Dos mujeres “que saben latín” escriben tres novelas cortas ejemplares

 

Oscar Mata Juárez[1]

 

Resumen:

Rosario Castellanos y Elena Garro deben mucho de su prestigio a sus respectivas obras narrativas, en las cuales no faltan las novelas cortas. Este trabajo se ocupa de tres novelitas, magistrales muestras del género narrativo intermedio, en las que estas damas de la escritura muestran la violencia a la que son sometidas las mujeres por el hecho de serlo. Una violencia que lo mismo se da dentro de su propia familia que en sus relaciones de pareja, por parte de hombres que dicen amarlas y protegerlas; también dentro de la sociedad que las censura o de plano las condena.

 

Recibido: 2020-04-15

Aceptado: 2020-08-24


 

El viudo Román

 

“El viudo Román” es una novela corta ejemplar “escondida” en un libro de cuentos que se presenta al público con el título de Los convidados de agosto (Castellanos, 1964). Está basada en varios hechos de la infancia de Rosario Castellanos, muy posiblemente la mujer de letras mexicana más importante del siglo XX, que lo mismo escribió poesía que ensayo o narrativa de óptima calidad; en su corta vida, cuarenta y nueve años, la autora chiapaneca demostró ser más que una mujer que sabe latín, toda una señora de las letras. Doña Rosario fue la primogénita de un matrimonio formado por un respetable hacendado que a los cuarenta años pidió en matrimonio a una muchacha de veintidós, a punto de quedarse en el agua tibia de la soltería. La escritora no recuerda haber visto que alguna vez sus padres se tomaran de la mano, vivían en un mundo regido por leyes masculinas. El hecho que marcó su infancia fue la muerte de su hermano menor de siete años, que provocó las exageradas lamentaciones de sus padres e impuso un prolongadísimo duelo en la casa. La pequeña Rosario no dejó de sentir que sus progenitores, si bien nunca se lo dijeron, sí hubieran preferido que la occisa fuera ella. La futura escritora no dejó de pensar en su hermano ido para siempre y en repetidas ocasiones imaginó lo que su hermano hubiera hecho de seguir vivo; seguramente estudiar, por lo que la joven chiapaneca se trasladó a la ciudad de México, donde obtuvo la maestría en filosofía.

“El viudo Román” (Castellanos, 1964, pp. 96-201) es una tragedia, tramada y elaborada a conciencia, que conmueve y deja un amargo sabor de boca en todo aquel que tenga el placer de leerla. Las dimensiones intermedias de la novela corta y la contundencia de la mayoría de sus desenlaces la identifican con la tragedia griega, “El viudo Román” ejemplifica el aserto anterior. Con sus veinte mil palabras viene a ser una novela corta “natural”, que no es el resultado de un cuento que se convirtió en una novelita debido a la proliferación de indicios o a que narra más de una historia; tampoco se trata de una novela pulida al exceso, que prescindió de las descripciones y los hechos que su autor no consideró indispensables. Un narrador –más bien una narradora– omnisciente nos cuenta la historia sin pausa y sin prisa, con una aletargada cadencia provinciana, en un discurso sin interrupciones, que bien pudo ser dividido en varios capítulos, pero cuya naturaleza aconsejaba evitar interrupciones o desvíos; al mismo tiempo, no sin guardar una prudente distancia, presenta una trama breve, pero desarrollada con una amplitud que bien pudo haber dado pie a un texto con la extensión de una novela, pero la nefasta, podrida naturaleza del asunto que cuenta no lo permitió. El viudo Carlos Román –un hombre de ciencia cuya vida rige la lógica– tiene en mente, mejor sería decir en las vísceras, un propósito que por desgracia consigue una década después de que su vida es destrozada por el absurdo. Apenas iniciada la obra, se ofrece una historia que ilustra lo que padeció Carlos Román: Cástula, la indígena que empezó a servir en su casa como cargadora del niño Carlos, es abandonada gravemente enferma en un hospital por el hombre que la sedujo, la embarazó y luego “la mató” con la lengua. Cástula pudo sobrevivir y regresó a Comitán, con la familia Román; fue recibida de nueva cuenta y ella, a base de su infatigable trabajo, llegó a convertirse en el ama de la casa. Una noche don Carlos le pregunta si no ha tenido deseo de vengarse de ese desgraciado, a lo que ella responde: “–Patrón, yo soy mujer. Esas cuestiones de venganza les tocan a los hombres” (Castellanos, 1964, p. 102).

La narración dedica la mayor parte de sus afanes a plasmar con todo detalle los retratos de los dos protagonistas del drama: el viudo Carlos Román y la adolescente Romelia Orantes. El novio y la novia llegan al matrimonio con sus propios cálculos (él de venganza, ella de señorío, “necesidad de plenitud”, según su futuro esposo) más que con ilusiones, unas ilusiones que sí tuvo el joven Carlos Román cuando muy enamorado se casó con la mujer que más amó en su vida, la difunta Estela Domínguez. Entre los temas fundamentales de la obra de Rosario Castellanos está la ilusión, ese castillo en el aire que Emelina erige mientras se acicala para ir a la fiesta del pueblo, ese camino a la aceptación y el respeto del chamulita que aspira a convertirse en mayordomo de la santísima virgen patrona de San Juan Chamula.  

La historia se desarrolla en un tiempo sin fechas ni otros acontecimientos personales o históricos que no sean los que marcan definitivamente a los dos protagonistas. Los años que llevaba el viudo Román encerrado en su casa después de los meses de enfermedad y agonía de su esposa; la prolongada infancia de Romelia, que entró a la escuela cuando ya tenía doce años; las semanas que don Carlos la siguió, pidió su mano y fueron novios. El resto son tiempo de aguas y tiempo de secas, hora de la primera misa o de ir al mercado, indicios temporales que representan más piedras en esa celda de mandatos y prejuicios regida por rígidas e inapelables leyes patriarcales.

Don Carlos Román es gente fina, un médico que hizo sus estudios en el extranjero, vive de sus tierras y de sus rentas, pues desde la muerte de su esposa dejó de ejercer su profesión. Se ha ganado la fama de duro, pero también de justo, pues no abusa de sus trabajadores ni de sus inquilinos; aunque jamás perdona una deuda. A todo Comitán sorprende que, tras salir de su encierro, auxilie a un peón muy enfermo, ya desahuciado, y se convierta en médico de pobres. Ciertamente no logró curar al pobre Enrique, pero en cambio consiguió su curación personal, según le comenta el padre Evaristo Trejo. Médico y sacerdote se vuelven amigos, el padre lo visita con frecuencia y puede constatar que el galeno da consulta y proporciona medicamentos a los enfermos sin pedir pago alguno. Sin embargo, a pesar de las numerosísimas muestras de caridad cristiana del doctor Román, el sacerdote no dejaba advertir algo ambiguo –ciertas burlas, algunos comentarios crueles– en la bondad del galeno, que le impedía emitir un juicio acerca de su amigo. La ambigüedad también se da respecto a Romelia y su casa, donde las criadas no duran y muchas de ellas entraban a servir con curiosidad “y de la que se salía con material suficiente como para entretener los ocios de todas las otras patronas comitecas juntas” (Castellanos, 1964, p. 146-7).

En tanto los chismes y las habladurías iban y venían, al padre Evaristo se le había metido en la cabeza la peregrina idea que su amigo don Carlos, a sus treinta y nueve años, se casara de nuevo. Así, entre plática y plática, no exentas de generosos brindis y numerosas dosis de humor, el persistente casamentero y el viudo reticente fueron pasando revista a todas las comitecas en edad de merecer hasta que, justo en la casa de enfrente, encontraron a la candidata ideal.  

Romelia Orantes fue un “santanazo”, nacida bastantes años después que sus tres hermanos, Rafael, Blanca y Yolanda. Niña alegre y jovial creció muy mimada y con la convicción de ser el centro del universo. Consentida por todos, fue la preferida de su hermano Rafael, cuya repentina muerte causó un prolongadísimo duelo en la familia y destruyó el idílico mundo de la chiquilla. Romelia guardó en un relicario el único mensaje que le mandó su hermano e idealizó su figura. La niña empezó sus estudios a los doce años, ya que sus padres, muy ocupados en consentirla, se habían olvidado de mandarla a la escuela. La adolescente se sabía donadora de felicidad y se alegraba de hacer dichosos a los demás. Era honesta y casta, pero “para su desgracia era de las de una sola palabra, una sola voluntad, un solo destino” (Castellanos, 1964, p. 157).

La narración no refiere el enamoramiento del hombre maduro ni el de la adolescente. Únicamente proporciona los hechos que todo el pueblo vio: el viudo iba todos los días a misa para ver a Romelia, se turbaba si la tenía cerca y jamás la abordó; en cambio solicitó el permiso del padre para tratarla; ya siendo novios se comportó con todo respeto, sin atreverse a besarla, lo que Romelia interpretó como una delicadeza, en total y absoluto acatamiento de los valores sociales de las buenas familias y el matrimonio. Una mariposa negra entra en el salón donde se lleva a cabo el banquete de boda y, como funesto presagio, se posa en la cola del vestido de la novia. “¡Es el alma de Estela!” (Castellanos, p. 167), se oyen los rumores, de inmediato silenciados por el novio, quien con un movimiento rápido y decidido hizo que la negra mariposa se alejara. Lo que por siempre permanecerá en Romelia y en toda su familia será la deshonra, pues don Carlos Román la devolvió a la mañana siguiente a sus padres, pretextando que la recién desposada no era digna de permanecer en su casa. En vano Romelia negó las falsas imputaciones de Román, alegando que ella había llegado virgen al matrimonio, la sábana manchada de sangre demostraba su doncellez. Su padre acepta las palabras de don Carlos como una verdad irrefutable, pues las dice un hombre y la naturaleza femenina “es débil, hipócrita y cobarde”. El orden masculino en todo su nefasto rigor. Y a la hora de la siesta, el pueblo entero vio cómo todas y cada una de las pertenencias de Romelia (baúles de ropa, cajones llenos de objetos, estuches de joyas y fruslerías) eran llevadas de la casa del doctor Román a la de sus padres. De esta forma el viudo Román consiguió una venganza que planeó durante sus diez años de encierro, una venganza que para él era una restitución, ya que alguien de la familia Orantes lo había deshonrado primero.

El segmento final de la novelita, presentado como la confesión a su amigo el sacerdote, en realidad es una cínica manifestación de machismo que indigna y conmueve, pues –como la tragedia– produce la sensación de que en toda existencia humana hay elementos que están por encima de nosotros, de nuestra voluntad y de nuestro control, oscuros elementos que al manifestarse nos pasman y, como a Edipo, nos ciegan… El joven doctor Carlos Román amó a Estela Domínguez con la misma falta de orgullo que su adorada Estela amaba al hermano de Romelia. El amor correspondido conduce al paraíso; el amor no correspondido es capaz de arrastrar al infierno no sólo al amante rechazado, sino a quienes tienen la desgracia de estar cerca suyo. La novela corta es considerada sustituto de la tragedia en el campo de la narrativa, un sustituto a veces engañoso, pues suele presentarse como un cuento de hadas, como le parecía a Romelia, hasta que algo nefasto, que permanecía escondido, se adueña de la historia y muestra el verdadero rostro de la realidad.

 

Busca mi esquela

 

Elena Garro regresó a México en 1993, tras un exilio que se prolongó 23 años. Lucía demacrada a causa de las penurias que había padecido en Francia y España, lo cual, de ninguna manera le impidió seguir escribiendo. En sus maletas más que ropa había manuscritos, entre los que se podían encontrar cuentos, novelas, ensayos y varias novelas cortas. Elena volvía a demostrar el aserto de Max Aub, quien afirmaba que los escritores mexicanos que pasan largas temporadas lejos de México son autores de obras extensas, como Carlos Fuentes y Sergio Pitol. Décadas antes, entre 1946 y 1952, cuando su esposo Octavio Paz era el Agregado Cultural de la Embajada de México en París, Elena Garro había escrito el primer manuscrito de Los recuerdos del porvenir (1963), que le valió el Premio Xavier Villaurrutia y consolidó su prestigio de autora de grandes méritos, cuyas primeras muestras de innegable talento se encuentran en las piezas teatrales de Un hogar sólido (1958). La maestría de Elena Garro se puso de manifiesto en todos los géneros que cultivó y una excelente muestra de ello es Busca mi esquela, (Garro, 1996) una novela corta que escribió en España, entre 1970 y 1980, y se publicó junto con otra sobresaliente novelita: Primer amor.

Busca mi esquela es una novela corta en un acto, debido a que buena parte de su texto, casi la mitad, está compuesta por diálogos y el texto, de unas quince mil palabras, fluye sin interrupción alguna. En ella vuelve a manifestarse la afinidad entre el género narrativo intermedio y el drama; Elena Garro nos refiere una intensa y, por desgracia, breve historia de amor que sucede en la ciudad de México durante el mes de septiembre de 1962. Una narradora omnisciente nos presenta a una jovencita que huye desesperada, pide auxilio en una casa donde no le responden, por lo que debe continuar su huida, pues un hombre la sigue muy de cerca con deseos de atacarla. Por suerte para ella el tráfico se detiene por el inminente paso del ferrocarril, lo que la joven aprovecha para cruzar la vía y abrir la portezuela de un auto que espera que el convoy acabe de pasar. Sorprendente inicio que da origen a una relación de tres noches, entre una veinteañera que se presenta como Irene y Miguel, un hombre diez años mayor. De inmediato surge la empatía entre ambos y conforme van recorriendo la ciudad se establece una afinidad entre ellos, como si se conocieran de siempre, desde antes de siempre, en otra vida. Sin embargo, ella menciona la muerte, su muerte y cuando empieza a amanecer afirma: “es la hora en que se desvanecen los fantasmas”. Es un personaje construido con base a enigmas: es mucho lo que se ignora de su persona, poquísimo lo que se sabe. Le pide a Miguel que no la lleve a su casa y él sólo puede anotarle su nombre y su teléfono en una hoja de su agenda.

La segunda noche es una especie de noviazgo. Irene le habla a Miguel a casa de su cuñado –¿cómo obtuvo ese número de teléfono y, sobre todo, cómo se enteró que él estaría ahí, asistiendo al bautizo de un sobrino?– para decirle que se encuentra en la casa Wagner, escuchando música. Miguel abandona de inmediato la reunión familiar, pretextando que surgió algo imprevisto. Ella lo recibe comentándole que Mozart murió solo y nadie asistió a su entierro. “¿Tú acudirás al mío?” [...], el segundo indicio fúnebre, pero la alegría de Miguel es tal que no le presta atención. Vuelven a recorrer la ciudad, salen a carretera y llegan a un pueblito donde bailan y se besan como todos los enamorados. El idílico paseo termina con el alba. Irene no permite que Miguel la lleve a su casa y, aprovechando que su galán abandona el auto para ir a comprarle unas frutas que se le antojaron, huye: su amado fantasma volvió a desvanecerse, dejándolo desolado. En su segundo encuentro quedó claro que los dos están hechos el uno para el otro y se aman, pero ella guarda, más que nada carga, algún secreto. Como en Los recuerdos del porvenir las mujeres controlan la situación, sometiendo a los hombres a un dominio que los maniata. Por otro lado, la huida de la muchacha nos recuerda que no pocos personajes femeninos de Elena Garro viven en constante peligro, obligadas a buscarse alguna salida, algún escape.

Miguel se presenta en la casa que él cree que es de Irene, donde en realidad viven dos señoritas, Clementina y Rosalía. Ellas permitirán que la narración brinde otro punto de vista, una visión diferente y, a fin de cuentas, complementaria de los acontecimientos. La primera noche las dos viejitas vieron a Irene subirse al auto de Miguel y pensaron que él “secuestró a esa infeliz muchachita”. Cuando lo vieron tocando la puerta de su casa pensaron que era un policía, o un gánster y se aterraron. Sin embargo, como él se comportaba como una persona correcta y educada, cayeron en la cuenta de que tan sólo era un hombre enamorado, un pobre hombre enamorado. Entonces decidieron ayudarlo, haciéndole creer que Irene sí vivía ahí, pero se encontraba indispuesta, después que había tenido que emprender un viaje de manera intempestiva, sin embargo, “pronto, muy pronto regresaría” [...], así, estas buenas viejitas, –una especie de hadas buenas– le cuentan mentiras piadosas que lo ayudan a soportar su desolada situación. Conforme ha ido avanzando, el texto ha proporcionado bastante información acerca de Miguel: está casado y tiene dos hijos. Su matrimonio fue arreglado por su madre y sus suegros. Aunque no ama a su esposa, tampoco tiene conflictos con ella. Disfruta de una desahogada situación económica y está muy bien relacionado. En cambio, Irene continúa siendo un enigma: es una joven aparición que las dos noches ha vestido la misma gabardina, tiene 22 años y vive con el presentimiento de que pronto morirá.

Por fin una noche Irene le habla por teléfono y lo cita en la sala de espera de una estación.  Miguel acude lleno de dicha, convencido de que su amada ha regresado. Pero ella le responde así: “No, me voy”. Vuelven a recorrer la ciudad… Esa su tercera noche descubren que están destinados a estar juntos, que ella nació justo la noche en que él, un niño de diez años que acababa de perder a su padre, experimentó una pena que no lo abandona nunca y sólo estando con ella desaparece. Y consuman su amor. La narración es muy discreta al respecto: sólo se consigna que pasan la noche juntos y a la mañana siguiente son amantes. Al amanecer ella debe irse, pues su tío Pablo no sabe lo que ella hace y su tía Antonieta es una vieja muy mala. Aborda un taxi y al decirle adiós exclama: “–Busca mi esquela en los periódicos” (Garro, 1996, p. 54).

Miguel la escucha perplejo, asustado. Y al otro día aparece la noticia de la boda de Irene, que en realidad se llama Paulina, con un rico industrial llamado Pablo, el nombre del supuesto tío de la muchacha. Desesperado le muestra el periódico a Rosalía, la buena señora le confiesa que ellas no sabían quién era Irene, ella y su hermana sólo querían consolarlo, parecía tan enamorado y desesperado. La anciana reconoce a Irene al ver su foto: “Es una muchacha que vive muy cerca de ahí, su familia es de mucha alcurnia, pero está arruinada” (Garro, 1996, p. 59); le asegura que pedirá informes con una de las nanas de la novia. En algunos cuentos de La semana de colores tremendas revelaciones salen de boca de las sirvientes y lo mismo sucede aquí:

 

– ¡Es una pena!... ¡Una tragedia!... La pequeña lloró mucho antes de salir para la iglesia, pero su mamá y su hermana se mostraron inflexibles. ¡Inflexibles! Se fue con su marido a Venecia, volverán a México dentro de dos meses.

–Dos meses… lloraba mucho… repitió Miguel (Garro, 1996, p. 59).

 

Miguel se aleja caminando sin rumbo, su éxodo recuerda a la muchacha que huía al principio de la narración. Él ignoraba muchas cosas de Irene Paulina, que resultaban irrelevantes ante el hecho de que los dos se amaban. El estudioso alemán E. K .Bennet afirma que la nouvelle es hermana de los cuentos de hadas, pues en la novela corta lo improbable suele presentarse de tal forma que da la impresión de ser la más factible posibilidad, hasta que de súbito y de manera irresistible surge el destino con su tono fatalista, con lo cual la novela corta, a partir de autores como  Edgar Allan Poe y Henry James, viene a ser un sustituto de la tragedia.

 

Primer amor

 

La historia de Primer amor sucede en un pueblo costero de Francia, justo después del final de la Segunda Guerra Mundial. Bárbara, una joven señora de cabellera rubia que fuma mucho, pasa sus vacaciones en un pueblo muy cercano al mar en compañía de su hija, una niña del mismo nombre –Elena Garro y Elena Paz Garro–, a quien la gente suele tomar como su hermana menor. En algunos momentos la narración las confunde, no se sabe a cuál de las dos se refiere. La joven esposa siempre está triste y su hija conoce bien la causa: su padre no ama a su madre; en una ocasión le dijo: “[...] cuando crezcas trata de no parecerte a ella, para mí sería una catástrofe” (Garro, 1996, p. 64). El hombre, nacido cerca del Mediterráneo, esperaba que su hija fuera como él, pues pensaba que su esposa, oriunda del Norte, era un pésimo ejemplo para la niña: “–La barbarie es del Norte: significa la hipocresía, el puritanismo, la crueldad, en fin, no te parezcas a esa loca” (Garro, 1996, p. 64).

La narración demostrará exactamente lo contrario, pues Bárbara, una mujer a quien no le gusta que le den órdenes y hace lo que quiere sin que le importe el juicio de los demás, es fiel a sus convicciones. Ella y su hija hacen amistad con un grupo de prisioneros alemanes –que en un principio piensan que es su compatriota debido a su cabellera rubia–, que están construyendo un camino a la playa. Desoyendo las advertencias tanto de franceses como de alemanes, Bárbara los visita todos los días, platica con los reos, casi niños que no rebasan los veinte años, y les regala cigarrillos americanos, barras de chocolate y galletas, muy preciados durante la época de racionamiento. A pesar de que la mayor parte de la historia sucede en espacios abiertos, pues madre e hija acostumbran hacer largas caminatas en las cuales lo mismo llegan hasta el mar que recorren todos los rincones de la población, el ambiente que las rodea deja de ser agradable y se va tornando reprobatorio, en ocasiones hostil para ellas, a causa de su amistad con los prisioneros alemanes. Durante su estancia, se ha relacionado con algunos franceses que padecieron la ocupación alemana y no olvidan las afrentas que les infringieron los nazis; pero en esos días la paz se ha restablecido y Bárbara piensa diferente: “–Eso ya pasó y no se debe tratar a los prisioneros de guerra como delincuentes”, (Garro, 1996, p. 98) le dice a Charles, el único francés que continuaba siendo amable con ella. Extrañado el galo le pregunta si no tiene “un lío con alguno de esos individuos”.

 

–Sí, Claude, estoy enamorada de uno de ellos- dijo desafiante.

Claude no la tomó en serio. Se echó a reír y la sacó a bailar.

–Es usted una sentimental– le dijo seguro de sus palabras (Garro, 1996, p. 99).

 

Efectivamente, en el fondo esa mujer triste es una mujer sola y desamparada que ha despertado en Siegfried un amor “peligroso y desgarrador”, que Bárbara corresponde. Y este sentimiento posee una peculiaridad: incluye a tres personas, enferma a tres almas, diría Stendhal. La niña Bárbara se las ha ingeniado para visitar a Siegfried en la prisión y en alguno de sus juegos han intercambiado piedras que los dos llaman corazones, sus corazones; un amor infantil por un joven de veinte años, quien ha confesado que ama a una mujer que le corresponde, pero está casada... Durante una tarde en que las extranjeras –las extrañas– resienten con singular intensidad la censura de los franceses, la niña Bárbara, sin que su madre lo advierta, sale sola a dar un paseo y queda atrapada en la playa, a merced de la subida de la marea, que amenaza con llevársela. Son aguas peligrosas, en las que muchos se han ahogado. Siegfried no lo duda y se lanza al mar, decidido a rescatarla, con lo que la tensión alcanza su punto máximo y, al mismo tiempo, amaina: el joven prisionero significa su salvación. Sus compañeros alemanes logran rescatar a la niña y no se preocupan cuando Siegfried no aparece, pues saben que su amigo nada estupendamente y, lejos de ahogarse, ha conseguido escapar, ponerse a salvo. En el tren de regreso a París, donde sólo la soledad espera a Bárbara, madre e hija comparten la tristeza de haber perdido su primer amor.

La generación a la cual pertenecieron Rosario Castellanos y Elena Garro mostró la injusta situación de las mujeres y no dejaron de elevar su voz de protesta, un reclamo que ha sido continuado, para bien de todas y todos, por las siguientes promociones de escritoras a lo largo y ancho del mundo.

 

Bibliografía

Castellanos, Rosario. (1964). Los convidados de agosto. México: Era.

 

Garro, Elena. (1996). Busca mi esquela. Primer amor. Monterrey: Ediciones Castillo.

 



[1] Universidad Autónoma Metropolitana, omj@azc.uam.mx