DOI:
Sección
Severino Salazar,
colonialista zacatecano
(La arquera loca, Llorar
frente al espejo, La provincia de los santos)
Oscar Mata Juárez*1
Universidad Autónoma
Metropolitana Azcapotzalco *1
Autor para correspondencia:
Oscar Mata Juárez, emal: omj@correo.azc.uam.mx
Recibido en: 01/10/2019
Aceptado en: 04/12/2019
Severino Salazar nació en
Tepetongo, Zacatecas y, aunque a lo largo de su vida residió en varias
ciudades, jamás abandonó la tierra que lo vio nacer, su terruño: el pequeño pueblo
donde todos los habitantes se conocían; el estado con su interminable desierto,
su tierra roja y su cantera rosa, utilizada para erigir una portentosa y
hermosísima catedral, que todas las tardes se engalana con la visita y los
cantos de cientos de pájaros. Lector de Faulkner y de Rulfo, Severino Salazar
situó su obra narrativa en el estado de Zacatecas, que en alguno de sus cuentos
llegó a extenderse hasta una azotea en la ciudad de México. La escritura de
Severino Salazar da fe de un hombre creyente; en su juventud estudió en un
seminario, que abandonó para dedicarse a las letras. Se dio a conocer con Donde deben estar las catedrales (1984), que obtuvo el premio Juan Rulfo para primera novela, a la cual
siguieron varios volúmenes de cuentos, en cuyas historias no puede dejar de
percibirse, a manera de suave brisa, cierto aliento religioso. Con estas características no resulta extraño
que Severino Salazar se haya interesado en las épocas pasadas de el lugar
donde abunda el zacate, que antes de la Conquista era habitado por unos
indígenas llamados zacatecas, y durante el dominio español fuera la provincia de Nuestra Señora de los
Zacatecas, parte de la Nueva Galicia.
Severino pone su atención en los tiempos coloniales y escribe una trilogía de
novelas cortas: Llorar frente al espejo (1989), La arquera loca (1992) y La provincia
de los santos (1998),
reunidas en el volumen Tres noveletas de
amor imposible (1998). Las
historias que componen las tres novelitas -una labor narrativa que ocupó a su
autor más de una década- abarcan la mayor parte de la Colonia, pues la primera
sucede en el año del Señor de 1599, la segunda un par de generaciones más
tarde, en el siglo XVII, y la tercera se inicia en el otoño de 1790, justo
después de las reformas borbónicas. Todas y cada una de las novelitas, cuya
extensión fluctúa entre las doce y las quince mil palabras, están formadas por
varias historias que se complementan, por lo que es posible advertir algunos
ecos, resonancias y evocaciones de unas en las otras.
Llorar frente al espejo es una nueva incursión, a finales
del siglo XX, en la moda colonialista, cultivada de 1918 a 1935 como un escape
a la brutal realidad de la Revolución Mexicana; también un retorno a uno de los
temas iniciales de la narrativa mexicana: el tribunal de la Santa Inquisición, sobre
el cual escribieron Manuel Payno y José Joaquín Pesado en los albores de
nuestra novelística. Severino Salazar se vale de la principal fuente de los
colonialistas, el Archivo General de la Nación, que en el último tercio del
siglo XIX había servido al general Vicente Riva Palacio para escribir sus
populares folletines como Martín Garatuza,
y décadas después consultaron Luis González Obregón, Artemio de Valle Arispe y
Genaro Estrada, entre otros. La novelita refiere un proceso inquisitorial que
tuvo lugar en la Muy Noble y Leal Ciudad de Nuestra Señora de los Zacatecas. Se
pide la ayuda al Santo Oficio para resolver un asunto de amor irracional.
Desconocido y misterioso
en el cual están involucradas las dos hijas del
corregidor Saavedra Guzmán (encarnación del peninsular prepotente y déspota,
que llega a Las Indias con el propósito de enriquecerse a la brevedad para
desquitar el dinero con el cual compró su cargo en la metrópoli). Sucede que
las dos doncellas se enamoran de don Santiago de Oñate, hijo de uno de los
fundadores de la ciudad, y recurren a toda clase de artilugios, incluida la
hechicería, para ganarse la voluntad del caballero. La novelita refiere las
declaraciones y los testimonios – poco más de una docena- de los vecinos de la
villa ante los integrantes del santo tribunal. En todos y cada uno de los
discursos se advierte, más que el amor a Dios y a la verdad, el temor a la
autoridad eclesiástica, aunque en algunos pasajes no deja de haber algunos
elementos chuscos, a propósito de la cojera de algún testigo. Severino Salazar,
al contrario de los colonialistas, no emplea ningún arcaísmo, pero se vale de
muchas expresiones religiosas, gracias a las cuales la atmósfera colonial
señalada por la cruz e impuesta por la espada nunca deja de sentirse; sin duda un
acierto de un autor que acostumbraba la lectura de las sagradas escrituras. Al
final de la novelita nos enteramos que la gran fortuna de don Santiago de Oñate
se empleó para iniciar la construcción de la catedral de la provincia, esa
monumental oración humana en cantera rosa.
La arquera loca desentona con las dos novelitas de la trilogía en lo
referente a su composición, pues no está bien amalgamada. Es una obra que deja varios
cabos sueltos y no proporciona la información necesaria en algunos episodios.
Resulta un claro ejemplo de lo que a mediados del siglo XIX se consideraba un
boceto de novela, o sea una novela no desarrollada por completo, aunque su
autor hubiera colocado en el papel los elementos que hubieran hecho posible un
mejor trabajo narrativo. Sin embargo, La
arquera loca presenta un tema que no aparece en ninguna narración
ambientada en los tiempos coloniales. Los indígenas o naturales del lugar
fueron personajes literalmente ignorados por los colonialistas, quienes apenas
los mencionaban de manera muy incidental, con la excepción de Jorge de Godoy.
El autor de los cuentos reunidos en El
libro de las rosas virreinales expresa su admiración por las pirámides y
los centros ceremoniales de nuestros ancestros, asi como por los múltiples
dioses de su maravillosa teogonía, poética y cruel (de Godoy, 1923, p. 183). Severino
Salazar logra un acercamiento mayor con nuestras culturas autóctonas. La
historia principal de La arquera loca
es la búsqueda que don Polideuces Berumen emprende para encontrar a su hermano
mayor, desaparecido un año atrás durante un combate contra los indios ladinos.
No se sabe si está vivo o muerto, lo cierto es que el mayor de los Berumen
arrancó el salvajismo de las tierras chichimecas, a las cuales llevó la
civilización. Tras varios meses por fin se encuentra cara a cara con su
hermano, a quien identifica por una estrella de seis puntas que su madre grabó
en la nalga derecha de sus dos hijos antes de viajar al Nuevo Mundo. Polideuces
ha estado a punto de quitarle la vida a su hermano en combate, quien al
sentirse derrotado se abandonó a su destino. La estrella impidió que cometiera
el fratricidio y jubiloso por haberlo encontrado con vida, le propuso que de
inmediato regresaran a la estancia de los Berumen. Pero su hermano mayor se
negó hablándole así: Hombres sin límites habitan estos desiertos, estas
praderas, estos interminables plantíos de catos, sin límites tampoco. No hay
límites ni entre los hombres ni su paisaje. Por lo tanto, creo que no tienen
dios como nosotros (Salazar, 1992. P. 35). El salvaje se refiere a la
espiritualidad que ilumina a los seres humanos y les permite ver a Dios, a la
divinidad.
Paginas atrás, doña Isabel
Termiño de Berumen, había expresado una idea que estaba en la mente de todos
los españoles y habían usado para justificar esa brutal e inhumana explotación
que sufrieron los indígenas durante la Colonia: Yo creo que ningún indio tiene
inteligencia y entendimiento. Dios se las negó (Salazar, 1992, p. 24). Su
cuñado, antaño un cristiano propagador de la verdadera fe, tras convivir con
los supuestos salvajes había llegado a conclusiones muy diferentes. Su mente
primitiva tiene una idea más grande. Es incomprensible para nosotros, la idea
de él se diluye en la inmensidad de su interior y de su exterior. Ellos mismos
se creen diluidos en el Universo (Salazar, 1992, p. 35). El salvaje resulta un ser libre, sin ataduras, dista
mucho de ser el demonio, sino un ser con otra concepción de la divinidad: cree
en dios natural, diferente al dios institucionalizado que los españoles
presentan como el único dios verdadero.
Imposible encontrar esta concepción, al
unísono primigenia y absoluta, de Dios, de la divinidad, en la narrativa
colonialista, cuyos cultivadores eran buenos cristianos, la mayoría abogados de
profesión. Estos cuentistas y novelistas se ocuparon de asuntos en los cuales
intervenía el demonio, o se practicaba el judaísmo; bastantes de sus textos nos
hablaban de milagros o de vidas ejemplares, llenas de amor a Dios y a su
Santísima madre, pero jamás presentan una concepción de la divinidad tan
prístina como la que presenta el alguna vez seminarista Severino Salazar, la
cual le confiere un valor muy especial a La
arquera loca. La religiosidad en bastantes ocasiones ciega, fanatiza; la espiritualidad,
en cambio, da luz, ilumina la vida.
En cuanto a cuestiones prosaicas, la historia
principal de La arquera loca bastaba
para construir un texto magistral: el buen cristiano que busca y encuentra a su
hermano mayor y quiere llevarlo de regreso a la civilización, pero este ser
humano encuentra una realidad mejor, con un sentido religioso más pleno en lo
para muchos es la barbarie. Posiblemente la anécdota pudo haber dado material
para un cuento, que se convirtió en una novela corta por el interés que la
narración brinda a una venta en el camino, un hospitalario refugio a mitad de
la llanura, donde se puede disfrutar de alojamiento, una comida exquisita
acompañada de buen vino y excelentes pláticas de sobremesa, en las cuales los
comensales refieren historias llenas de interés. La hija del dueño de esa venta
es una hermosa joven, que por desgracia está loca y se pasa las horas
tirándoles flechas a los huéspedes, mismas que pasan rozando a los visitantes,
pero que milagrosamente jamás los tocan. Esta segunda historia no carece de
interés, pero Severino Salazar no consigue que ambas se entreveren con armonía;
además menciona el regreso a la estancia del hermano mayor, de quien nunca se
sabe su nombre, y la muerte de don Polideuces Berumen a causa de una de las
flechas de la arquera, que en esa ocasión sí acabó con la vida de un cristiano.
La provincia de los santos es una novelita epistolar que
refiere el viaje de un capellán a la ciudad de Zacatecas, con el firme
propósito de aprender a hacer milagros. A pesar de que ya cuenta con bastantes
años de ejercer el sacerdocio, este clérigo de mediana edad aún no ha sido
capaz de hacer un milagro, uno de esos prodigios que escapan a la comprensión
humana y le granjean a sus autores el respeto de sus pares, la devoción de los
fieles y no pocos beneficios terrenales. El ejemplo a seguir es el obispo de la
provincia, el gran juez y parte de los milagros, siempre festejado y exaltado
por los exégetas, críticos y comentaristas de cuanto acto milagroso o milagrero
tienen noticia; en verdad no pasan de ser unos parásitos que viven
aprovechándose de la buena fe de los fieles. En contraparte, luz en las
tinieblas de la vanidad humana, en el desierto existe un anacoreta, autor de un
milagro, uno solo, cierto y verdadero, que vive alejado de los hombres y muy
cerca de Dios Nuestro Señor. La narración del capellán es una censura, una
crítica a la pecaminosa y escandalosa vida que llevaban no pocos miembros del
clero, sobre todo los altos prelados, a finales de la época colonial. En las
misivas que dirige a su monaguillo, hay una suave, sutil burla que jamás llega
al enojo, menos a la furia, pues en su corazón no tienen cabida la envidia o la
condena a sus superiores. De seguro como premio a su conducta cristiana y virtuosa,
al capellán le es concedida la suprema gracia de realizar un milagro, justo
cuando le daba la extremaunción a un moribundo; el prodigio impacta de tal
manera a su monaguillo que lo convierte en un exégeta. Alabado sea Dios
En 1926, Genaro Estrada
puso el punto final a la moda colonialista con Pero Galín, cuyos dos
primeros capítulos, Género y Ometecuhtli y Habedes se burlaban de los
cuentos, novelas y novelitas de tono arcaizante (Estrada, 1926), lo cual no
impidió que don Artemio de Valle Arizpe siguiera ocupándose de temas y asuntos
relacionados con la Colonia hasta el último día de su larga y fructífera vida.
De la misma forma, la suave burla de Severino Salazar a la burocracia
eclesiástica de ninguna manera resultó un impedimento para que en su narrativa
posterior continuara la impronta religiosa que ilumina su obra.
Bibliografía:
de Godoy, J. (1923). El libro de las rosas virreinales. México: Herrero hermanos
sucesores.
Salazar, S. (1984). Donde deben estar las catedrales. México: Katún.
Salazar,
S. (1992). La Arquera loca. México:
UAM Azcapotzalco.
Salazar,
S. (1998). Tres noveletas de amor
imposible. México: UAM Azcapotzalco.
Salazar,
S. (1989). Llorar frente al espejo.
México: UAM Azcapotzalco.