Inés, de Elena Garro: la fallida (est)ética de la expiación

Inés, by Elena Garro: The Failed (Aesthetics and) Ethics of Atonement

 

Leticia Romero Chumacero[1]

 

 

Resumen

Este artículo analiza la novela Inés (1995), de Elena Garro, desde una perspectiva ética.

Palabras clave: Elena Garro, literatura mexicana, escritoras, ética

 

Abstract

This article analyzes the novel Inés (1995), by Elena Garro, from an ethical perspective.

Keywords: Elena Garro, Mexican Literature, Women Writers, Ethics

 

Recibido:        2020-03-23

Aceptado:       2020-09-09


 

Para Graciela Irma Chumacero

 

“He aquí el Cordero de Dios […] el que quita los pecados del mundo”

Jn 1, 29

 

I.

 

La única aparición pública de Elena Garro (Puebla 1916 - Ciudad de México 1998) después de la fastuosa bienvenida que se le prodigó tras su regreso a México, en 1993, tuvo lugar en octubre de 1995 (Rosas Lopátegui, 2002, p. 484). En esa ocasión, la legendaria narradora, dramaturga, poeta y periodista, presentó la novela Inés ante un auditorio deslumbrado, que fundamentalmente la conocía y admiraba gracias a esa obra maestra de la narrativa de título Los recuerdos del porvenir (1963). Durante aquellos días la escritora ofreció varias entrevistas, motivadas tanto por la publicación de la novela como por la curiosidad suscitada por su arribo al país tras una ausencia de veinte años, y luego de anunciar la existencia de otros inéditos, los cuales iría publicando poco a poco a fin de procurarse un sustento.

En una de aquellas entrevistas, realizada por Miguel Ángel Muñoz para el semanario Época, Garro afirmó sobre Inés que se trataba de un trabajo escrito tiempo atrás y había decidido publicarlo para subsanar los gastos de su manutención:

 

Escribí Inés en los años 70 a raíz de algunos viajes donde conocí a diversos personajes, entre ellos Inés, una monja que se enfrenta al ateísmo y la crueldad. […] La idea de Inés surge porque es una chica inocente, que viene de un convento y acaba en manos de un grupo de degenerados. Pierde su fervor cuando le pasan sucesos horribles, nadie la ayuda, ni Dios, y mucho menos sus amigos, algo muy parecido me pasa actualmente. La gente es mala. […] Inés la publico por dinero, porque no tengo casa, ni muebles, no hay sillas, tampoco tengo una cama y mucho menos una mesa donde escribir, antes lo hacía en el suelo, pero ahora me dan asco las cucarachas y todos los demás animales que rondan la casa (2020, pp.1128-1129).

 

Según Patricia Rosas Lopátegui (2020, p. 1105, n. 515), originalmente, Inés iba a ser un cuento cuya escritura habría iniciado Garro durante el periodo 1962-1963, para retomarla en 1975 y entregar el producto final a la editorial Grijalbo en 1982, ya convertido en la novela que, un año más tarde, por alguna razón decidió no publicar. La autora calculaba que fue hacia 1972 cuando la novela “quedó traspapelada, como otras obras que tengo ahí, […] y que las voy a sacar para venderlas porque no tengo un quinto” (Vega, 2020, p. 1109). Si bien en 1995 la estrechez económica parecía ser el único motor para dar a la imprenta ese trabajo guardado durante años, desde la perspectiva de la autora no se trataba de un mero producto mercantil, sino de una obra literaria. Por eso, ante la periodista Patricia Vega, la escritora admitió haber redactado el libro con una intención estética y ética: “escribir algo malvado” (2020, p. 1109).

Lo hizo, según quedó dicho, a partir de una anécdota cuyo sustrato era real. En efecto, basó la construcción de su personaje en alguien a quien conoció en París, durante una fiesta efectuada entre 1962 y 1963:

 

[Inés] se veía una chica española normal. La volví a ver en casa de sus patrones, con los pelos cortados, como disparatados, y la cara extraviada; estaba como loca. Ellos me dijeron que andaba mal de la cabeza, pero que era buena. Seguí viendo a esa gente rica, entre la que había cubanos, argentinos y mexicanos, yo les preguntaba siempre por ella y me decían: ‘Tú no preguntes’. De pronto desapareció. […] imaginé que le habían hecho horrores, que la habían drogado y torturado. […] Me daba miedo lo que pudiera hacer ese grupito de snobs si se enteraba de que había escrito esto [la novela Inés], aunque no uso los nombres reales, ¡Dios guarde!” (López, 2020, pp. 1104-1105).

 

Entonces, con base en hechos cuyo desenlace no conoció pero imaginó agreste, Elena Garro concibió la trama de Inés. Y, a contrapelo de lo indicado por la editorial Grijalbo, donde se anunció la novela como “un ejercicio literario que recrea el relato erótico francés y donde no está ausente el homenaje a Sade”, Garro afirmó: “No es un homenaje, es una refutación a Sade, porque él dice que víctimas y verdugos son iguales, pero aquí Inés es la víctima. Es una novela muy cristiana” (Vega, 2020, pp. 1108-1109). Así, en opinión de la autora, la suya era una breve novela cuyo marco referencial partía de claves cristianas, en la cual abordó un suceso malvado ocurrido a una joven española criada en un convento, que no recibió ayuda alguna, ni siquiera la de su dios.

 

II

 

Alrededor de esa novela sobre violencia y abyección, las primeras reseñas periodísticas oscilaron entre la franca animadversión y la devoción absoluta. Pongamos por caso la que circuló en la revista Nexos, donde Juan José Reyes (1995) hurgó en el criterio de verosimilitud para apuntar lo siguiente: “Elena Garro, uno se da cuenta, ha recogido a un personaje de la literatura erótica, para contar una insuficiente historia de persecuciones, una esperpéntica aventura de libertinaje no muy claramente alucinado, una malograda historia”; en su opinión, los conflictos narrados eran inverosímiles y de una oscuridad artificiosa. En la revista Proceso, en contraste, José Alberto Castro (1995) evaluó entusiasta el trabajo de Garro como “una portentosa novela” que “pone en boga a Elena Garro entre los lectores y la afirma como la más perspicaz de las narradoras mexicanas”. Desde su perspectiva, las intrigas de la novela demostraban la habilidad de la escritora para crear ambientes asfixiantes y turbios.

Un año más tarde, Luzelena Gutiérrez de Velasco (1996) vio en Inés el “tema de la destrucción de la pureza”, vinculando tal asunto con la estética oscura de escritores como Georges Bataille y Pierre Klossowski, aunque también con la de dos mexicanos de la Generación de Medio Siglo: Juan García Ponce (con la novela Inmaculada o los placeres de la inocencia) e Inés Arredondo (con el cuento “La Sunamita”). En este sentido, la de Garro sería, según la académica referida, una novela sobre la perversión y la disolución de límites.

En años posteriores la obra produjo interpretaciones feministas sobre aspectos como la fragmentación de la personalidad femenina, que en un intento de escapar de una estructura patriarcal asfixiante, termina siendo absorbida por este mismo sistema” (Cruz García, 2009, p.4), rasgo identificable en la protagonista de la novela. Eso o su presunto carácter de primicia temática: “es un anticipo del narcorrealismo tan de moda en la literatura hispanoamericana actual” (Merlo, 2014).

Pero cabe una observación más, sobre la forma como la novela ha sido juzgada. Algunas veces, la tentación de adivinar detrás de los personajes garrianos resonancias autobiográficas parece grande, sobre todo porque, en diversas entrevistas, la autora desplegó una narrativa en cuyo centro aparecían ella y su hija cual víctimas de persecuciones políticas y de venganzas conyugales. A guisa de ejemplo puede recordarse lo expresado ante Miguel Ángel Muñoz sobre el personaje principal de Inés, ya citado líneas atrás: “Pierde su fervor cuando le pasan esas cosas horribles, además nadie le ayuda, ni Dios y mucho menos sus amigos, algo muy parecido me pasa hoy día”.

Por lo demás, es cierto que no sólo aprovechó las entrevistas para construirse una imagen atormentada; también en sus obras literarias pueden hallarse, debidamente transformadas, anécdotas compatibles con el contenido de su diario personal (Alba, 2010, pp. 260-271; Alba, 2016). No obstante, ese procedimiento autorreferencial está lejos de ser exclusivo de su talento para aprovechar las historias cercanas y puede encontrarse también, con total claridad, en cuentos y novelas de, pongamos por caso, Julio Cortázar y Gabriel García Márquez, sin que por eso la crítica literaria pretenda reducir las obras de ellos a un trasunto de indiscreciones domésticas.

Por ello, en los siguientes apartados se propone una lectura que evade deliberadamente cualquier interpretación de orden autobiográfico, pues se antoja innecesaria: la obra de Garro trasciende las coyunturas personales y vale como expresión literaria de cuño universal. Además, debe entenderse que la propia autora anunció Inés como un trabajo novelístico y, por ende, como un artefacto estético supeditado al pacto de lectura a través del cual las acciones contadas adquieren densidad “real” sólo dentro del universo de ficción.

 

III.

 

Aflicción, congoja, ansiedad”, “temor opresivo sin causa precisa”, “aprieto, situación apurada”, “sofoco, sensación de opresión en la región torácica o abdominal”, “dolor o sufrimiento”, “estrechez del lugar o del tiempo”. Tales son las acepciones de la palabra “angustia” según el Diccionario de la Lengua Española (2019). También son enunciados de provecho para dar cuenta de la atmósfera que habita en Inés, una de las últimas novelas dadas a conocer por Elena Garro (aunque, como se ha dicho, escrita dos décadas antes de su publicación).

Entre los recursos narrativos elegidos por la autora para conferir a la historia ese carácter espinoso y angustiante que la caracteriza, destaca uno por su eficacia: el punto de vista de la voz que refiere los hechos. Se trata de un narrador en tercera persona, pero con el enfoque que Jean Pouillon (1970) ha denominado visión con, caracterizado por acompañar el punto de vista de un personaje en particular. Debido a esta peculiaridad, aunque resulta capaz de relatar acciones ejecutadas por todos los personajes, la voz que cuenta la historia somete su discurso a la reducida y parcial perspectiva de uno solo (excepto hacia el final, cuando tiene lugar un desplazamiento significativo relacionado con el destino de la protagonista, aspecto que se abordará más adelante.)

La identidad del personaje al lado del cual se sitúa la voz que enuncia es medular: se trata de Inés, la protagonista. El empleo de esa focalización permite desplegar una versión sesgada de los acontecimientos, hecha de los fragmentos de realidad asequibles a ella, doncella española que padece las enigmáticas y abusivas acciones de sus empleadores, en los albores de la década de 1960, en París.

Resulta oportuno recordar algunas de las observaciones que el investigador Alberto Paredes ha hecho sobre la modalidad de la visión con o narrador con. Por ejemplo, que se trata de una voz obstinada “en la contigüidad con las notas de subjetivismo y parcialidad propias de lo humano mediante un narrador que se ha deplazado de la omnisciencia divina a lo humano, hasta colocarse junto a un personaje determinado” (1987, p. 43), razón por la cual, quien lee experimenta cercanía con tal personaje, acompañándolo a lo largo de su historia. No obstante, al tratarse de una focalización en tercera persona, la identificación no es total. Añadiríamos que, en el caso de Inés, por un lado, la cercanía alcanzada es suficiente como para identificarnos con ella al grado de articular cierta complicidad pero, por otra parte, mirar desde su perspectiva nos condena a encontrar tan incomprensibles como le parecen a ella las motivaciones de sus empleadores, y más adelante captores, para llevar a cabo ceremonias nocturnas extravagantes y dañinas.

Esas vaguedades o espacios de indeterminación, obligan a quien lee a participar en la constante resolución de enigmas hábilmente dosificados para generar incentivos. La historia, contada así, también instaura un caldo de cultivo para la zozobra. Debido a esto, se trata de un trabajo literario fácil de identificar con una de las modalidades de la novela negra: aquella que refiere la historia de un crimen desde el muy subjetivo e impresionable punto de vista de la víctima. Esta estrategia, como se comprenderá, aspira a generar empatía, comprometiendo la racionalidad del lector en un ejercicio de exploración de emociones derivadas de la indócil fragmentación de la información, tanto como del atroz destino de la mujer inmolada, el cual parece inapelable desde las primeras páginas de la novela. La verosimilitud de la paranoia que poco a poco embarga a la protagonista –y a quienes seguimos su historia– es conseguida a través de esa vía.

Por lo demás, resulta interesante mencionar que la novela negra suele incluir una “mirada crítica sobre la sociedad moderna”, así como una “visión desencantada que sin embargo tiende a preservar frecuentemente un componente moral” (Corcuff, 2014). En efecto, los claroscuros de la historia de Inés exhiben un territorio donde luchan, de manera frontal, dos modos de entender el mundo: uno, desde la solidaridad y la compasión; otro, desde el abuso y la violencia. Y la lucha es desequilibrada, por decir lo menos. Acaso la indignante sensación que deja la lectura de Inés se origina en la convicción de que el mal triunfará siempre, pese a todo intento por afrontarlo por la vía de la razón o de la fe.

En consonancia con lo anterior, Jean-Patrick Manchette, citado por Corcuff (2014), ha asegurado esto sobre la novela negra: “el orden del Derecho no es bueno, sino transitorio y en contradicción consigo mismo. Dicho de otro modo, el Mal [sic] domina históricamente. La dominación del Mal [sic] es social y política a la vez. El poder social y político es exacerbado por los canallas”. En conclusión, “el desorden es estructural”, por lo cual no puede ser rectificado por un solo individuo.

 

IV.

 

¿Por qué Inés, una joven huérfana española, llega a la residencia donde un grupo de personajes la mantendrá secuestrada? Su emigración hacia la capital francesa no es decisión suya; ocurre que su primo Jesús trabaja en una casa del barrio “más elegante” de París y ha recomendado a Inés para que sirva en ese lugar. Ella, quien fue educada en el convento de San Sebastián, acata la orden de la Madre Superiora, sor Dolores, según la cual la joven ha tenido suerte de ser llamada a laborar en “un lugar impecable”. Así es como inicia el periplo con un tópico de orden simbólico, el del viaje, cuando la muchacha es despedida en el andén del tren que la transportará hacia el país vecino, donde trabajará en el servicio doméstico, al cuidado de su primo.

A la modificación del lugar de residencia, es decir, a esa especie de expulsión de un Paraíso de pureza, orden e inocencia, representado por el convento, se suma un concienzudo código nominal situado en el campo semántico de la religión católica, medular a lo largo de toda la novela: el nombre de la Superiora presagia sufrimientos y el del convento de origen alude a un martirio brutal, pues, según la iconografía católica, San Sebastián fue flechado por pretorianos romanos casi hasta morir. El nombre del primo, finalmente, se refiere al sacrificado por excelencia: Jesús de Nazaret.

Aquel marco intertextual se afianza con base en otros elementos cuando, ya instalada en una oscura residencia de la ciudad de París, la española se convierte en objeto de la minuciosa e incómoda observación de los visitantes de la casa donde servirá. Dentro de ese universo de ficción, Garro aprovecha la mirada en dos sentidos. Primero, para construir un lenguaje cifrado, silencioso pero saturado de sugerencias, entre quienes rodean a la joven; después, para que la consternada percepción de ésta revele aspectos del ambiente en derredor: la turbiedad y decrepitud del lugar, la fealdad de sus invitados, o los objetos abandonados por ellos tras reuniones nocturnas que Inés encuentra tan escandalosas como ininteligibles.

Adicionalmente, la escritora expresa en forma simbólica el contraste entre la serena calle arbolada y fresca que rodea la residencia donde la chica española sirve, y el umbrío domicilio que no puede abandonar porque Ivette, secretaria del dueño de la casa, retiene sus documentos migratorios. Cabe insistir en la índole de la actividad de Ivette: es secretaria, por consiguiente, garante de los secretos del dueño de la casa. Es relevante atender también el contraste entre libertad y reclusión, pues se refuerza gracias a otros aspectos: Inés, extranjera en Francia, no habla el idioma nativo; además, no existe para las leyes del país ya que su llegada nunca se registra; pese a todo ello, se le urge a cumplir la obligación moral adquirida al aceptar el empleo. Cualquier intento de fuga, por tanto, es desestimado por el propio personaje, avasallado por la intimidación, aunque también por un alto sentido de la responsabilidad, así como por razones que se observarán a continuación.

La intimidación es fortalecida por la identidad de Javier, el misterioso dueño de la casa, presentado en la historia como un gran industrial de extravagantes costumbres. Separado de una esposa a quien agravia frente a todos, disfruta humillando también a su hija. El insólito comportamiento, del todo reprobable ante los ojos de Inés, es aplaudido por un grupo de aliados (Gina, Andrea, Almeida y Torrejón) durante escandalosas reuniones nocturnas a las cuales arriban mujeres vestidas de negro, sujetos anónimos envueltos en mantas peruanas y muchachas hermosas convertidas en piltrafa un día después, cuando vagan por la casa ensangrentadas, semidesnudas y seguramente intoxicadas. Cardinal es advertir la reiteración del código religioso asociado una vez más a los nombres, pues dos de las jóvenes trastornadas, cuya transformación impresiona a Inés cuando limpia los estragos de una noche de excesos, se llaman María y Asunción.

Pero, ¿qué clase de reuniones son ésas, donde se escuchan discos de larga duración con letanías remachadas hipnóticamente por una voz que, en un idioma desconocido, invoca a la Virgen María y el Arcángel San Miguel? ¿Qué hace esa gente sentada formando un círculo, rodeada por humo y penetrante olor a copal, rodeada por la flama de velas negras apenas capaces de iluminar la noche, compartiendo un alimento indefinible y cigarros de misterioso aroma, todo ello al abrigo de la voz de una tal María Sabina, a quien escuchan con veneración?[2] Inés no lo sabe y, debido a la focalización del narrador, tan cercana a la mirada de la protagonista, quien lee no cuenta con más información que ella. Educada en un convento lejano y hablante de una lengua distinta a la empleada por quienes asisten a las reuniones, Inés presencia con desasosiego aquel ritual impenetrable, acentuando su extranjería, su rotunda diferencia.

Ciertamente, no es el único personaje incapaz de descifrar el sentido de esos acontecimientos. Su primo Jesús, por ejemplo, echa de menos otra época, cuando la casa era habitada pacíficamente por don Javier, su esposa Paula y su hija Irene, antes de que Gina se convirtiera en amante del señor, antes incluso de que la señorita Ivette controlara la agenda empresarial y los gastos domésticos de éste. Su simplicidad, pero sobre todo su turbación ante quienes considera poderosos, provocan que Jesús se muestre torpe para actuar cuando a él y a su esposa se les ordena recoger sus escasas pertenencias para ser llevados con argucias hasta la estación de trenes. La culpa derivada de esa inacción lo acompañará más tarde, cuando vuelva a París, después de varias semanas, busque a su prima y la descubra irreconocible, deambulando por calles ignotas, macilenta, herida, rapada y severamente alienada.

Qué hicieron los nocturnos seres con la servicial doncella española sino aprovechar, precisamente, su sensación de culpa. En efecto, los malos tratos a los cuales es sometida Irene por parte de su padre, conmueven a Inés, impeliéndola a intervenir. Si en un primer momento no se atreve a ayudarla cuando es golpeada y echada de la residencia, en otro, el remordimiento le da valor para esconder a la muchacha en su habitación, a costa de quedar expuesta ella misma cuando abandona el precario escondite en busca de comida. Ivette y Almeida aprovechan esa vulnerabilidad para llevar por la fuerza a la española hasta un domicilio donde la esperan Javier, Gina y Torrejón, desnudos y rodeados por un ambiente lascivo. Asustada, cautiva y disminuida de sus facultades debido a que los alimentos a su alcance le provocan alucinaciones, la muchacha es incorporada en ritos lúbricos, apenas velados por la narradora. Semanas más tarde y debido a un ataque de celos de Javier, quien sospecha un flirteo entre Gina y Torrejón, la cautiva es sacada de ahí, para ser entregada a un contrito y pusilánime Jesús.

Ana Bundgard ha explorado el tema de la culpa en otras narraciones de Garro. Observa, por ejemplo, que algunas se inscriben en marcos míticos que hacen posible la redención; digamos, la de Laura, protagonista del cuento “La culpa es de los tlaxcaltecas”, situada en un tiempo histórico remoto: “mientras que el amor está ubicado en una especie de umbral, en una zona de pasaje, la culpa, por el contrario, incorpora al sujeto a la historia. El amor es por lo tanto ambiguo: salva y condena” (1995, p. 138). Para Elena Garro, continúa Bundgard, “el amor da identidad, no es un sentimiento romántico, atemporal, el amor más bien es una acción ética, un sentimiento de solidaridad, una suerte de fuerza vital que modaliza [sic] al sujeto con un querer-hacer en la dimensión histórica” (1995, p. 139). La dimensión casi atemporal pero lóbrega y enigmática donde ingresa Inés cuando arriba a la casa parisina, en contraste, hace imposible modificar el entorno a través del amor, pues éste se topa con la indiferencia, la violencia brutal y el abuso de poder.

 

V.

 

A la ya comentada referencialidad religiosa identificable en los nombres de varios personajes y en diálogos donde se establecen analogías entre la casa donde Inés labora y el Infierno, debe sumarse el propio apelativo de la protagonista que da título a la novela. El nombre viene del griego y significa “puro, casto” (Tibón, 1996, p. 133). En la tradición cristiana, tal nombre se identifica con una de las denominaciones de Jesucristo: Agnus Dei, es decir, el Cordero de Dios. Jesús de Nazaret es la víctima ofrecida en sacrificio por los pecados humanos, tal como lo indica el profeta Juan el Bautista al verlo: “He aquí el Cordero de Dios, ved aquí el que quita los pecados del mundo” (Jn 1, 29). Hay que interpretar ese código también a la luz de la otra denominación de Inés en la novela: es la doncella de la casa. Según el Diccionario de la Lengua Española, una doncella es tanto una mujer virgen, como la “criada que sirve cerca de la señora, o que se ocupa en los menesteres domésticos ajenos a la cocina”; el personaje es ambas cosas.

Con base en lo anterior es dable considerar que la forzada participación de Inés en orgiásticas y cruentas ceremonias remite a una perversión del ritual cristiano, es decir, a una “misa negra”. Si en la versión ortodoxa de la misa el cordero forma parte de un sacrificio destinado a la salvación, en la heterodoxa su intervención tiene por objeto conjurar lo sagrado mediante una celebración de la sexualidad sin frenos y de las drogas como vías de aproximación a perturbados estados de consciencia. En ese contexto, la procedencia conventual de Inés, así como su nombre, su estado virginal e incluso el hecho de que trabajara dedicada al aseo, la vuelven perfecta víctima propiciatoria: es la pureza encarnada que, en un ejercicio delirante de interpretación, será mancillada para traer los pecados al mundo.

Tal como el relato erótico francés utiliza claves de la misa negra para dar cuenta de búsquedas existenciales ligadas al goce sexual, la novela de Elena Garro retoma el perverso rito de paso; sin embargo, lo hace para explorar los pliegues de la culpa y los de la maldad, en su vínculo con el despiadado ejercicio del poder. Se trata, pues, de aproximaciones literarias del todo distintas, porque parten de interpretaciones disímiles: la novela francesa (la de Georges Batalle, por ejemplo), se origina en la convicción de que la ruptura de interdictos confiere libertad porque amplía horizontes; la novela de Garro, por su parte, exhibe los límites engendrados por esa que para algunos es ruptura, pero que resulta ser reclusión, dolor, humillación e imposibilidad para otros. Así, el violento desborde de límites del grupo que organiza sesiones orgiásticas bajo el influjo de drogas, lacera el orden, el respeto y la compasión, que constituyen valores caros a la protagonista.

Resulta de sumo interés la especie de epílogo con el cual la escritora cerró la novela, a través de un narrador omnisciente (Garro, 2008, pp. 170-172). Líneas atrás se indicó que la modalidad de la voz narrativa con la cual se cuenta la mayor parte de la historia es la del narrador con (o visión con), y que éste posee la misma cantidad de información que la protagonista, razón por la cual, pese a que enuncia en tercera persona, su perspectiva es limitada. Eso hace posible que ni la protagonista ni quien lee su historia conozcan del todo el sentido de los acontecimientos donde está inmersa la primera.

Pues bien, la coda que cierra la novela descubre algunas incógnitas. La más importante se cifra en la señorita Ivette, mas no en su verdadera identidad, sino en la forma como ella miraba a la joven española a quien contrató: “era rebelde, irreductible e implacable. […] Su inteligencia era superior a la normal, su espíritu de análisis, perfecto” (Garro, 2008, pp. 170-171). De ahí que Ivette no pudiera “permitirse el lujo de equivocarse o de tolerar irregularidades como Inés” (p. 171). La mirada de ese personaje, que resulta ser más significativo de lo que aparentaba, obliga a objetar cualquier intrepretación superficial donde la protagonista luzca ingenua o desvalida.

 

VI

 

Con base en lo anterior es posible concluir que, al erigirse en exploración de la culpa, Inés supone un examen de la responsabilidad como motor ético de las acciones humanas. Por ello, lejos de censurar abiertamente a los victimarios de la protagonista, la escritora exhibe a ésta y aquéllos en una compleja red de actos donde vale tanto lo que se hace como lo que no. Aquí, la expiación de la muchacha es entendida como un sacrificio en nombre del bien de otros y es, por tanto, un acto ético consciente y audaz; pero también es una suerte de acto estético, por cuanto se plantea como expresión de un comportamiento admirable, armonioso e incluso sublime, en contraste con la monstruosidad repulsiva de sus adversarios.

Recordemos a Garro, quien afirmó que deseaba “escribir algo malvado” y que el resultado había sido “una novela muy cristiana” (Vega, 2020, pp. 1108-1109). Al concluir la lectura cabría considerar que el contexto no impone a algunos el carácter de víctimas sino que, de una forma recóndita, oscura e inconfesable, esas personas sacrificadas en realidad renuncian a la acción para mover a la reflexión, conscientes de que su audacia –porque lo es– les dará un carácter desvalido sólo en apariencia, pues fue elegido y no impuesto. Hay heroicidad en la decisión de enfrentarse al mal, no cabe duda.

No obstante, en la novela el sacrificio parece condenado al más rotundo fracaso. Hacia eso apunta el código semántico que estructura la obra, con su alusión constante a quien se inmoló en una cruz para salvar a otros, en contraste con el final de la novela, centrado en la falta de empatía de los perpetradores, la cobardía de quienes pudieron intervenir y no lo hicieron, así como la inútil muerte de quien pretendió modificar el patrón de abusos. Entonces, a diferencia del esperanzador halo de redención con el cual concluye la historia de Jesús de Nazareth, la historia de Inés cierra con un sabor amargo, infructuoso, estéril. Ese desplazamiento de sentido torna subversiva la propuesta de Garro, pues el holocausto del cordero naufraga: la ética y la estética de la expiación, encarnadas por Inés, no alcanzan para vencer al mal.

 

Bibliografía

 

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Hemerografía

 

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Cibergrafía

 

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[1]  Universidad Autónoma de la Ciudad de México, romero.chumacero@gmail.com

[2] Se trata, desde luego, de María Sabina Magdalena García (1894-1985), una curandera mazateca de la sierra de Oaxaca, México, cuyos conocimientos en materia de hongos alucinógenos fueron ponderados durante las décadas de 1960 y 1970, cuando se popularizó internacionalmente. En 1995, una periodista preguntó a Elena Garro: “¿Por qué incluiste [en Inés] el episodio con María Sabina?”; la escritora respondió: “Porque estaba de moda” (Vega, 2020, p. 1110).