La relación entre conocimiento y entorno: sus alcances educativos

The relationship between knowledge and environment: its educational scope

 

Abel Pérez Ruíz[1]

Resumen

El presente ensayo busca resaltar la importancia de la relación del conocimiento con el entorno para situar sus efectos en la vida educativa de los individuos como parte de la comprensión del pensamiento acerca del mundo y de nosotros mismos. Desde esta óptica, el proceso de enseñanza no puede concebirse por encima de las realidades locales que producen sus propias narrativas de significado, lo cual hace de la educación una oportunidad de exploración alrededor de los códigos bio-culturales que organizan el vínculo entre el ser humano y la naturaleza.           

Palabras clave: Conocimiento, entorno, cultura, educación.

 

Abstract

This paper seeks to highlight the importance of the relationship of knowledge with the environment to place its effects on the educational life of individuals as part of the understanding of thought about the world and ourselves. From this view, the teaching process cannot be conceived above the local realities that produce his own narratives of meaning, which makes education an exploration opportunity around bio-cultural codes that organize the link between human being and the nature.  

Keywords: Knowledge, environment, culture, education.  

 

Recibido: 2019-08-28

Aceptado: 2020-01-11

 

 

Introducción

Toda práctica orientada al servicio de los otros, como es el caso de lo educativo, supone el despliegue de un conocimiento espacial y temporalmente situado. Bajo esta premisa, la relación que mantienen los seres humanos para intercambiar o transferir información descansa en un cuerpo de saberes en el cual van contenidos diversos componentes de orden cognitivo, moral, normativo y procedimental que, en conjunto, permiten hacer comprensible una realidad y darle sentido a una facultad de realización, tanto en el plano social como en el individual. La gama de conocimientos locales adquiere una singular relevancia porque hace posible la conformación de un esquema de significados por el que emergen proposiciones de índole cultural para ordenar, clasificar y legitimar una visión colectiva junto con sus respectivas manifestaciones prácticas.  

Desde este punto de referencia, una preocupación que se requiere poner de relieve es cómo resaltar la dimensión cognitiva-espacial dentro de las finalidades educativas del siglo XXI, dado que la noción dominante a gran escala para alcanzar un mejor aprovechamiento escolar -especialmente en el nivel básico- le ha concedido escasa o nula importancia a la condición territorial, regional o local como generador de saberes orientados al entendimiento del universo de cosas existente; esto es, cuando no se pasa por alto se considera al lugar simplemente como un elemento contextual o referencial ineludible, pero sin otorgarle un valor sustancial en la construcción del conocimiento en las escuelas.

En buena medida, esto se debe al carácter hegemónico de la racionalidad occidental -heredera de la Ilustración y del avance industrial- la cual eleva a la razón como el criterio único de conocimiento válido y al desarrollo científico-técnico, de corte instrumental y pragmático, como la clave primordial para ordenar la relación entre el hombre y la naturaleza, con lo cual se desacreditan o invalidan otros modos de comprensión cognitiva. Esta fuerza ideológica del pensamiento occidental conlleva a naturalizar el carácter de las relaciones sociales bajo un modelo civilizatorio sobre el que se asientan valores y principios alrededor de la historia, el bienestar, el modo de vida, el progreso y el saber (Lander, 2000).

En materia educativa, este modo de pensar único conduce a situar los contenidos curriculares como dispositivos incontrovertibles por sí mismos y sin posibilidad de diálogo con otros referentes de conocimiento a partir de los cuales el ser humano capta, elabora y resignifica su lugar en el universo. En paralelo, se asume el quehacer pedagógico como un dominio pautado, esencialmente, por procedimientos técnico formales para alcanzar determinados estándares de aprovechamiento, dirigidos a grupos de estudiantes con posibilidades homogéneas  de aprendizaje y con expectativas de realización más allá de los contextos.      

En virtud de lo anterior, el propósito del presente ensayo es examinar – a partir de un enfoque construccionista- el modo en que conocimiento y entorno poseen una vinculación estrecha en los esquemas de pensamiento y acción de los colectivos humanos, para de ahí analizar cómo repercute esta relación en la práctica educativa así como las implicaciones que dicho tratamiento aporta para la comprensión del fenómeno pedagógico en la sociedad actual.                

El factor local en la construcción del conocimiento

Quizá sobre decir que el conocimiento[2] no se produce en el vacío puesto que las relaciones humanas, junto con las obras que las acompañan, se originan y sostienen en lugares determinados. Sin embargo, esto que parece ser una obviedad requiere revisarse con más detenimiento por cuanto la condición de un lugar -llámese localidad, región, territorio o comunidad-[3] no se determina exclusivamente por alojar a diferentes grupos sociales mediante formas específicas de organización y regulación de sus intercambios, sino además por servir como espacio de generación de saberes y prácticas propias, cuya significación permite guiar y justificar una variedad de circunstancias cotidianas imbricadas con el entorno. Desde tal punto de vista ¿cómo se produce esta imbricación?, ¿qué elementos la animan?, ¿qué aspectos confluyen para darle una cierta particularidad distinguible?  

Para dar respuesta a estas preguntas se parte de un enfoque construccionista social, el cual tiene como principio epistemológico fundamental que la aprehensión de la realidad es resultado de una construcción emprendida socialmente; es decir, es producto de actos humanos por los que se llega a interpretar, describir, ordenar y codificar -a través de las generaciones- nuestra relación con nosotros mismos y con el mundo. Desde esta aproximación, dichas elaboraciones son contextuales o situadas espacial y temporalmente, por lo que existen diversas manifestaciones intersubjetivas para nombrar y valorar el carácter de nuestra presencia pública como parte de un pluralismo cultural (Gergen y Gergen, 2011).    

En tal sentido, todo espacio representado e intervenido por los seres humanos posee una valoración simbólica e instrumental, la cual es producto tanto de las facultades pragmáticas para resolver necesidades de distinto orden en nuestro actuar cotidiano como de las fuerzas expresivas e intangibles que impregnan de sentido los vínculos sociales. Por esa razón, los elementos que nos rodean en forma de valles, caminos, ríos, lagos, páramos, sierras o costas no son meros escenarios accesorios del devenir humano o simples áreas de distribución social para garantizar la subsistencia de nuestra especie, son espacios de pertenencia intersubjetiva en los que discurren simbologías y prácticas culturales diversas. Estas “membresías” de orden cultural (McCall, 2011) se acompañan de una historia local contenida de experiencias sociales que inciden en la construcción de una identidad ligada al ambiente, la cual queda de manifiesto a través de la vestimenta, los cantos, la comida, los rituales, las festividades, las leyendas y los valores compartidos. Junto con ello, dichos arraigos se rodean de conocimientos distintivos enfocados al control y uso del medio para aprovechar los recursos disponibles como parte de una necesidad común.  

Cada sitio en el que se hace presente la actividad humana está alimentado de saberes por medio de los cuales se instauran modos de vida, se ordenan los mecanismos de reciprocidad, se instituyen códigos para vigilar el actuar público, se generan principios de identificación y diferenciación social y se crean condiciones de apropiación y aprovechamiento de los espacios. A través de estos conocimientos acumulados a lo largo del tiempo los lugares adquieren una <<naturaleza antropizada>> (Giménez, 1999), es decir, se recrean como realidades sujetas a la intervención material e interpretación simbólica de los grupos humanos. La vivencia del espacio, por ende, hace posible que los bienes ambientales entren en conexión con las expresividades de los sujetos, propiciando un lenguaje, destrezas, memoria colectiva, así como formas de comprensión y razonamiento que dan cuenta de una situación geoespacial marcada dialécticamente por la continuidad y el cambio.   

Desde un plano cognitivo, los lugares se conciben no sólo como puntos de ubicación física sobre los que se ejercen de continuo acciones humanas objetivas, sino además como marcos de significación para referir conceptualizaciones que orientan una visión del mundo y de las personas. Mediante este proceso se crean categorías, proposiciones, esquemas, modelos o representaciones que proveen de herramientas para actuar sobre el entorno, utilizándolo, moldeándolo o modificándolo según los requerimientos o conveniencias del colectivo e impregnándolo de contenidos más o menos compartidos para posibilitar la ordenación y comunicación entre los miembros del grupo. Esta facultad da pie a la elaboración de narrativas que auxilian en la adaptación y aprendizaje de la realidad por medio de la socialización. Bajo este mecanismo, los sujetos adquieren, seleccionan, jerarquizan e intercambian aquellos elementos que les permitan comprenderse a sí mismos en su relación con los otros y con su contexto.                         

Este cúmulo de conocimientos es resultado de construcciones socio-históricas que los seres humanos han desarrollado en forma de abstracciones, generalizaciones e idealizaciones como una manera de articular sus facultades sensoriales con la organización del pensamiento. Uno de los rasgos distintivos de este agregado de saberes es que se articula, con diferentes grados de conciencia e intención, en los dichos, las acciones, las creencias o las imágenes que dan cuenta de cómo se capta la realidad del mundo y, en consecuencia, de nuestro papel dentro del mismo. En palabras de Schutz:

A este acervo de conocimiento a mano pertenece nuestro conocimiento de que el mundo en que vivimos es un mundo de objetos más o menos bien determinados, con las cualidades más o menos definidas, entre los cuales nos movemos, que se nos resisten y sobre los cuales podemos actuar. Sin embargo, ninguno de estos objetos es percibido como si estuviera aislado, sino como situado desde un primer momento dentro de un horizonte de familiaridad y trato previo, que, como tal, se presupone hasta nuevo aviso como el acervo incuestionado –aunque cuestionable en cualquier momento- de conocimiento inmediato (Schutz, 1995, p. 39).         

Al organizar cognitivamente de esta forma nuestra experiencia le otorgamos un significado a las situaciones cotidianas, siendo los elementos medioambientales recursos para hacer comunicable e inteligible lo que nos acontece como personas dentro de un entramado cultural. Esto último puede ilustrarse, a nivel lingüístico, con el uso de las metáforas o alegorías encaminadas a asociar una imagen de nosotros mismos con una representación de nuestro ambiente. Por ejemplo, cuando se quiere dar cuenta de una cualidad: “tan fuerte como un roble”; de una condición: “viejos los cerros y aún reverdecen”; de una voluntad: “si la montaña no viene a ti, tú ve a la montaña”; de una ironía: “te mueves como un tronco”; de una aspiración: “ser libre como el viento”. Estas elaboraciones actúan como formas de razonamiento cotidiano que están disponibles culturalmente para enfatizar, enriquecer o sencillamente ejemplificar el sentido de las acciones humanas como parte de un intercambio social de experiencias.

Alternativamente, la dimensión espacial genera también imágenes significativas capaces de mover emociones y arraigos de manera colectiva por cuanto condensan o sintetizan una historia, un origen o un destino. Tal es el caso de los mitos fundacionales ligados directamente con la condición del lugar desde donde se representan determinadas circunstancias, atributos, infortunios o desafíos sobre los cuales los seres humanos se han asentado y desarrollado una cultura. Basta citar, como ejemplo, la formación de Tenochtitlán por parte de los mexicas quienes, después de un largo peregrinar por la región norte de México, erigieron su ciudad en medio de un valle en el que un águila devoraba a una serpiente; o bien el caso de los quechuas quienes fueron creados por obra del dios Viracocha, cerca del lago Titicaca en un lugar llamado <<Tiahuanaco>> en el que se tallaron en piedra al primer hombre y a la primera mujer en un punto de intersección entre los territorios de Bolivia, Perú, Argentina y Chile.                 

Así pensados, los lugares guardan una historia compuesta de contenidos ideales o míticos que dan pie a procesos de singularidad y contrastación en términos identitarios. A través de estas pertenencias locales es como se llegan a establecer distintivas experiencias de vida. Bajo esta condición, los miembros del colectivo desarrollan modos de conocer y, al mismo tiempo, una conexión entre sus posibilidades de acción y el medio natural aprehendido culturalmente[4] (Varese en Czarny, 2007). Sobre la base de esta diversidad, los actos humanos se despliegan en una multiplicidad de manifestaciones que de continuo desafían los enfoques unitarios de pensamiento. En la actualidad, esto último se advierte en la difusión cada vez más extendida de cosmovisiones culturales al amparo de la globalización y de la denominada sociedad del conocimiento, la cual en su expresión económica promueve como criterio único de prosperidad la inversión en avance tecnológico, investigación y desarrollo, cuya racionalidad supone ir más allá de realidades altamente complejas, heterogéneas y contradictorias.         

Por otro lado, la pluralidad de concepciones relativas al espacio vivido discurre o se contrapone a narrativas que hablan sobre la disolución de las fronteras y la uniformidad de los estilos de vida producto de la amplitud de los flujos de intercambio global (Badie, 1995; Reyes, 2011), con lo que las excepciones culturales –mayormente evidentes por el mismo proceso planetario- pueden en determinadas circunstancias generar proyectos de reivindicación grupal como mecanismo definidor de posiciones e intereses por parte de la comunidad (Montaño y Delgado, 1998). Es así como se presentan formas discursivas y de acción colectiva ligadas al lugar desde donde se cristaliza un sentido de sí mismo como parte de un proceso de conservación y sobrevivencia en tanto estrategia cultural. En este esfuerzo, la identidad de un grupo se construye al ritmo de sus propias prácticas comunes, volviéndose pública en función de un ordenamiento espacio temporal.[5]

Esta posibilidad de construcción de una narrativa propia para dar cuenta del mundo se opone, como es fácil advertir, al racionalismo occidental que desconoce o desestima las expresiones alternativas en materia de conocimiento. Existe hoy en día un renovado interés en la discusión sobre los principios civilizadores de los pueblos originarios quienes, a través de una epistemología más centrada en la complementariedad entre individuo-naturaleza, conciben al tiempo y al espacio como parte de una totalidad integral gobernada por ritmos de vida múltiples y no como elementos fragmentados e independientes, sujetos a un curso unívoco pautado por las directrices de la modernidad. En esta perspectiva, la tierra, el territorio, la comunidad en sí, son expresiones vivas que organizan los procesos por los cuales los individuos asumen y refrendan un ethos colectivo, una visión idiosincrática, un lenguaje, un plan de vida y una comunicación con el entorno.

Desde este plano, mientras el signo de la actual globalización económica se caracteriza cada vez más por la mercantilización del universo de cosas existente, incluida la propia naturaleza,[6] al tiempo que busca imponer una lógica calculadora, pragmática e instrumental en torno a la comprensión del ser humano en su relación con el mundo, se hacen presentes –con diferentes grados de visibilidad- otras voces imbuidas de pensamientos complejos, ancestrales y diversos. Para dichas manifestaciones, no ha sido sencillo históricamente competir con la noción eurocentrista, basada en el sujeto racional y dominador de su medio, por cuanto el paradigma civilizatorio occidental ha impuesto ideológica y políticamente una idea de progreso humano centrada fundamentalmente en la oposición sociedad/naturaleza, mente/cuerpo, razón/sentimiento, a partir de la cual el bienestar se concibe como el cúmulo de resultados materiales más allá de lo intangible.

Esta ideología eurocéntrica se acompaña de una teoría del conocimiento de corte materialista y empirista por medio de la cual el pensamiento se sostiene por criterios de cientificidad racional como única vía de acceso a la verdad.[7] De este modo, los elementos medioambientales manifestados en plantas, animales, insectos, litorales, bosques, selvas, son “agentes externos”, concebibles sólo desde su peculiaridad biológica o geográfica que los vuelve objetos de conocimiento, pero desprovistos de una sustancia propia que los conecta con el universo axiológico y emocional de los seres humanos. Para un autor como Stefano Varese, este enfoque subvierte las posibilidades de una interpretación más profunda y contextualizada de las relaciones entre cultura y naturaleza donde el “lenguaje del lugar” se enraíza sustantivamente en una condición ecológica más que en una inteligencia calculadora e instrumental. De ahí que al referirse al lenguaje de los pueblos indígenas señale que:

[…].ésta me parece ser la razón por la cual un cambio paradigmático que acentúe más el “topos” que el “logos” y lo “espiritual-sagrado” junto con lo productivo-económico, es necesario para entender a los pueblos indígenas en su relación con la naturaleza-mundo. El lenguaje cultural indígena está construido alrededor de unos cuantos principios y una lógica cultural o topología cultural que privilegia la diversidad (bio-cultural) y la heterogeneidad sobre la homogeneidad, el eclecticismo sobre el dogma, la multiplicidad sobre la bipolaridad (Verase, 2018, p. 9).   

A partir de esto, el sistema de conocimientos y las prácticas culturales por parte de las comunidades son manifestación del esquema moral, identitario y organizativo sobre el cual se edifica una densa red de significados que contribuye a la existencia de un sentido sacramental del lugar. De este modo, el espacio adquiere una concreción no sólo en términos de una delimitación geográfica, sino especialmente por dejar constancia de una historia ancestral ligada al territorio que sirve de vehículo para la reciprocidad, el diálogo, la contrastación, la ritualidad y la comprensión de las relaciones sociales. El vínculo con el espacio conlleva a ejercer un cuerpo de conocimientos para referir una pertenencia frente a otros tipos de arraigo más allá de la condición física. En este proceso los individuos le dan forma a su cultura como una manera de definir lo propio y lo diverso, lo opuesto y lo complementario.

La expresividad se constituye entonces en una dimensión indisociable del entorno por cuanto envuelve de contenido las relaciones humanas junto con los productos objetivados en forma de artefactos e instituciones que regulan la vida de toda entidad social. Es por ello que la condición espacial es reflejo de una construcción biocultural en la que coexisten y se afectan recíprocamente los componentes medioambientales con las manifestaciones materiales y simbólicas de los individuos. Es con base en esta íntima vinculación como es posible la presencia de signos, códigos, señales e imágenes que orientan una forma de comunicación para hacer inteligible el intercambio social. Al mismo tiempo la existencia de creencias, intuiciones, contemplaciones y destrezas prácticas logran organizar e incidir en la creación y resignificación permanente del mundo.  

 

La <<ecología del aprendizaje>>: algunos apuntes       

La información que nos provee el entorno es adquirida no sólo como una manera de contemplar la singularidad del espacio vivido, se incorpora además como un medio de ordenación intersubjetiva para orientar las lógicas de pensamiento y acción de los distintos grupos humanos. Es a través de la recurrencia espacio-temporal de los actos cotidianos -ligados íntimamente con un esquema de significados culturales- como se canoniza una variedad de conocimientos en tanto expresión ontológica del mundo. Este cuerpo de saberes es producto de una pertenencia colectiva, más allá de los mecanismos de apropiación individual, y supone –para efectos de su transmisión- auxiliarse del componente relacional implicado dentro del desenvolvimiento regular de los sujetos (Gergen, 2011).    

La posibilidad de aprendizaje, como vía de sostenimiento colectivo, implica un proceso de selección y clasificación de aquellos contenidos culturales que permiten a los individuos relacionarse con su medio y desarrollar un mecanismo de comunicación como parte de un entendimiento recíproco. La organización de la experiencia vivida se nutre de aprendizajes encaminados a la conformación de personas diestras para definir e identificar situaciones de la vida cotidiana en una diversidad de espacios y bajo una variedad de alternativas. Desde esta perspectiva, el aprendizaje es un modo de estar y hacer en el mundo a partir de la propia vivencia y de la forma en que se instituyen las relaciones vitales con los otros. Por ello, aprendizaje y experiencia son dos componentes estrechamente ligados por cuanto constituyen una expresión del “vivir” por medio del cual las personas perciben, juzgan, reflexionan y realizan una multiplicidad de actos acorde a su contexto.      

La valoración del saber, dentro de una situación territorial específica, se corresponde con la posibilidad del intercambio continuado de apreciaciones, razonamientos y creencias sobre la naturaleza del mundo, con lo cual se hacen notorias las capacidades de los individuos para desenvolverse en la cotidianidad mediante actos de intervención que moldean un espacio vital concreto. De esto se desprende que la “visión de las cosas” –con la que frecuentemente se asocian los modos de pensar de los colectivos humanos- no es simplemente una representación animada por la fuerza de una tradición, constituye la forma en como se configuran los planes de vida tanto para los individuos como para los grupos en tanto mecanismo definidor y regulador de sus prácticas.        

Todo esto en conjunto es lo que, para Bril (1991), representa una “ecología del aprendizaje” en la cual se inscriben dos procesos distintos pero complementarios; por una parte el aprendizaje como tal en referencia a un medio en el que no sólo existe la interacción con las personas, sino además la relación con los artefactos y con el entorno ambiental en general para adquirir los elementos propios de la cultura de pertenencia; y por otra parte la transmisión como experiencia comunicativa para la transferencia de las facultades cognitivas y motrices necesarias para la participación dentro de la vida social. En tal virtud, la naturaleza del objeto de aprendizaje guarda relación directa con la situación en la que los saberes adquieren un significado y dan pauta para la reproducción de determinados contenidos sobre los cuales se organiza una vivencia en común. 

Esta comprensión del aprendizaje, desde un tamiz ecológico y cultural, en las instituciones educativas no se le da la suficiente importancia ni el tratamiento adecuado, ya que la educación formal parte de principios generales de conocimiento, organizados y normados por criterios disciplinares asentados en una currícula, pero sin ofrecer la oportunidad de encontrar líneas complementarias en la construcción y búsqueda alternativa del saber (Martínez, 2008). El saber entendido como “vivencia del espacio” supone el reconocimiento de múltiples manifestaciones simbólicas, valorativas y cognitivas acerca del ser y su articulación con el mundo; circunstancia que exige a las escuelas generar opciones diversificadas en materia pedagógica, mucho más cercanas a las condiciones locales más allá de la observancia general de los esquemas curriculares.

En estos últimos, por lo general, la dimensión cognitivo-espacial no es preponderante en virtud de una herencia universalista centrada en la razón desde criterios absolutos y globales, lo cual no ha generado respuestas plenamente satisfactorias ante realidades sociales cada vez más diferenciadas, fragmentadas y contradictorias. Por lo que es necesario repensar los proyectos educativos a partir de las miradas, concepciones y evocaciones de los “otros mundos”, resaltando sus particularidades y complejidades como valor de conocimiento. Esto permitiría aprender desde la condición de lo diverso que distingue a las prácticas humanas en una variedad de posibilidades, alternativas y derroteros. Así, el currículo dejaría de ser simplemente un cuerpo organizado de contenidos formales, en el que tácita o explícitamente se invisibiliza la desigualdad de los grupos, para convertirse en una herramienta de perfeccionamiento humano y de compromiso moral para las nuevas generaciones.          

A partir de esta concepción, el componente experiencial posee un sentido educativo en función de representar el carácter de las interrelaciones personales y sus efectos en la forma de organizar el conocimiento en torno al ambiente que nos rodea. En términos pedagógicos, lo anterior implica un compromiso <<biocultural>> en el que profesores y alumnos estén en posibilidad de actuar en y para el mundo, y no por fuera de él. De ello se desprende que la relación con el conocimiento es un proceso exploratorio, contingente y selectivo por el cual se construyen narrativas encaminadas a visualizar a la escuela como parte de una encarnación ideológica y material dentro de la compleja red de interconexiones entre naturaleza y cultura. En este sentido, la educación, como experiencia social, no puede pasar por alto su impacto en la forma en que los individuos toman conciencia de sus intereses o expectativas, las cuales comúnmente se encuentran contextualizadas y ordenadas bajo principios de regulación política, ideológica y moral (Giroux, 1997).    

La tarea pedagógica, en tanto mecanismo de aprendizaje, tiene como una de sus metas fundamentales ampliar los límites del pensamiento para una mayor comprensión del mundo que nos rodea. En este proceso, lo humano no debe estar separado o en confrontación con lo natural; por el contrario, ambos dominios deben concebirse como aspectos indisolubles para el desarrollo social. De ahí la necesidad de entender la adquisición del conocimiento en términos de un <<diálogo>> no únicamente entre profesor-alumno, sino además entre escuela y entorno, donde las vivencias y los saberes originarios sean referencias indiscutibles de la creatividad, la riqueza y la amplitud humana. Como parte de esta condición dialógica, es necesario trascender la visión de la enseñanza como un acto programado y linealmente encaminado a determinadas finalidades educativas abstractas y generales. Se requiere más bien entenderla como un ejercicio de mediación cultural; es decir, como una ruta para hacer comprensible la relación del alumno con su entorno inmediato a través de la asociación, comparación e intercambio de las experiencias escolares con las creencias, prácticas o costumbres presentes en la comunidad de referencia.

En este punto, la intervención cultural por parte de los estudiantes por medio de la socialización escolar puede reforzar su vínculo comunitario así como fortalecer un saber hacer propio del grupo social al que pertenecen. A esta posibilidad Wulf (2016) la concibe como parte de un <<aprendizaje cultural mimético>> presente en los primeros años de los individuos, el cual consiste en imitar ciertas prácticas de los adultos con el fin de asimilar los productos materiales y simbólicos que la comunidad es capaz de generar a lo largo del tiempo. En algunos contextos esto llega a hacer de la escuela un importante agente comunitario debido a que permite la continuidad y cohesión social de la localidad. En ello reside, en buena medida, su fuente de legitimidad haciendo de la figura del maestro un referente no sólo moral, sino además en un promotor activo de la cultura y el saber local.[8]    

Sobre esas bases, los saberes del maestro extienden el carácter del quehacer pedagógico por cuanto su relación con el medio social le permite identificar otros conocimientos y modos de percibir la realidad, logrando con ello ampliar el horizonte de sus esquemas prácticos al momento de desarrollar un tema, ilustrar una situación, resolver un problema o establecer un código de convivencia en función de un referente cultural. Esto es fundamental para comprender cómo en ciertos ambientes educativos la labor de la enseñanza no está desligada de los usos culturales del entorno. Esta particularidad hace del proceso educativo un medio para construir identidad al tiempo que desarrolla determinados conocimientos, aptitudes, valores y habilidades para ampliar y enriquecer las exigencias curriculares. Desde esta mirada, los valores educativos se examinan en función de los significados propios del contexto social de pertenencia. En consecuencia, el aprendizaje deja de ser sólo mera expresión de una racionalidad institucionalmente deseable, convirtiéndose en una manifestación individual y colectiva de determinantes socioculturales más amplios.   

A nivel curricular, los discursos que codifican la vida educativa de los alumnos no escapan de las convenciones lingüísticas de los distintos grupos culturales que sirven para definir, categorizar y explicar las cosas, lo cual deja siempre abierta la posibilidad de la réplica y de la búsqueda por nuevos horizontes de entendimiento. Bajo este planteamiento, el docente tiene la facultad de trabajar los contenidos educativos no como unidades cerradas e irrefutables, sino como oportunidades de desafío y exploración alrededor de los códigos bioculturales existentes como una forma de producir nuevas subjetividades e identidades colectivas. Esta posibilidad implica enfrentar una condición institucional que tiende cada vez más a reducir la autonomía de los docentes y a intensificar más su labor desde parámetros centralistas y burocráticos de control. Esto último como parte de un esquema que prioriza el rendimiento del estudiante a partir de métodos de enseñanza que sólo buscan cubrir exigencias curriculares estandarizadas e inflexibles.

Romper dicha condición, junto con los discursos hegemónicos que la justifican, supone que el docente abandone la concepción objetivada de su posición dentro de la labor educativa como simple ejecutor de situaciones didácticas que, por lo general, están desvinculadas de su realidad y diseñadas desde criterios indiferenciados de acceso al conocimiento. En su lugar se requiere edificar una autonarrativa proyectada hacia la idea de un sujeto crítico y reflexivo, consciente del valor trascendente de su tarea cotidiana y capaz de transitar hacia dominios del pensamiento que amplíen el componente sensible e intelectual de los estudiantes. Para ello, es necesario que los maestros tengan como interés preferencial incursionar en mecanismos dialógicos con los alumnos en condiciones de pluralidad cultural. En este cometido el currículo, más allá de encarnar un conjunto de conocimientos formales y normalizados, debe ser un medio para desarrollar compromisos pedagógicos orientados a la comprensión mutua entre diferentes grupos culturales, así como una herramienta moral en favor del desarrollo social en relación estrecha con las circunstancias del entorno.  

Lo anterior adquiere singular relevancia en un momento de nuestra historia donde los flujos de conocimiento e intercambio cultural entre países y regiones son cada vez más intensos y dinámicos, lo cual hace cada vez más compleja la convivencia humana. Por ende, uno de los desafíos en materia educativa consiste en lograr desarrollar principios éticos para favorecer la integración y el compromiso colectivo como parte de un ordenamiento civil dentro de un esquema de competencia y libre mercado que promueve la individualidad como parte de un ordenamiento económico. Con base en esta condición, se necesita que el valor pedagógico de una práctica escolar resida en trascender la visión tradicional de la escuela como simple escenario de instrucción con fines instrumentales y, en su lugar, establecer como principio activo la búsqueda incesante del mejoramiento humano a partir del compromiso por deliberar, debatir y reflexionar nuestra relación con el mundo y con los otros.         

A manera de reflexión final

En todo plan educativo, existe una concepción del ser humano en función de las circunstancias históricas y del tipo de organización social desde donde se edifican las aspiraciones asociadas a la formación de los individuos. En la sociedad contemporánea, dichas expectativas se tejen en un escenario caracterizado por una interdependencia económica global, por una creciente desigualdad en la distribución de las oportunidades entre personas y grupos, por renovadas expresiones de discriminación y exclusión por motivos raciales y por un desencanto o desafección hacia los ideales promisorios del futuro emanados de la modernidad. En este marco, las instituciones educativas cargan con el peso de ser incapaces de asegurar el éxito de las nuevas generaciones al presentar altos índices de abandono, por no enseñar conocimientos idóneos en correspondencia con la realidad actual y por estar a la zaga de la innovación y el cambio (Apple, 2002).

En materia de políticas públicas, lo anterior se ha tratado de remediar mediante fórmulas pragmáticas y embebidas de fuertes dosis de instrumentalismo tecnocrático que dan cuenta de la influencia de los esquemas de mercado para mejorar todos los males presentes en las escuelas. En este proceso se hace uso de modos de pensamiento ligados fuertemente con el racionalismo occidental, cuyo impacto en materia curricular se rige en términos de oposiciones binarias, tales como cultura/naturaleza, mente/cuerpo o razón/expresión. Esto conlleva a una lectura unidimensional del ser humano que no toma suficientemente en cuenta otras dimensiones para la generación de conocimientos que conduzcan al desarrollo social, entre ellas la condición del espacio biocultural. La educación, en tanto experiencia relacional, debe ser una vía importante en los procesos de autoafirmación y responsabilidad colectiva como una respuesta de los propios agentes en busca del mejoramiento humano a partir de su íntima conexión con el entorno. La tarea pedagógica, por tanto, debe asumir el compromiso por la transformación del individuo; aspecto que invita a reflexionar y redefinir indiscutiblemente la relación entre el ser humano y su medio en el mundo contemporáneo.      

             

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Varese, S. (2018). Los fundamentos éticos de las cosmologías indígenas. Amérique Latine Histoire et Mémoire. Les Cahiers ALHIM. Recuperado de: http://journals.openedition.org/alhim/6899   

 

Wulf, C. (2016).  Aprendizagem cultural e mimese: jogos, rituais e gestos. Revista Brasileira de Educação, 21(66), pp. 553-568. Recuperado de: http://www.scielo.br/pdf/rbedu/v21n66/1413-2478-rbedu-21-66-0553.pdf

 

 

 

 

 

 



[1] Universidad Pedagógica Nacional, abe28ruiz@gmail.com

[2] El tratamiento epistémico que se presenta en las siguientes líneas en torno al conocimiento está en línea directa con lo planteado por la fenomenología en autores como Schutz (1995), por el enfoque del construccionismo social en Gergen (2011), así como por la perspectiva de la etno-corografía de Verase (2018). El rasgo común en estas aproximaciones es que se ubica al conocimiento como parte fundamental en la construcción de la vida cotidiana, cuya organización está ligada directamente con los procesos de reciprocidad, contradicción, complementariedad, contingencia e intercambio social que establecen los distintos grupos humanos en contextos histórica y culturalmente situados.   

[3] No es pretensión del presente trabajo discutir las diferencias analíticas y descriptivas de cada concepto o categoría desde un enfoque geográfico, antropológico o sociológico; simplemente poner de relieve la importancia del lugar como espacio en el cual se asientan determinadas condiciones que hacen posible la construcción de conocimientos múltiples y distintivos, cuyos contenidos envuelven la cotidianidad de las relaciones sociales.   

[4] Un ejemplo de esta íntima relación entre la acción y el medio se advierte en la comunidad Yukpa, ubicada en la serranía del Perijá en Colombia, donde el árbol representa la vida y la fortaleza al ser el elemento divino que dio origen al hombre y a la mujer. De ahí que sus miembros se consideren a sí mismos como “gente de madera”, tanto por la representación simbólica ligada a la historia de su fundación como pueblo, como por el conocimiento adquirido que les permite aprovechar productivamente su entorno (Véase Oliveros, 2017).       

[5] En el análisis llevado a cabo por Zapata (2006), se describe cómo a partir del concepto de “mundo mapuche”, desarrollado por intelectuales de este grupo social se deja constancia de un compromiso político por la defensa de su esencia como comunidad étnica, al tiempo que se sitúa el vínculo con el territorio como un bastión clave para un proyecto mediante el cual se haga visible la historia de esta colectividad.

[6] Es pertinente advertir que hoy en día el incremento de la depredación de las áreas naturales, con fines comerciales, ha contribuido a una crisis ambiental sin precedentes que ha afectado sensiblemente el funcionamiento de los ecosistemas a nivel global (Véase Leff, 1986; 2004).       

[7] Esta forma de concebir la actitud científica en la que se privilegia el uso de la razón con fines predictivos y para la obtención de resultados determinados a priori, hace que desde ciertas esferas políticas e institucionales se busque controlar racionalmente a la naturaleza, cosificándola y vaciándola de cualquier consideración ética o emocional.       

[8] Un ejemplo es el estudio de Torres y Ramírez (2012) en el cual se destaca la importancia de revitalizar la cultura indígena a través del conocimiento de sus saberes, creencias y tradiciones, esto como parte de un proyecto de acción escolar en un jardín de niños dentro de la comunidad de Tiríndaro, perteneciente al municipio de Zacapu en el Estado de Michoacán, México.