly, narrators, endeavor
to disambiguate German history and their familial relationship to this history”
(2008, p.120).
[26] Aleida Assmann
resalta el carácter ejemplar de obras como esta de Tanja
Dückers, pues dotan de un idioma a lo que había sido
tanto tiempo impronunciable, y proveen de un discurso en el que se pueden
referir más historias de este tipo (Assmann, 2006, p.216).