Escritura y subjetivación: configuración de la identidad en El libro vacío de Josefina Vicens

Writing and Subjectivation: Identity Configuration in El libro vacío by Josefina Vicens

Daniel Samperio Jiménez[1]

 

Resumen

Se analiza el proceso de subjetivación del narrador en El libro vacío de Josefina Vicens. A lo largo de los apuntes del diario ficticio que constituyen la novela, se sigue la modelación de la escritura que José García pone en marcha a partir del dilema del escritor llamado e impedido al mismo tiempo a cumplir su labor, especialmente, en tanto se configura en paralelo la identidad del sujeto que escribe. A partir del giro subjetivo y más allá de del desvanecimiento del individuo que se ha advertido bajo una lectura existencialista de la obra, se propone atender la configuración de la identidad que está implícita en la escritura como forma de estructuración de la propia vida.

Palabras clave: Josefina Vicens, El libro vacío, escritura, subjetivación, identidad

 

Abstract

The narrator’s subjectivation process is analyzed in El libro vacío by Josefina Vicens. Throughout the notes of the fictional diary that make up the novel, the modeling of the writing that José García sets in motion is followed from the dilemma of the writer call and at the same time being prevented from carrying out his work, especially, as long as the identity is configured in parallel to the subject who writes. From the subjective turn and beyond the individual’s fading that has been noticed under an existentialist reading of the work, it is proposed to address the configuration of the identity that is implicit in writing as a way of structuring one’s life.

Keywords: Josefina Vicens, El libro vacío, writing, subjectivation, identity

 

Recibido: 2020-04-17

Aceptado: 2021-01-06


 

 

El libro vacío [México, Compañía General de Ediciones, 1958] de Josefina Vicens no cuenta como antecedente con alguna experiencia de escritura similar en la narrativa mexicana. Con tan sólo esta obra y Los años falsos [México, Martín Casillas Editores, 1982], esta autora ocupa un lugar de primer orden en el canon literario como una de las escrituras más sugerentes de la ficción producida en México del siglo pasado. Si bien transcurrieron algunas décadas sin que El libro vacío fuera reeditado tras su aparición, desde hace algunos años ha estado más al alcance de los lectores.[2]

Josefina Vicens no sólo destacó en su momento como narradora. Dejó huella en otros ámbitos donde abrió brecha para las mujeres. Se involucró en actividades de reparto ejidal y justicia social para el campo en el partido oficialista de ese entonces. También participó en la defensa de los derechos laborales de los trabajadores de la industria cinematográfica en el STPC, donde se originó su interés de escribir guiones de cine. Entre los más de noventa guiones que creó por encargo, sobresale el de la película Los perros de Dios (1973) que representa una exploración notable en el cine mexicano de esa época. Además, se desempeñó como cronista taurina bajo la firma de “Pepe Faroles” (cfr. Castro y Pettersson, 2006).

La metaficción supuso un procedimiento novedoso en la literatura mexicana al momento de la publicación de El libro vacío. En general, la crítica advirtió en la obra el manejo de ese recurso que décadas después de su publicación “se reconoce como característico de la estética posmodernista” (López, 1993, p. 88). En el contexto de los años cincuenta, se entiende que esta obra haya significado “una especie de herejía en un medio literario más o menos saturado de novela realista y testimonial, de color local o de contenido social” (Ruiz, 1992, p. 153). Por tal motivo, si bien El libro vacío no tiene antecedentes similares en la narrativa mexicana, en cambio representa una obra precursora de la ficción de autores como Salvador Elizondo y Julieta Campos. Al menos por un lustro, se adelanta al tipo de preocupaciones que estos y otros escritores harán explícitas en su obra, las cuales serán reformuladas después bajo la noción de escritura por Margo Glantz en el contexto de la narrativa joven de principios de los años setenta: “la narrativa cuestiona el lenguaje, lo descubre, transforma su sentido, lo crea, lo disuelve a la vez en edificio y andamio” (Glantz, 1971, p. 32). En esa dirección, por parte de la crítica ha sido fructífero situar El libro vacío “como corresponsal de la corriente de pensamiento literario enfocada en el lenguaje que impuso desde Francia una honda influencia a finales de la década de 1950 y aún durante la siguiente” (Pollack, 2011, p. 616).[3]

Una lectura en torno a la obra que ha ganado consideración en los últimos años tiene relación con el género.[4] Esta perspectiva ha sido asumida con especial interés debido a la condición de autoría femenina y ciertos aspectos genéricos de los personajes. Ha sido discutido hasta qué punto hay una masculinización de la voz femenina y cuál ha sido su repercusión para el ingreso de la autora en un mundo de la escritura que estaba dominado por los hombres en ese entonces. Se ha indagado también en la manera en que se construyen personajes femeninos como masculinos en su narrativa. Mientras las mujeres en ésta son prototípicas de aquellas que aparecían en el cine mexicano, sufridas y abnegadas, se pone un acento en las debilidades y fracturas en los modelos masculinos hegemónicos. Por lo tanto, en una obra como El libro vacío no se encuentra una complejización mayor de la identidad femenina como de la masculina. La construcción del personaje de José García ha tenido así el interés de la crítica por el cuestionamiento que encierra del modelo masculino tradicional: “A pesar de la sumisión que ha vivido, existe una ventana que vislumbra horizontes de libertad y de crítica a dichas conductas propias de la masculinidad que [García] eligió” (Sáenz, 2019, p. 131). Bajo esta perspectiva de lectura, el narrador de El libro vacío se aprecia como un sujeto que “se encuentra completamente desautorizado y vaciado de sentido, mientras que la mujer [su esposa] toma el control de la situación” (Sánchez, 2006, p. 155), o bien que “presenta facetas ‘femeninas’, como la ternura por los hijos y su asombro frente al milagro de crear vida, junto a otros detalles domésticos” (Domenella, 1990, p. 80). Se tendría entonces un personaje poco masculino según los parámetros de la época, aparentemente silenciado y que incluso llega a cuestionar su propia paternidad, elementos que serán significativos para una comprensión de la subjetividad del personaje.

El libro vacío plantea una preocupación fundamental de su momento. En la carta que escribió Octavio Paz a la autora, reconoce que haya logrado concebir un libro con el tema de la “nada”, el cual “últimamente se ha prestado a tantos ensayos, buenos y malos, de carácter filosófico” (Paz, 1978, p. 7). La obra de Vicens se inserta singularmente en el espíritu de la posguerra, donde la “nada” aparece recurrente en la conciencia de la época. Desde que fuera sondeada por algunos de los Contemporáneos con quienes, por cierto, Vicens convivió, la preocupación en torno a la “nada” había ido adquiriendo mayor dimensión en la literatura mexicana en el contexto de las contradicciones del México moderno y la catástrofe europea. Resulta paradigmático que El libro vacío participe en la expresión de esa atmósfera espiritual marcada por el desvanecimiento del sujeto y la pérdida del sentido tan cara al existencialismo.

Este es un aspecto llamativo que, desde luego, ha seguido la crítica tanto a partir de la escritura como de sus implicaciones en la representación de esa identidad desdibujada. En este sentido, se puede reconocer varias lecturas, por ejemplo, a propósito de la alienación del sujeto (cfr. López, 1993) o bien la dramatización de la creación literaria en el personaje (cfr. Ramos, 2016). Sin embargo, más allá del referente del existencialismo, se propone atender una lectura del texto desde el giro subjetivo. Dada esa problematización de la identidad y desdibujamiento del sujeto, El libro vacío presupone también una voluntad de identificación de la persona. Hay, por lo tanto, un proceso de subjetivación que indaga en quién es el sujeto que escribe y cómo se construye. No se trataría solamente de una escritura que proporciona una visión del mundo desde un “yo” que parece desvanecerse sino, alternativamente, también una posibilidad de autorrepresentación y reconocimiento.

 

Subjetivación

 

La noción de identidad atraviesa el horizonte de la posmodernidad bajo un cuestionamiento clave acerca de su esencialismo. Como parte de diversas categorías puestas a discusión, ésta pasa de ser una concepción autónoma a experimentar un descentramiento fundamental. Como señala Leonor Arfuch: “el retorno del ‘sujeto’ —y no precisamente de la razón—, aparecía exaltado, positiva o negativamente, como correlato de la muerte anunciada de los grandes sujetos colectivos —el pueblo, la clase, el partido, la revolución—” (Arfuch, 2002, p. 19). Desde luego, este fenómeno tiene efectos en la producción literaria como se puede apreciar en el proceso de subjetivación presente en todo tipo de narraciones acerca de la propia vida. En biografías y autobiografías, epistolarios, testimonios, diarios íntimos, entre otras, se advierten estrategias de autorrepresentación. De acuerdo con Arfuch:

 

Hablar del relato, entonces, no remite solamente a una disposición de acontecimientos —históricos o ficcionales—, en un orden secuencial, a una ejercitación numérica de aquello que constituiría primariamente el registro de la acción humana, con sus lógicas, personajes, tensiones y alternativas, sino a la forma por excelencia de estructuración de la vida y por ende, de la identidad (Arfuch, 2002, pp. 87-88).

 

Como ha señalado esta autora: “el llamado ‘retorno del sujeto’ juega un importante papel en la reconfiguración de la subjetividad contemporánea” (Arfuch, 2010, p. 19).

En El libro vacío, la crítica ha advertido “un proceso de desarticulación del yo que le impide a García, como individuo, un reconocimiento de sí mismo y la organización de una perspectiva global para orientarse en el tiempo y el espacio” (López, p. 32). En esa dirección, desde los primeros apuntes se registra una incipiente poética escritural del sujeto desposeído: “mi madre, mi infancia, mi parque, mi escuela. ¿Es que no puedo recordarlos? Los escribo para mí, para sentirlos cerca otra vez, para poseerlos” (Vicens, 2006, p. 32).

Cabe señalar que la escritura como ejercicio urgente para aprehender experiencia y vínculo con el “yo” y el mundo tiene como trasfondo una inquietud que permanece constante en las observaciones del diario: el problema de la comunicación en tanto de qué manera se puede comunicar mediante la escritura con los demás o consigo mismo. Este problema motiva a lo largo del texto consideraciones de esta índole que mucho tienen que ver con la autenticidad que le permita reconocerse.

En este sentido, el diario ficticio de José García se vuelve un vehículo idóneo para convocar diversas formas de autorrepresentación del sujeto que escribe. Esto sucede, por ejemplo, cuando José García es presa de ciertos desórdenes de la personalidad:

 

Como si otro hombre se irguiera dentro de mí, se calzara unas botas duras, con clavos en la suela, y empezara a caminar a grandes pasos, nervioso, tratando de salir de algún lugar, para ir a otro determinado, aunque desconocido. Estaba yo incómodo, temeroso por sentir en mi interior a ese personaje grueso y estridente (p. 125).   

 

Hay, desde luego, una sensación de amenaza, pero que en el fondo es parte de un impulso de comunicar: “alguien dentro de mí quería decir algo, decía algo. Como no podía dejar de oírlo, traté de oírlo. Pero no entendí nada” (p. 125). El sujeto en cuestión no se reconoce a cabalidad o a una parte dentro sí que está pujando por salir. Se trata de una desarticulación distinta a saberse separado de las cosas en general, incluido él mismo, que había experimentado antes. A diferencia de ello, brota una subjetividad que pasa por una vivencia liberadora, que deriva en una noche de juerga, así como en un aumento salarial. Esta aparente victoria de García sobre las ataduras domésticas y laborales hacen pensar en cuál es su verdadero “yo”. Bajo este tipo de cambios y ciertos excesos con respecto a una normalidad aparente, el descubrimiento de una subjetividad compleja adquiere una fisonomía enriquecedora: “verdaderamente no sé qué sería del hombre si no tuviera dentro de sí, escondidos, superpuestos, sumergidos, adyacentes, provisionales, otros muchos hombres” (p. 188). Pero supone, sobre todo, un proceso de subjetivación que por la escritura conserva profundidad, calidez y comunión:

 

Yo escribo y yo me leo, únicamente yo, pero al hacerlo me siento desdoblado, acompañado. Cuando incurro en contradicciones soy mi interlocutor y oigo sorprendido las respuestas que surgen de mi profundidad más íntima, de esa zona de mí mismo de la cual yo no tenía consciencia y que se hace presente cuando es tocada por una declaración o por un propósito míos que esa parte de mí rechaza o no puede cumplir (p. 190).  

 

Modelación escritural y subjetiva

 

En cada uno de los 29 apuntes en que se puede numerar la obra,[5] se desenvuelve el conflicto de la escritura correlacionado con la imposibilidad de comunicación, así como de comunión con los demás y consigo. De forma paralela, tiene lugar un proceso de subjetivación que plantea una cuestión de autorreconocimiento. Resulta significativo que no se enfrenta el dilema de la escritura en el interior de García como algo improductivo sino, todo lo contrario, con la mayor productividad. Por tal motivo, constituye un elemento operador que modela la escritura como un recurso exploratorio. Tal modelación supone, entonces, una consecuencia natural del dilema del narrador, quien la ensaya y desarrolla en mayor o menor grado en el texto con base en concepciones afines o encontradas de la escritura. Al hacerlo, se reconfigura igualmente en todo momento la identidad del sujeto que escribe.

La modelación de la escritura que inicialmente José García perfila es la narración formalmente equilibrada por una estructura clásica: “Preparé un plan, hice una especie de esquema. Con letra de imprenta y números romanos, muy bien dibujados, puse: Capítulo I.—Mi madre” (p. 31). Pero el narrador desecha en el instante la idea por considerar que se trata de un modelo que enmascara su propia incapacidad para decir algo verdaderamente importante. Se entiende que no habría reconocimiento genuino sin autenticidad. Como ya se va observando, la inquietud por ésta en la comunicación es un motivo recurrente a lo largo de los apuntes. Desde el principio, la modelación no se concibe sin este tipo de reflexiones sobre la necesidad de expresión y la intensidad vital que incluso la justifican.  

Esta impresión ha de permanecer en el ánimo de García a lo largo de la obra. Por ello la tensión inicial entre escribir y no hacerlo se traslada al dilema de hacerlo de cierta forma o seguir ensayando otros caminos, cuando no definitivamente probarse que se puede vivir sin la escritura. De manera que este enfrentamiento lleva a García a proyectar su modelo hacia distintos niveles del ejercicio creador bajo la confirmación y puesta en duda de ciertas concepciones en torno a su rol como alguien que escribe, su destinatario, la comunicación o el texto. Especialmente, la indagación del sujeto que narra vuelve al aspecto de la autenticidad: “No puedo todavía, o no quiero, darme cuenta de que mi única expresión auténtica es la hablada de todos los días; […] Ése es mi lenguaje, el tenue lenguaje de mi destino” (pp. 113-114). Encuentra que la posibilidad de comunicación y, con ello, el reconocimiento de su identidad pasa por el manejo de un lenguaje propio. 

Si bien es cierto que, desde el inicio, la modelación de la escritura se configura con cada una de las reflexiones del narrador, en determinados momentos parece adquirir una forma definitiva. Esto ocurre cuando finalmente decide relatar el suceso de Luis Fernando Reyes, compañero del trabajo. La pesadumbre del acontecimiento y el entusiasmo de referirlo son propicios en el narrador. En el apunte 23, relevante por ser el primero en el que intenta una relación de hechos más desarrollada, proyecta líneas preliminares del modelo: proponerse una narración sobria, sin demasiados adornos ni detalles. Además, este tipo de escritura supone dejar fuera el tono inmediato del apunte de diario y referir un suceso más o menos remoto, que se aleja más de su realidad mientras gana otra consistencia en el lenguaje.

Tras escribir al respecto por tres semanas, García reconsidera el modelo de escritura cuando se plantea qué tan importante puede ser para expresar su subjetividad por muy mediocre que sea, o bien si radica en el hecho de comunicar otros asuntos que también interesan a los demás. Se pone un acento en la subjetividad del narrador, con lo central que resulta la dimensión emocional y afectiva para saberse reconocido.[6] Reflexiona, primero, en torno a una obra ligera. No es ya la novela, sino el relato corto, con una anécdota graciosa e interesante. Posteriormente, lo hace en torno a una literatura que recurre a la memoria. Piensa en una serie de modelos familiares y cercanos, muy subjetivos, si no literarios como tales, sí narrativos: relatos de la abuela, las narraciones de los marineros, los relatos del tío Agustín. Los primeros, “lánguidos, interminables, poéticos” (p. 175); los segundos, nostálgicos y viriles; los últimos, profusos, en que “la anécdota más trivial, en sus labios alcanzaba categoría de hazaña” (p. 175).

No obstante, aunque estas memorias poseen una subjetividad, no es la que él vive y puede justificar auténticamente en la escritura, con lo cual es difícil un reconocimiento de sí. Para este narrador, que se sabe desconectado emocionalmente consigo y el mundo, es difícil encontrar algo que salvar de aquello que ha escrito. Repasa lo que de su ejercicio escritural hasta el momento ha afirmado, explicado, dudado. La futilidad de lo registrado conduce a García a admitir en el apunte 25 la magnitud de su fracaso, en cuyo fondo simplemente no deja de hallar una imperiosa necesidad: “José García, lee tu cuaderno, borra esas frases absurdas y presuntuosas y sustitúyelas con la única que realmente te es posible firmar: ‘No puedo dejar de escribir’. Confiesa que […]. Y si no puedes dejar de escribir, continúa haciéndolo en este cuaderno y luego en otro, y en otro, siempre secretamente, hasta el día de tu muerte” (pp. 178-179).

Al cabo de esta confesión, se formula explícitamente un modelo de escritura con hondas afinidades con Bartleby, el escribiente. Aunque no sólo con el personaje de Herman Melville: “Como Josefina, como Rulfo, como Kafka, José García escribe sobre su escritura desde el anonimato. Posiblemente sea el tema entrañable de todo escritor, porque confrontar la escritura es navegar en el origen” (Gil, 2005, p. 58). Bajo esa perspectiva más amplia, se puede advertir una filiación y posicionamiento genuinos ante la escritura y la literatura en general. No se trata de una concepción de este quehacer desde la consolidación, sino en cambio desde la incertidumbre y el riesgo. La tarea de García reivindica un ejercicio silencioso y obstinado, que no obstante encierra la construcción de un sujeto en el diario ficticio.

 

Identidad

 

Desde la nada y la insignificancia, Josefina Vicens ha concebido un texto ejemplar que dirige sin estridencias: “A quien vive en silencio, dedico estas páginas, silenciosamente” (p. 23). Mucho se podría decir acerca de esa paradoja en torno al hecho de escribir que plantea Vicens en su novela y que está en el centro de la creación en la modernidad como lo había advertido Hegel a decir de Maurice Blanchot: “el individuo que quiere escribir se ve detenido por una contradicción: para escribir se necesitan dotes de escritor. Mas las dotes en sí no son nada. Mientras, no habiéndose sentado ante su mesa, no haya escrito una obra, el escritor no es escritor y no sabe si tiene capacidades para hacerlo” (Blanchot, 1991, p. 13). Además de ello, haría falta subrayar las implicaciones de ese conflicto para la construcción de la identidad de quien escribe. Pero más allá del desvanecimiento de un sujeto esencialista, es interesante atender de qué manera se pasa por un proceso de subjetivación y se configura la identidad a lo largo del diario ficticio que constituye la novela.  

Implícita en la modelación de la escritura, se modela la subjetividad de quien tiene la necesidad de hacerlo, aunque parezca no lograrlo. Una escritura así concebida no puede menos que describir una subjetividad compleja, en la que el narrador no se reconoce en su integridad ni en relación con el mundo. En uno de los momentos más críticos (hacia el apunte 26), el narrador siente que no puede identificarse con las personas más cercanas: la esposa, los hijos, el amigo. José García se encuentra entonces desfuncionalizado como esposo, papá, compadre, en cierto modo, todas ellas figuras distintivas de una masculinidad patriarcal.[7] Se complejiza así una identidad que podría parecer incluso esencialista y se configura un sujeto que aparece gris, insulso y distante exteriormente, mientras se descubre a sí mismo superado por las dudas, ahogado por sentimientos encontrados y rebasado por un mundo interior que, incapaz de comunicar, los demás no comprenden.

La modelación de la escritura opera en la construcción de esa subjetividad bajo la imagen de alguien que brega con la necesidad de comunicarse, a pesar de no poderlo lograr. Se revela la autorrepresentación de esa individualidad, separada emocionalmente tanto por dentro como con respecto a su mundo. Sin embargo, en tanto esa imagen parece desvanecerse hacia afuera, a la vez va perfilando y permite vislumbrar una identidad por medio de la escritura. Desde el fondo, el descubrimiento de esa subjetividad compleja permite al narrador, identificar su voz desdoblada, contradictoria y solitaria, con la que no obstante puede dialogar en el texto. Esa simple posibilidad pone en marcha la escritura y la capacidad de reconocimiento genuino, como en ésta, por un camino de riesgos e incertidumbres ante la propia vida. A fin de cuentas, tiene mucho que ver con el hecho de quién se identifica cuando se comunica, así como por la necesidad de hacerlo ya sea consigo o con los demás: Se construye una identidad auténtica, no esencialista, múltiple y problemática que dice mucho no sólo en el caso del personaje de García, sino incluso de Vicens en tanto autora. La pregunta de por qué comunicarse lleva a indagar sobre esa subjetividad que lo busca. La escritura en este sentido estaría posibilitando una “estructuración de la vida” como de la identidad:

 

Él necesita escribir. No piensa: “voy a hacer literatura”; se dice: “voy a expresarme, tengo necesidad de decir algo”. Eso me pasa a mí; si tuviera que contar mi vida exacta, también la llenaría de problemas como ésos de José García. Sería una especie de fruto doloroso, a veces podrido, a veces reluciente, dentro de una vida que rodea a ese problema que a uno lo está cercando constantemente (Vicens citada por González y Toledo, 2017, pp. 27-28).

 

Bibliografía

 

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[1] Universidad Autónoma Metropolitana, dasj@azc.uam.mx

[2] Su segunda edición fue dos décadas después [Ediciones Transición, 1978]. Fue editado junto con Los años falsos casi otra década más tarde [UNAM, 1987] y, finalmente, en los primeros años del siglo XXI tras casi otras dos décadas [FCE, 2006] con cuatro reimpresiones. Recientemente, se dio a conocer los manuscritos de la obra como resultado de una labor de crítica genética, la cual arrojó aspectos reveladores del proceso creativo que permiten entender mejor la constitución del libro (cfr. Mastache, 2020, pp. 88-90). Desde luego, ello abre la posibilidad de una futura edición crítica que sería decisiva para la comprensión de la escritura de Josefina Vicens.  

[3] En tanto obra adscrita a una tradición narrativa de escritura, resulta interesante el trabajo de Gutiérrez (2017) que aborda El libro vacío desde la negatividad del discurso.

[4] Los textos “El discurso feminista encubierto en las novelas de Josefina Vicens” de Eve Gil y “El travestismo textual en Los años falsos” de Ute Seydel reunidos en el volumen de Castro y Pettersson (2006), junto con el artículo de Sánchez (2006), fueron quizá los primeros en asumir abiertamente esta perspectiva. En últimas fechas destacan el libro de Lincoln (2017) y el artículo de Sáenz (2019).

[5] Aun cuando las partes del libro no aparecen bajo una secuencia tal, se recurre a la numeración de estos “apuntes” para facilitar el seguimiento de la obra.

[6] Con ello, es inevitable que el narrador contraponga habitar el espacio de la vida y de la escritura: “Esto me hace pensar que la mejor fórmula para no escribir es ligarme a los demás, interesarme en ellos, vivir intensamente sus problemas” (p. 171). Se trasluce un razonamiento desgarrador que decide entre los espacios de la vida o de la escritura, bajo un compromiso férreo por una de éstas que anula a la otra aparentemente.

[7] En términos de una escritura femenina de lo masculino, esta crítica ha planteado un reflejo penetrante que cuestiona a su vez ciertas formas tradicionales o hegemónicas de concebir lo femenino.