Inés, de Elena Garro: la fallida (est)ética
de la expiación
Inés, by Elena Garro:
The Failed (Aesthetics and) Ethics of Atonement
Leticia Romero Chumacero[1]
Resumen
Este artículo analiza la novela Inés (1995),
de Elena Garro, desde una perspectiva ética.
Palabras clave: Elena Garro,
literatura mexicana, escritoras, ética
Abstract
This
article analyzes the novel Inés (1995), by Elena Garro,
from an ethical perspective.
Keywords:
Elena Garro, Mexican Literature, Women Writers,
Ethics
Recibido:
2020-03-23
Aceptado: 2020-09-09
Para Graciela
Irma Chumacero
“He
aquí el Cordero de Dios […] el que quita los pecados del mundo”
Jn
1, 29
I.
La única aparición pública de Elena Garro (Puebla 1916
- Ciudad de México 1998) después de la fastuosa bienvenida que se le prodigó
tras su regreso a México, en 1993, tuvo lugar en octubre de 1995 (Rosas
Lopátegui, 2002, p. 484). En esa ocasión, la legendaria narradora, dramaturga,
poeta y periodista, presentó la novela Inés
ante un auditorio deslumbrado, que fundamentalmente la conocía y admiraba
gracias a esa obra maestra de la narrativa de título Los recuerdos del porvenir (1963). Durante aquellos días la
escritora ofreció varias entrevistas, motivadas tanto por la publicación de la
novela como por la curiosidad suscitada por su arribo al país tras una ausencia
de veinte años, y luego de anunciar la existencia de otros inéditos, los cuales
iría publicando poco a poco a fin de procurarse un sustento.
En una de aquellas entrevistas, realizada
por Miguel Ángel Muñoz para el semanario Época, Garro afirmó sobre Inés que se trataba de un trabajo escrito
tiempo atrás y había decidido publicarlo para subsanar los gastos de su
manutención:
Escribí Inés en
los años 70 a raíz de algunos viajes donde conocí a diversos personajes, entre
ellos Inés, una monja que se enfrenta al ateísmo y la crueldad. […] La idea de
Inés surge porque es una chica inocente, que viene de un convento y acaba en
manos de un grupo de degenerados. Pierde su fervor cuando le pasan sucesos
horribles, nadie la ayuda, ni Dios, y mucho menos sus amigos, algo muy parecido
me pasa actualmente. La gente es mala. […] Inés la publico por dinero,
porque no tengo casa, ni muebles, no hay sillas, tampoco tengo una cama y mucho
menos una mesa donde escribir, antes lo hacía en el suelo, pero ahora me dan
asco las cucarachas y todos los demás animales que rondan la casa (2020, pp.1128-1129).
Según Patricia Rosas Lopátegui
(2020, p. 1105, n. 515), originalmente, Inés iba a ser un cuento cuya escritura
habría iniciado Garro durante el periodo 1962-1963, para retomarla en 1975 y entregar
el producto final a la editorial Grijalbo en 1982, ya convertido en la novela
que, un año más tarde, por alguna razón decidió no publicar. La autora
calculaba que fue hacia 1972 cuando la novela “quedó traspapelada, como otras
obras que tengo ahí, […] y que las voy a sacar para venderlas porque no tengo
un quinto” (Vega, 2020, p. 1109). Si bien en 1995 la estrechez económica
parecía ser el único motor para dar a la imprenta ese trabajo guardado durante
años, desde la perspectiva de la autora no se trataba de un mero producto
mercantil, sino de una obra literaria. Por eso, ante la periodista Patricia
Vega, la escritora admitió haber redactado el libro con una intención estética
y ética: “escribir algo malvado” (2020, p. 1109).
Lo hizo, según quedó dicho, a partir
de una anécdota cuyo sustrato era real. En efecto, basó la construcción de su
personaje en alguien a quien conoció en París, durante una fiesta efectuada
entre 1962 y 1963:
[Inés] se veía una chica
española normal. La volví a ver en casa de sus patrones, con los pelos
cortados, como disparatados, y la cara extraviada; estaba como loca. Ellos me
dijeron que andaba mal de la cabeza, pero que era buena. Seguí viendo a esa
gente rica, entre la que había cubanos, argentinos y mexicanos, yo les
preguntaba siempre por ella y me decían: ‘Tú no preguntes’. De pronto
desapareció. […] imaginé que le habían hecho horrores, que la habían drogado y
torturado. […] Me daba miedo lo que pudiera hacer ese grupito de snobs si se enteraba de que había escrito esto [la
novela Inés], aunque no uso los nombres reales, ¡Dios guarde!” (López, 2020,
pp. 1104-1105).
Entonces, con base en hechos cuyo desenlace no conoció pero imaginó agreste, Elena Garro concibió la trama
de Inés. Y, a contrapelo de lo indicado por la editorial Grijalbo, donde
se anunció la novela como “un ejercicio literario que recrea el relato erótico
francés y donde no está ausente el homenaje a Sade”, Garro afirmó: “No es un
homenaje, es una refutación a Sade, porque él dice que víctimas y verdugos son
iguales, pero aquí Inés es la víctima. Es una novela muy cristiana” (Vega, 2020,
pp. 1108-1109). Así, en opinión de la autora, la suya era una breve novela cuyo
marco referencial partía de claves cristianas, en la cual abordó un suceso
malvado ocurrido a una joven española criada en un convento, que no recibió
ayuda alguna, ni siquiera la de su dios.
II
Alrededor de esa novela sobre violencia y abyección, las
primeras reseñas periodísticas oscilaron entre la franca animadversión y la
devoción absoluta. Pongamos por caso la que circuló en la revista Nexos, donde Juan José Reyes (1995) hurgó
en el criterio de verosimilitud para apuntar lo siguiente: “Elena Garro, uno se
da cuenta, ha recogido a un personaje de la literatura erótica, para contar una
insuficiente historia de persecuciones, una esperpéntica aventura de
libertinaje no muy claramente alucinado, una malograda historia”; en su opinión,
los conflictos narrados eran inverosímiles y de una oscuridad artificiosa. En
la revista Proceso, en contraste,
José Alberto Castro (1995) evaluó entusiasta el trabajo de Garro como “una
portentosa novela” que “pone en boga a Elena Garro entre los lectores y la
afirma como la más perspicaz de las narradoras mexicanas”. Desde su
perspectiva, las intrigas de la novela demostraban la habilidad de la escritora
para crear ambientes asfixiantes y turbios.
Un año más tarde, Luzelena Gutiérrez
de Velasco (1996) vio en Inés el “tema de la destrucción de la pureza”,
vinculando tal asunto con la estética oscura de escritores como Georges
Bataille y Pierre Klossowski, aunque también con la de dos mexicanos de la
Generación de Medio Siglo: Juan García Ponce (con la novela Inmaculada o los placeres de la inocencia)
e Inés Arredondo (con el cuento “La Sunamita”). En este sentido, la de Garro
sería, según la académica referida, una novela sobre la perversión y la
disolución de límites.
En años posteriores la obra produjo
interpretaciones feministas sobre aspectos como la fragmentación de la
personalidad femenina, “que en un intento de escapar de una estructura
patriarcal asfixiante, termina siendo absorbida por este mismo sistema” (Cruz
García, 2009, p.4), rasgo identificable en la protagonista de la novela. Eso
o su presunto carácter de primicia temática: “es un anticipo del narcorrealismo tan de moda en la literatura
hispanoamericana actual” (Merlo, 2014).
Pero cabe una observación más, sobre
la forma como la novela ha sido juzgada. Algunas veces, la tentación de adivinar
detrás de los personajes garrianos resonancias autobiográficas parece grande,
sobre todo porque, en diversas entrevistas, la autora desplegó una narrativa en
cuyo centro aparecían ella y su hija cual víctimas de persecuciones políticas y
de venganzas conyugales. A guisa de ejemplo puede recordarse lo expresado ante Miguel
Ángel Muñoz sobre el personaje principal de Inés, ya citado líneas atrás: “Pierde su
fervor cuando le pasan esas cosas horribles, además nadie le ayuda, ni Dios y
mucho menos sus amigos, algo muy parecido me pasa hoy día”.
Por lo demás, es cierto que no sólo
aprovechó las entrevistas para construirse una imagen atormentada; también en
sus obras literarias pueden hallarse, debidamente transformadas, anécdotas compatibles
con el contenido de su diario personal (Alba, 2010, pp. 260-271; Alba, 2016). No
obstante, ese procedimiento autorreferencial está lejos de ser exclusivo de su
talento para aprovechar las historias cercanas y puede encontrarse también, con
total claridad, en cuentos y novelas de, pongamos por caso, Julio Cortázar y
Gabriel García Márquez, sin que por eso la crítica literaria pretenda reducir
las obras de ellos a un trasunto de indiscreciones domésticas.
Por ello, en los siguientes apartados
se propone una lectura que evade deliberadamente cualquier interpretación de
orden autobiográfico, pues se antoja innecesaria: la obra de Garro trasciende
las coyunturas personales y vale como expresión literaria de cuño universal. Además,
debe entenderse que la propia autora anunció Inés como un trabajo novelístico y, por ende, como un artefacto
estético supeditado al pacto de lectura a través del cual las acciones contadas
adquieren densidad “real” sólo dentro del universo de ficción.
III.
“Aflicción, congoja, ansiedad”,
“temor
opresivo sin causa precisa”, “aprieto,
situación apurada”, “sofoco,
sensación de opresión en la región torácica o abdominal”,
“dolor
o sufrimiento”, “estrechez del lugar o del tiempo”.
Tales son las acepciones de la palabra “angustia” según el Diccionario de la Lengua Española (2019). También son enunciados de
provecho para dar cuenta de la atmósfera que habita en Inés, una de las últimas novelas dadas a conocer por Elena Garro
(aunque, como se ha dicho, escrita dos décadas antes de su publicación).
Entre los recursos narrativos elegidos
por la autora para conferir a la historia ese carácter espinoso y angustiante
que la caracteriza, destaca uno por su eficacia: el punto de vista de la voz
que refiere los hechos. Se trata de un narrador en tercera persona, pero con el
enfoque que Jean Pouillon (1970) ha denominado visión con, caracterizado
por acompañar el punto de vista de un personaje en particular. Debido a
esta peculiaridad, aunque resulta capaz de relatar acciones ejecutadas por
todos los personajes, la voz que cuenta la historia somete su discurso a la
reducida y parcial perspectiva de uno solo (excepto hacia el final, cuando
tiene lugar un desplazamiento significativo relacionado con el destino de la
protagonista, aspecto que se abordará más adelante.)
La identidad del personaje al lado
del cual se sitúa la voz que enuncia es medular: se trata de Inés, la
protagonista. El empleo de esa focalización permite desplegar una versión sesgada
de los acontecimientos, hecha de los fragmentos de realidad asequibles a ella, doncella
española que padece las enigmáticas y abusivas acciones de sus empleadores, en
los albores de la década de 1960, en París.
Resulta oportuno recordar algunas de
las observaciones que el investigador Alberto Paredes ha hecho sobre la
modalidad de la visión con o narrador con. Por ejemplo, que se
trata de una voz obstinada “en la contigüidad con las notas de subjetivismo y
parcialidad propias de lo humano mediante un narrador que se ha deplazado de la
omnisciencia divina a lo humano, hasta colocarse junto a un personaje
determinado” (1987, p. 43), razón por la cual, quien lee experimenta cercanía
con tal personaje, acompañándolo a lo largo de su historia. No obstante, al
tratarse de una focalización en tercera persona, la identificación no es total.
Añadiríamos que, en el caso de Inés,
por un lado, la cercanía alcanzada es suficiente como para identificarnos con
ella al grado de articular cierta complicidad pero,
por otra parte, mirar desde su perspectiva nos condena a encontrar tan
incomprensibles como le parecen a ella las motivaciones de sus empleadores, y
más adelante captores, para llevar a cabo ceremonias nocturnas extravagantes y
dañinas.
Esas vaguedades o espacios de indeterminación, obligan a quien lee a participar en la
constante resolución de enigmas hábilmente dosificados para generar incentivos.
La historia, contada así, también instaura un caldo de cultivo para la zozobra.
Debido a esto, se trata de un trabajo literario fácil de identificar con una de
las modalidades de la novela negra:
aquella que refiere la historia de un crimen desde el muy subjetivo e
impresionable punto de vista de la víctima. Esta estrategia, como se
comprenderá, aspira a generar empatía, comprometiendo la racionalidad del
lector en un ejercicio de exploración de emociones derivadas de la indócil fragmentación
de la información, tanto como del atroz destino de la mujer inmolada, el cual
parece inapelable desde las primeras páginas de la novela. La verosimilitud de
la paranoia que poco a poco embarga a la protagonista –y a quienes seguimos su
historia– es conseguida a través de esa vía.
Por lo demás, resulta interesante
mencionar que la novela negra suele
incluir una “mirada crítica sobre la sociedad moderna”, así como una “visión
desencantada que sin embargo tiende a preservar frecuentemente un componente
moral” (Corcuff, 2014). En efecto, los claroscuros de la historia de Inés exhiben
un territorio donde luchan, de manera frontal, dos modos de entender el mundo:
uno, desde la solidaridad y la compasión; otro, desde el abuso y la violencia.
Y la lucha es desequilibrada, por decir lo menos. Acaso la indignante sensación
que deja la lectura de Inés se origina en la convicción de que el mal
triunfará siempre, pese a todo intento por afrontarlo por la vía de la razón o
de la fe.
En consonancia con lo anterior, Jean-Patrick
Manchette, citado por Corcuff (2014), ha asegurado esto sobre la novela negra: “el orden del Derecho no
es bueno, sino transitorio y en contradicción consigo mismo. Dicho de otro
modo, el Mal [sic] domina históricamente. La dominación del Mal [sic]
es social y política a la vez. El poder social y político es exacerbado por los
canallas”. En conclusión, “el desorden es estructural”, por lo cual no puede
ser rectificado por un solo individuo.
IV.
¿Por qué Inés, una joven huérfana española, llega a la
residencia donde un grupo de personajes la mantendrá secuestrada? Su emigración
hacia la capital francesa no es decisión suya; ocurre que su primo Jesús
trabaja en una casa del barrio “más elegante” de París y ha recomendado a Inés
para que sirva en ese lugar. Ella, quien fue educada en el convento de San
Sebastián, acata la orden de la Madre Superiora, sor Dolores, según la cual la
joven ha tenido suerte de ser llamada a laborar en “un lugar impecable”. Así es
como inicia el periplo con un tópico de orden simbólico, el del viaje, cuando
la muchacha es despedida en el andén del tren que la transportará hacia el país
vecino, donde trabajará en el servicio doméstico, al cuidado de su primo.
A la modificación del lugar de
residencia, es decir, a esa especie de expulsión de un Paraíso de pureza, orden
e inocencia, representado por el convento, se suma un concienzudo código
nominal situado en el campo semántico de la religión católica, medular a lo
largo de toda la novela: el nombre de la Superiora presagia sufrimientos y el
del convento de origen alude a un martirio brutal, pues, según la iconografía
católica, San Sebastián fue flechado por pretorianos romanos casi hasta morir.
El nombre del primo, finalmente, se refiere al sacrificado por excelencia:
Jesús de Nazaret.
Aquel marco intertextual se afianza
con base en otros elementos cuando, ya instalada en una oscura residencia de la
ciudad de París, la española se convierte en objeto de la minuciosa e incómoda observación
de los visitantes de la casa donde servirá. Dentro de ese universo de ficción,
Garro aprovecha la mirada en dos sentidos. Primero, para construir un lenguaje cifrado,
silencioso pero saturado de sugerencias, entre quienes rodean a la joven;
después, para que la consternada percepción de ésta revele aspectos del ambiente
en derredor: la turbiedad y decrepitud del lugar, la fealdad de sus invitados,
o los objetos abandonados por ellos tras reuniones nocturnas que Inés encuentra
tan escandalosas como ininteligibles.
Adicionalmente, la escritora expresa
en forma simbólica el contraste entre la serena calle arbolada y fresca que
rodea la residencia donde la chica española sirve, y el umbrío domicilio que no
puede abandonar porque Ivette, secretaria del dueño de la casa, retiene sus
documentos migratorios. Cabe insistir en la índole de la actividad de Ivette:
es secretaria, por consiguiente, garante de los secretos del dueño de la casa. Es
relevante atender también el contraste entre libertad y reclusión, pues se refuerza
gracias a otros aspectos: Inés, extranjera en Francia, no habla el idioma
nativo; además, no existe para las leyes del país ya que su llegada nunca se
registra; pese a todo ello, se le urge a cumplir la obligación moral adquirida
al aceptar el empleo. Cualquier intento de fuga, por tanto, es desestimado por
el propio personaje, avasallado por la intimidación, aunque también por un alto
sentido de la responsabilidad, así como por razones que se observarán a
continuación.
La intimidación es fortalecida por la
identidad de Javier, el misterioso dueño de la casa, presentado en la historia
como un gran industrial de extravagantes costumbres. Separado de una esposa a
quien agravia frente a todos, disfruta humillando también a su hija. El
insólito comportamiento, del todo reprobable ante los ojos de Inés, es
aplaudido por un grupo de aliados (Gina, Andrea, Almeida y Torrejón) durante
escandalosas reuniones nocturnas a las cuales arriban mujeres vestidas de
negro, sujetos anónimos envueltos en mantas peruanas y muchachas hermosas convertidas
en piltrafa un día después, cuando vagan por la casa ensangrentadas,
semidesnudas y seguramente intoxicadas. Cardinal es advertir la reiteración del
código religioso asociado una vez más a los nombres, pues dos de las jóvenes
trastornadas, cuya transformación impresiona a Inés cuando limpia los estragos
de una noche de excesos, se llaman María y Asunción.
Pero,
¿qué clase de reuniones son ésas, donde se escuchan discos de larga duración
con letanías remachadas hipnóticamente por una voz que, en un idioma
desconocido, invoca a la Virgen María y el Arcángel San Miguel? ¿Qué hace esa
gente sentada formando un círculo, rodeada por humo y penetrante olor a copal, rodeada
por la flama de velas negras apenas capaces de iluminar la noche, compartiendo
un alimento indefinible y cigarros de misterioso aroma, todo ello al abrigo de
la voz de una tal María Sabina, a quien escuchan con veneración?[2]
Inés no lo sabe y, debido a la focalización del narrador, tan cercana a la
mirada de la protagonista, quien lee no cuenta con más información que ella.
Educada en un convento lejano y hablante de una lengua distinta a la empleada por
quienes asisten a las reuniones, Inés presencia con desasosiego aquel ritual impenetrable,
acentuando su extranjería, su rotunda diferencia.
Ciertamente, no es el único personaje
incapaz de descifrar el sentido de esos acontecimientos. Su primo Jesús, por
ejemplo, echa de menos otra época, cuando la casa era habitada pacíficamente por
don Javier, su esposa Paula y su hija Irene, antes de que Gina se convirtiera
en amante del señor, antes incluso de que la señorita Ivette controlara la
agenda empresarial y los gastos domésticos de éste. Su simplicidad, pero sobre
todo su turbación ante quienes considera poderosos, provocan
que Jesús se muestre torpe para actuar cuando a él y a su esposa se les ordena
recoger sus escasas pertenencias para ser llevados con argucias hasta la
estación de trenes. La culpa derivada de esa inacción lo acompañará más tarde,
cuando vuelva a París, después de varias semanas, busque a su prima y la descubra
irreconocible, deambulando por calles ignotas, macilenta, herida, rapada y
severamente alienada.
Qué hicieron los nocturnos seres con
la servicial doncella española sino aprovechar, precisamente, su sensación de culpa.
En efecto, los malos tratos a los cuales es sometida Irene por parte de su padre, conmueven a Inés, impeliéndola a intervenir. Si en un
primer momento no se atreve a ayudarla cuando es golpeada y echada de la
residencia, en otro, el remordimiento le da valor para esconder a la muchacha
en su habitación, a costa de quedar expuesta ella misma cuando abandona el
precario escondite en busca de comida. Ivette y Almeida aprovechan esa
vulnerabilidad para llevar por la fuerza a la española hasta un domicilio donde
la esperan Javier, Gina y Torrejón, desnudos y rodeados por un ambiente
lascivo. Asustada, cautiva y disminuida de sus facultades debido a que los
alimentos a su alcance le provocan alucinaciones, la muchacha es incorporada en
ritos lúbricos, apenas velados por la narradora. Semanas más tarde y debido a
un ataque de celos de Javier, quien sospecha un flirteo entre Gina y Torrejón, la
cautiva es sacada de ahí, para ser entregada a un contrito y pusilánime Jesús.
Ana Bundgard ha explorado el tema de
la culpa en otras narraciones de Garro. Observa, por ejemplo, que algunas se
inscriben en marcos míticos que hacen posible la redención; digamos, la de
Laura, protagonista del cuento “La culpa es de los tlaxcaltecas”, situada en un
tiempo histórico remoto: “mientras que el amor está ubicado en una especie de
umbral, en una zona de pasaje, la culpa, por el contrario, incorpora al sujeto
a la historia. El amor es por lo tanto ambiguo: salva y condena” (1995, p. 138).
Para Elena Garro, continúa Bundgard, “el amor da identidad, no es un
sentimiento romántico, atemporal, el amor más bien es una acción ética, un
sentimiento de solidaridad, una suerte de fuerza vital que modaliza [sic]
al sujeto con un querer-hacer en la dimensión histórica” (1995, p. 139). La
dimensión casi atemporal pero lóbrega y enigmática donde ingresa Inés cuando
arriba a la casa parisina, en contraste, hace imposible modificar el entorno a
través del amor, pues éste se topa con la indiferencia, la violencia brutal y
el abuso de poder.
V.
A la ya comentada referencialidad religiosa
identificable en los nombres de varios personajes y en diálogos donde se establecen
analogías entre la casa donde Inés labora y el Infierno, debe sumarse el propio
apelativo de la protagonista que da título a la novela. El nombre viene del
griego y significa “puro, casto” (Tibón, 1996, p. 133). En la tradición
cristiana, tal nombre se identifica con una de las denominaciones de
Jesucristo: Agnus Dei, es decir, el
Cordero de Dios. Jesús de Nazaret es la víctima ofrecida en sacrificio por los
pecados humanos, tal como lo indica el profeta Juan el Bautista al verlo: “He
aquí el Cordero de Dios, ved aquí el que quita los pecados del mundo” (Jn 1, 29).
Hay que interpretar ese código también a la luz de la otra denominación de Inés
en la novela: es la doncella de la casa. Según el Diccionario de la Lengua
Española, una doncella es tanto una mujer virgen, como la “criada que sirve
cerca de la señora, o que se ocupa en los menesteres domésticos ajenos a la
cocina”; el personaje es ambas cosas.
Con base en lo anterior es dable considerar
que la forzada participación de Inés en orgiásticas y cruentas ceremonias remite
a una perversión del ritual cristiano, es decir, a una “misa negra”. Si en la versión ortodoxa de la misa el cordero forma
parte de un sacrificio destinado a la salvación, en la heterodoxa su intervención
tiene por objeto conjurar lo sagrado mediante una celebración de la sexualidad
sin frenos y de las drogas como vías de aproximación a perturbados estados de
consciencia. En ese contexto, la procedencia conventual de Inés, así como su
nombre, su estado virginal e incluso el hecho de que trabajara dedicada al aseo,
la vuelven perfecta víctima propiciatoria: es la pureza encarnada que, en un
ejercicio delirante de interpretación, será mancillada para traer los pecados al
mundo.
Tal como el relato erótico francés
utiliza claves de la misa negra para dar
cuenta de búsquedas existenciales ligadas al goce sexual, la novela de Elena
Garro retoma el perverso rito de paso; sin embargo, lo hace para explorar los
pliegues de la culpa y los de la maldad, en su vínculo con el despiadado
ejercicio del poder. Se trata, pues, de aproximaciones literarias del todo
distintas, porque parten de interpretaciones disímiles: la novela francesa (la
de Georges Batalle, por ejemplo), se origina en la convicción de que la ruptura
de interdictos confiere libertad porque amplía horizontes; la novela de Garro,
por su parte, exhibe los límites engendrados por esa que para algunos es
ruptura, pero que resulta ser reclusión, dolor, humillación e imposibilidad
para otros. Así, el violento desborde de límites del grupo que organiza sesiones
orgiásticas bajo el influjo de drogas, lacera el
orden, el respeto y la compasión, que constituyen valores caros a la
protagonista.
Resulta de sumo interés la especie de
epílogo con el cual la escritora cerró la novela, a través de un narrador
omnisciente (Garro, 2008, pp. 170-172). Líneas atrás se indicó que la modalidad
de la voz narrativa con la cual se cuenta la mayor parte de la historia es la
del narrador con (o visión con), y que éste posee la misma
cantidad de información que la protagonista, razón por la cual, pese a que
enuncia en tercera persona, su perspectiva es limitada. Eso hace posible que ni
la protagonista ni quien lee su historia conozcan del todo el sentido de los
acontecimientos donde está inmersa la primera.
Pues bien, la coda que cierra la
novela descubre algunas incógnitas. La más importante se cifra en la señorita Ivette,
mas no en su verdadera identidad, sino en la forma como ella miraba a la joven
española a quien contrató: “era rebelde, irreductible e implacable. […] Su
inteligencia era superior a la normal, su espíritu de análisis, perfecto”
(Garro, 2008, pp. 170-171). De ahí que Ivette no pudiera “permitirse el lujo de
equivocarse o de tolerar irregularidades como Inés” (p. 171). La mirada de ese
personaje, que resulta ser más significativo de lo que aparentaba, obliga a objetar
cualquier intrepretación superficial donde la protagonista luzca ingenua o desvalida.
VI
Con base en lo anterior es posible concluir que, al
erigirse en exploración de la culpa, Inés
supone un examen de la responsabilidad como motor ético de las acciones
humanas. Por ello, lejos de censurar abiertamente a los victimarios de la
protagonista, la escritora exhibe a ésta y aquéllos en una compleja red de
actos donde vale tanto lo que se hace como lo que no. Aquí, la expiación de la muchacha
es entendida como un sacrificio en nombre del bien de otros y es, por tanto, un
acto ético consciente y audaz; pero también es una suerte de acto estético, por
cuanto se plantea como expresión de un comportamiento admirable, armonioso e
incluso sublime, en contraste con la monstruosidad repulsiva de sus adversarios.
Recordemos a Garro, quien afirmó que
deseaba “escribir algo malvado” y que el resultado había sido “una novela muy
cristiana” (Vega, 2020, pp. 1108-1109). Al concluir la lectura cabría considerar
que el contexto no impone a algunos el carácter de víctimas
sino que, de una forma recóndita, oscura e inconfesable, esas personas
sacrificadas en realidad renuncian a la acción para mover a la reflexión,
conscientes de que su audacia –porque lo es– les dará un carácter desvalido sólo
en apariencia, pues fue elegido y no impuesto. Hay heroicidad en la decisión de
enfrentarse al mal, no cabe duda.
No obstante, en la novela el
sacrificio parece condenado al más rotundo fracaso. Hacia eso apunta el código
semántico que estructura la obra, con su alusión constante a quien se inmoló en
una cruz para salvar a otros, en contraste con el final de la novela, centrado
en la falta de empatía de los perpetradores, la cobardía de quienes pudieron
intervenir y no lo hicieron, así como la inútil muerte de quien pretendió modificar
el patrón de abusos. Entonces, a diferencia del esperanzador halo de redención
con el cual concluye la historia de Jesús de Nazareth, la historia de Inés
cierra con un sabor amargo, infructuoso, estéril. Ese desplazamiento de sentido
torna subversiva la propuesta de Garro, pues el holocausto del cordero naufraga:
la ética y la estética de la expiación, encarnadas por Inés, no alcanzan para
vencer al mal.
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[1] Universidad Autónoma de la Ciudad de México,
romero.chumacero@gmail.com
[2] Se
trata, desde luego, de María Sabina Magdalena García (1894-1985), una curandera
mazateca de la sierra de Oaxaca, México, cuyos conocimientos en materia de
hongos alucinógenos fueron ponderados durante las décadas de 1960 y 1970,
cuando se popularizó internacionalmente. En 1995, una periodista preguntó a
Elena Garro: “¿Por qué incluiste [en Inés] el
episodio con María Sabina?”; la escritora respondió: “Porque estaba de moda” (Vega,
2020, p. 1110).