DOI: www.doi/org/10.24275/uam/azc/dcsh/fh/2019v31n58/Vasquez

Sección: Artículo

Un paseo legendario en escena (apuntes)

A Legendary Stroll in Stage (Some Notes)

 

Miguel ángel Vásquez[1]

 

Resumen:

En 1886, como en varios momentos del siglo XIX, se confrontaron la visión de los que denunciaban el abandono oficial del insalubre canal de la Viga y la otra, llevada al escenario del Teatro Nacional, donde se recreaban las costumbres de los paseantes entre, música, comida abundante y alegría, distintivos de las fiestas, como la del viernes de Dolores realizada en el legendario paseo de Santa Anita.

Palabras clave: La Viga, Viernes de Dolores, Teatro, Paseo, Siglo XIX

 

Abstract:

In 1886, as in some moments of the nineteenth century, two visions were confronted: that which reported the government abandonment of the unhealthy channel of La Viga, and that which was taken to the stage in the National Theatre in which it was presented the customs of those who went to stroll among music, food and joy, all of them distinctive parts of festivities such as the Good Friday implemented in the legendary stroll of Santa Anita.

KeyWords: La Viga, Public festivities, Theater, Stroll, XIX Century.

 

Recibido en 19/06/2019

Aceptado en 08/10/2019

 

Agua estancada y pestilente por donde circulaban pequeñas embarcaciones repletas de paseantes ebrios y peleoneros, tal era la imagen delineada por algunos periodistas acerca del canal de La Viga y de quienes acudían a recorrerlo. En contraste, otros escritores aludían las bondades del paisaje acuático, repleto de flores, apacible y propicio para la recreación de los paseantes. Se trataba de dos visiones diferentes. En la primera se enfatizaban los problemas urbanos, derivados de la falta de fondos para la conservación de los paseos y del habitual rompimiento del orden público en ellos; en la otra se resaltaban la belleza del entorno y, por extensión, la riqueza de recursos del territorio nacional; esto con el fin de fomentar la concordia entre los mexicanos.

En 1886, como en varios momentos del siglo antepasado, se confrontaron la visión de los que denunciaban el abandono oficial del insalubre canal de La Viga y otra, llevada al escenario del Teatro Nacional, con la obra Una fiesta en Santa Anita, donde se recreaban las costumbres de los paseantes entre, música, comida abundante y alegría, distintivos de las celebraciones, como la del viernes de Doloresrealizada en ese legendario paseo.[2]

 

 

Orígenes

 

 

Durante la segunda mitad del siglo XVIII la corona española emprendió la reforma de los espacios recreativos de la ciudad de México. Con ello, los monarcas y sus representantes novohispanos pretendieron imponer medidas a favor del mantenimiento del orden dentro de dichos espacios y, por extensión, fomentar la tranquilidad pública en la urbe.

Acorde con lo anterior, en los foros teatrales se procuraba el entretenimiento y la instrucción de los espectadores, mediante la representación de piezas orientadas a exaltar las virtudes socialmente aceptadas. Mientras en sitios naturales remozados, como los paseos campestres, se fomentaban prácticas para la conservación de la salud. No obstante, las costumbres de algunos sectores eran contrarias a los fines oficiales asignados a las prácticas realizadas en esos espacios recreativos.

El interés de los monarcas por las actividades escénicas novohispanas se manifestó en tres aspectos: la costumbre de incluir representaciones de comedias en los protocolos festivos oficiales, es decir, en las celebraciones en honor de la dinastía en el trono, la apertura del llamado Coliseo Nuevo en 1753 – en sustitución del anterior- y la promulgación del reglamento teatral en 1786.

Dentro del reformismo borbónico, la reinauguración del coliseo se integró a los proyectos tendientes a favorecer la monumentalidad arquitectónica. El inmueble se convirtió en parte de los símbolos de una capital próspera y, principalmente, sede para la representación de obras dramáticas en honor de la familia del monarca español. En complemento, por medio de la censura, dispuesta en la reglamentación, se evitaban los contenidos y formas contestatarios. De esta manera, con las piezas representadas dentro del calendario de las fiestas reales operaba la maquinaria teatral, aparentemente sin posibilidades de resquebrajarse o admitir engranajes perturbadores del orden social.

Simultáneamente, desde su ascenso al trono, los Borbones procuraron la integración del reino por medio del reconocimiento de la diversidad regional, unida alrededor de la figura del rey. En consecuencia, la fortaleza de la monarquía radicaba, entre otros aspectos, en la inmensidad de su territorio cohesionado, pese a las distancias y diferencias. Este postulado se aprecia en los repertorios de las compañías teatrales del coliseo de comedias, a partir de dos tendencias complementarias: la representación de obras de gran formato, escritas preferentemente por autores peninsulares y ofrecidas a los espectadores como el principal atractivo de cada función, junto con las piezas dramáticas y musicales breves, de autores novohispanos, germen de la dramaturgiade tendencia costumbrista.[3]

Además del Coliseo Nuevo, operaba otro dentro del palacio virreinal, así como diversos espacios de representación, como las plazas públicas, atrios, casas particulares y otras conocidas como “casas de comedias y maromas”, patios de mansiones y de colegio. En los repertorios de dichos espacios también se incluían creaciones que reflejaban las tradiciones de los habitantes de la capital virreinal y de sus alrededores.

Entre las producciones de ese tipo, con personajes de marcado tinte regional,lenguaje y la denominación específica del entorno, se encuentra el Coloquio al paseo de Iztacalco, un antecedente de las representaciones decimonónicas acerca de los tipos y hábitos locales. Respecto a este coloquio, asevera Ortiz:

[…] se trata de la representación risueña de personajes populares en un ambiente un tanto festivo, presenta un cuadro de costumbres poco conocido sobre los paseos dominicales en la ciudad de México a finales del siglo XVIII y de la vida cotidiana de criados y otros personajes populares de entonces. (Ortíz. 2011, p.150)

 

Adicionalmente, el paisaje representado alude los vestigios de la antigua ciudad lacustre. Esta característica se renovó, en 1790, con la inauguración del llamado Paseo de Revillagigedo o de La Viga. Para ello, el antiguo canal de Iztacalco, utilizado con fines comerciales y de recreo desde el siglo XVI, fue remodelado. El sitio incluyó la vía fluvial para las embarcaciones que transportaban mercaderías y pasajeros, otra terrestre para los carruajes, jinetes y caminantes que emprendían recorridos entre la vegetación, las chinampas, los puestos de comestibles, y, sobre todo, gozaban de un ambiente saludable, distinto al de las calles capitalinas, caracterizado por la acumulación de basura y aguas estancadas.

Otras opciones de contacto con la flora se realizaban dentro de las casas con el cultivo de plantas y la cría de aves enjauladas, lo mismo con la construcción de residencias de descanso en lugares aledaños, como San Agustín de las Cuevas, Coyoacán, Mixquic o Tacubaya. Zonas de, pretendidas, propiedades terapéuticas, que facilitaban hábitos saludables, como las caminatas o la simple estancia en un ambiente limpio (AGN Rul y Azcarate, 373, f.55).

Contrario al propósito de los virreyes y de los regidores del Ayuntamiento capitalino, que pugnaban por la creación de espacios recreativos naturales, con prácticas orientadas a la prevención de las enfermedades, algunos paseantes perturbaban el orden público en los referidos paseos, a tal grado que en 1740, antes de su remodelación, se prohibió la presencia nocturna de caminantes en las inmediaciones de los canales de Iztacalco y de Jamaica (AGN General de parte 27, 189, f. 178).

Posteriormente, en 1794, el virrey segundo conde de Revillagigedo informó a su sucesor, Agustín de Ahumada y Villalón, marqués de las Amarillas, que se había visto obligado a ratificar anualmente el bando que mandaba el cierre del Paseo de Iztacalco durante la noche, para evitar la venta de bebidas alcohólicas, las riñas y la presencia de músicos y de “mujeres libres, ruidosas y de público escándalo” (Instrucciones que los virreyes de la Nueva España dejaron a sus sucesores, 1873, pp. 298-299).

Pese a las medidas preventivas, los desórdenes prevalecieron, en varios casos se derivaron del consumo excesivo de pulque. Pues, al cierre de los expendios de bebidas embriagantes, algunos consumidores se dirigían a los paseos, las plazas públicas y las casas de juegos, donde continuaban divirtiéndose, en ocasiones acompañados de músicos y de prostitutas.

Entre los procesos criminales por escándalos públicos, en 1804 se consignó que María Antonia Martínezhabía permanecido en la pulquería la Alamedita, de ahí partió hacia el Paseo de Iztacalco, donde protagonizó una riña. Entonces, se concluyó que la inculpada formaba parte de un grupo de bebedores habituales, tahúres, prostitutas y trasnochadores ( AGN, Criminal, 467, f. 78-102, 140-150 y 199-269 y Lozano, 1987, p. 75-77 y 104-108).

Las prácticas contrarias al orden público en los canales continuaron durante la centuria siguiente, al mismo tiempo que las tradiciones pintorescas en esos sitios fueron representadas en los teatros capitalinos.

 

 

Flores y deterioro

 

 

Desde los primeros años de la época independiente, los escritores nacionalistas emprendieron la construcción de la imagen idílica del país, pretendidamente, asentado en un territorio con riquezas naturales milenarias. Acorde con ello iniciaron también las labores de mantenimiento y creación de la monumentalidad arquitectónica teatral, considerada reflejo de la renovación artística de una nación encaminada hacia la ruta del progreso. Mientras tanto, el Paseo de Santa Anita mantuvo cierto lustre, pero, debido a la inestabilidad política, su conservación resintió la falta de recursos del erario, así el paisaje florido se mantuvo con dificultades y sufrió cierto deterioro

Pese a los obstáculos políticos y financieros, la recién ascendida oligarquía intelectual y los empresarios, emprendieron la transformación de los inmuebles teatrales. En 1823, el antiguo local para las peleas de gallos fue remodelado para convertirse en el Teatro Palenque de Gallos, el Coliseo Nuevo fue denominado Teatro Principal, a partir de 1826, y en 1841 se erigió el llamado Teatro de Nuevo México. De esta manera, se trató de mantener en óptimas condiciones el local estrenado en 1753, al mismo tiempo que se emprendió la remodelación o construcción de locales que sustituyeran a las viejas casas de comedias y maromas.

En el mismo sentido, en 1841 Francisco Arbeu emprendió la construcción del que fue considerado el emblema de la escena decimonónica, el Gran Teatro de Santa Anna, también conocido como Gran Teatro Nacional, o Gran Teatro Imperial, según la facción que detentara el poder.

La iniciativa de Arbeu se complicó debido a la falta de recursos financieros, para librar este obstáculo recurrió a las autoridades del Ayuntamiento de la ciudad, al mismo tiempo que se asoció con inversionistas particulares. De esta forma pudo levantar el foro que se convirtió en la sede de las funciones teatrales incluidas en los ceremoniales públicos oficiales.

En la construcción de aquel inmueble convergieron tres protagonistas de la historia del teatro en México: el empresario Francisco Arbeu, el presidente Antonio López de Santa Anna y el poeta dramático Ignacio Rodríguez Galván.

El primero estaba convencido de las ventajas artísticas del teatro y de su rentabilidad, de ahí que en 1856 financió la edificación de otro foro, el llamado Teatro de Iturbide. El constructor, además, confiaba en las cualidades histriónicas y literarias de los mexicanos.

Por su parte, el presidente propició funciones conmemorativas y decretó un reglamento teatral en 1853. En ese ordenamiento se precisaron los medios para el fomento de la poesía dramática nacional, preferentemente la relacionada con temas patrióticos, como el de las bondades del territorio patrio. Además, se precisaron medios para impulsar la formación actoral, la conservación de los inmuebles teatrales, y para garantizar la protección de los derechos de los actores.

Finalmente, Ignacio Rodríguez Galván escribió varias obras de marcado carácter nacionalista y, aunque la muerte lo privó de alcanzar la madurez, su breve carrera le permitió convertirse en un símbolo del romanticismo mexicano de la primera mitad del siglo XIX. Adicionalmente, el poeta representó el anhelo de que las representaciones dramáticas facilitaran el transito del país hacia la “civilización”, a semejanza de las potencias artísticas europeas.

En otro aspecto, los tres personajes citados formaron parte de la generación empeñada en brindar un nuevo lustre a la capital del país por medio de construcciones monumentales, como los teatros, y de la exaltación de los sitios naturales, entre ellos los afluentes de los lagos. En el segundo aspecto, hacia 1842, ante la exuberancia del paisaje en el canal de La Viga, Guillermo Prieto se preguntaba:

¿Cómo imitar aquella variedad de tintas, aquella riqueza de colores, aquella diversidad de matices que harán siempre de La Viga un lugar de recreación y deleite?,[y de inmediato apuntaba] La pluma no formará jamás de aquel espectáculo un cuadro completo y el lector siempre hallará lánguida y sin vida la copia de tan poético, de tan animado original. (Prieto, 1993, p.89)

Más que un obstáculo, la descripción de la zona lacustre se convirtió en un reto, librado por los dramaturgos, poetas, literatos y cronistas. El paisaje fue considerado motivo de inspiración.

Entre las recreaciones de la prodigalidad del ambiente natural, el 17 de noviembre de 1859 el Gran Teatro Nacional fue el escenario para la obra titulada Un paseo en Santa Anita. La obra escrita por José Casanova y Víctor Landaluce, con música de Antonio Barilli, resultó del agrado del público y se mantuvo en cartelera. Como describe Enrique de Olavarría, se trató de un cuadro costumbrista enmarcado en el citado paseo:

[…] cuando su argumento lo pedía se bailaron el jarabe y otros aires nacionales, con acompañamiento deuna banda de jaranas y bandoleones, ensayada y dirigida por el profesor don Sabás Contla; don Manuel Serrano pintó para esta obra una muy bonita decoración del canal de Santa Anita, viéndose en último término el Puente de Jamaica. (de Olavarría, 1961, p. 660).

 

Según se aprecia en la nota del reseñista, letras, música y pintura se conjugaron para representar una visión idílica del lugar y de las tradiciones festivas nacionales.

De manera semejante, a las creaciones de los autores de Un paseo enSanta Anita, la abundancia de productos agrícolas y florales, y principalmente, las chinampas despertó el interés de otros escritores. Al respecto, el Paseo de La Viga fue asociado con la antigüedad prehispánica por Manuel Payno, que apuntó: “en los pueblos pequeños de Santa Anita e Ixtacalco, hay algo que recuerda las épocas de los reyes y emperadores mexicanos”;“entre las aguas azules y apacibles de los lagos, y entre las variadas flores y arbustos” (Payno, 1993, p.23). El autor remite a dos aspectos relacionados con el sitio, uno histórico, ya que esos poblados fueron los últimos en el trayecto de Aztlán hacia Tenochtitlán, en consecuencia sus habitantes fueron reconocidos como descendientes de los míticos peregrinos, y otro legendario, relativo a la exuberancia del entorno antes de la conquista.

La vinculación con el mundo antiguo se enfatizó en 1869, cuando las autoridades de la ciudad de México develaron un busto de Cuauhtémoc en el Paseo de Iztacalco. Esto provocó una reacción contraria de parte del literato Alfredo Higareda, que envió una misiva al periódico El Siglo XIX, en la que sostuvo su “voto de reprobación sobre los que han ideado el ridículo monumento erigido en honor del grande Quautemotzin”. Además, consideró desproporcionado el tamaño del busto y del pedestal y, sobre todo, juzgó inadecuado el lugar escogido por los gobernantes capitalinos,pues el citado busto se encontraba “donde tienen sus establos las vacas y los jumentos y sus inmundas barracas los indios más borrachos y perdidos de los alrededores de la gran Tenoxtitlan” (El Siglo XIX, 1869).[4]

De esa manera, Higareda destacaba los contrastes entre la concepción idílica de la época prehispánica, representada por el último tlatoani mexica, estereotipo del indígena valeroso, a diferencia de los indios de la era independiente, incluidos en los grupos marginales, habitantes de los barrios periféricos y distinguidos por su tendencia a quebrantar el orden público.[5]

 

 

Persistencia

 

 

En el último cuarto del siglo XIX continuaron las críticas acerca del mal estado en que se encontraba el Paseo de Iztacalco, al mismo tiempo que su representación teatral.

Al finalizar el Segundo Imperio, Ignacio Manuel Altamirano y Gonzalo A. Esteva, al frente de un grupo de redactores y colaboradores editaron El Renacimiento. Una publicación orientada al fomento de la creación literaria. En ella participaron críticos teatrales, dramaturgos y bibliófilos, como el propio Altamirano, Manuel Peredo, Guillermo Prieto, Justo Sierra, Isabel Prieto de Landázuri, Vicente Riva Palacio, Alfredo Chavero, Pedro Santacilia, Enrique de Olavarría y Ferrari, Emilio Rey, Juan Antonio Mateos, Esteban González y Manuel Sánchez Mármol, entre otros.

Integrantes de ese grupo, de Olavarría, Sierra y González escribieron la Loa patriótica, estrenada en el Teatro de Iturbide en 1869, como parte de los festejos conmemorativos de la batalla de Puebla. En dicha obra se dispuso de un dispositivo escenográfico que aludió la magnificencia del territorio nacional, en estos términos:

Magnífico y espeso bosque fantástico formado por todas las diversas especies de árboles tropicales, cuyas ramas se cruzan y entrelazan caprichosamente a modo de una extensa bóveda de verdura: serpean por los troncos y ramas hermosas guirnaldas de toda clase de flores, y sobre el quebrado terreno saltan las cristalinas aguas, que vienen a formar un remanso […] (Sierra, Olavarría y González, 1869, p7)

Los creadores del discurso liberal calificaron a la restauración republicana como la segunda independencia y, en esta lógica, resaltaron las características del territorio nacional soberano, cuyas riquezas naturales regresaban a sus legítimos dueños, como se plasma en esta composición. Así mismo, comenzaron a construir la imagen heroica de los principales protagonistas en la contienda contra las fuerzas imperiales y sus aliados, como se aprecia en el final de esta obra, cuando gracias a dichos personajes, el suelo patrio recobra la magnificencia que había perdido durante el imperio de Maximiliano de Habsburgo.

En concordancia, desde otras manifestaciones artísticas se labraba el perfil nacionalista de los héroes y, en algunos casos, se inscribían en la nomenclatura urbana. Al respecto, en 1874 se informó:

Paseo de la Viga.

En el centro de la primera glorieta bajando el puente llamado del Molino, se está construyendo un pedestal para colocar allí una lápida que diga “Calzada Juárez” y debe inaugurarse el sábado próximo que es el aniversario de la muerte de este benemérito ciudadano. (El Siglo XIX, 1874, 14 de julio)

 

En aquel año se procuró la reforestación de La Alameda, donde se instalaron juegos y espectáculos para niños, además de kioscos para el expendio de alimentos. Todo para el disfrute de las actividades recreativas al aire libre, en un ambiente agradable (El Siglo XIX, 1874, 28 de mayo, 6 de julio, 7, 9 y 28 de septiembre, 10 de octubre).

Al contrario, El Paseo de Bucareli era intransitable o con circulación lenta, e impregnado de malos olores por la acumulación de basura y materia fecal del ganado. De la misma forma, en el Paseo de La Viga la falta de riego provocaba polvaredas e incomodidades a los paseantes (El Siglo XIX, 1874, 13 y 17 de marzo). En un tono más dramático, la falta de mantenimiento podía provocar una inundación, como se advertía:

Detenidas las aguas del canal o acequia que viniendo de la Viga pasan por las diversas calles del oriente de la ciudad, los vecinos, entre ellos los de Roldán, ven con susto esas aguas estancadas hace días; que ya ayer aparecían en algunas partes, espumosas como cloacas y anunciando putrefacción.

Deberá comprenderse cuanto influye esto en la salud pública, y que el interés, a lo menos, de todo aquel vecindario, hará, como lo esperamos, como lo rogamos a la ilustre corporación municipal, a nombre de aquel, haga cerrar pronto esta causa de infección y de daño, restableciendo la corriente de las aguas. (La Voz de México, 1874, 16 de julio)

 

La Comisión de Paseos del Ayuntamiento de México, responsable de solucionar las averías citadas se encontraba impedida de lograrlo, debido al poco presupuesto con el que contaba. Por esto, entre 1877 y 1879 los canales de La Viga permanecieron “sucios, [con] árboles raquíticos, viejos y podridos, infestados de gusanos”, [además] “su calzada era intransitable; polvo y hoyos impedían el paso fluido de los carruajes” (Pérez, 2003, p.19).

En 1884, las condiciones insalubres en los paseos nuevamente amenazaron a la población capitalina, pues se presumió que favorecían la transmisión del tifo. Al respecto, en las notas periodísticas se sostuvo que esa enfermedad, se originaba “en las cloacas”, [se extendía en] “el subsuelo de nuestra ciudad; allí donde tiene su negro palacio”, [y principalmente] “tiene fantásticos jardines a su disposición” (El Monitor Republicano, 1884, 9 de marzo). Ante ello, los vecinos atemorizados solicitaron la limpieza de las atarjeas e indicaron a las autoridades los talleres, casas y establecimientos donde se acumulaban desperdicios que podían favorecer la propagación de la letal epidemia.

Las labores del Ayuntamiento resultaron insuficientes para calmar las tensiones y los reclamos. Así, en virtud de las complicadas tareas de limpieza del canal de la Viga, el gobernador del Distrito ordenó que el tradicional paseo de las flores se realizara en la Alameda, con lo cual se protegía a los asistentes a los festejos. Al mismo tiempo, para atenuar los habituales desórdenes sólo se permitió la venta de comestibles y se remarcó la prohibición de consumo de licores (El Monitor Republicano, 1884, 2 de abril).

En consecuencia, la festividad se llevó a cabo del 4 al 6 de abril, a juicio de un cronista, libre de “las emanaciones venenosas del canal” [provenientes de la] “inmunda acequia” [denominada con el] “pomposo título de canal de La Viga”, [cuando en realidad se trataba de un] “foco de podredumbre” (El Monitor Republicano, 1884, 6 de abril).

Mientras los asistentes a la Alameda disfrutaban de la fiesta de las flores, los desórdenes continuaban en el sitio donde se realizaba regularmente. En una nota publicada en 6 de abril se informó que una mujer “de vida alegre” atacó con un puñal a un joven extranjero, “allá en las horrorosas bacanales, en esas atronadoras orgías que llaman Paseos de Santa Anita” (El Monitor Republicano, 1884, 6 de abril, citado en La Patria).

Dos años después, el 3 de septiembre de 1886, en la cartelera del Gran Teatro Nacional se anunció la función a beneficio de Adelaida Montañés que incluyó Una fiesta en Santa Anita, escrita por Juan de Dios Peza para esta tiple.

Usualmente, en el programa de ese tipo de funciones se incluían las obras que permitieran el mayor lucimiento de la actriz homenajeada, lo cual incrementaba las posibilidades de obtener mayores ganancias para beneficio artístico y comercial de la empresa, tal como ocurrió en este caso.

De acuerdo con las críticas de la época, desde que se levantó el telón los espectadores se entusiasmaron ante la escenografía compuesta por embarcaciones, chinampas, flores, es decir la recreación del canal y sus espacios para el regocijo. El entusiasmo creció cuando la tiple, con traje típico de china, acompañada por su pareja en traje de charro, ejecutó los bailes tradicionales.

Resulta muy probable que un sector del público se sintiera familiarizado con lo visto en escena, bien porque acostumbraba asistir a las celebraciones en los canales o debido a que había visto representaciones, bailes o interpretaciones musicales que aludían el regocijo propio de los paseos tradicionales. En consecuencia, la obra se mantuvo en los programas de la temporada.

Tras el éxito en escena, Montañés envió una carta al editor de El Monitor Republicano, Vicente García Torres. En esta misiva, publicada en 11 de septiembre, afirmó que en Una fiesta en Santa Anita: “campea como principal parte un parlamento que encierra los más fraternales, elevados y hermosos conceptos poéticos que se hayan escrito y dicho para unir a España y México” (El Monitor Republicano, 1886, 8 de septiembre).

El redactor de La Voz de México coincidió con la tiple y sostuvo: que el propósito de Juan de DiosPeza fue “estrechar más los lazos que unen a México y España y presentar nuestras costumbres populares”(La Voz de México, 1886, 11 de septiembre).

Pero, si los bailes, costumbres y tipos nacionales se recreaban idílicamente en el escenario, donde se mostraba la fraternidad entre mexicanos y españoles, en el entorno natural pródigo de los canales, las denuncias periodísticas mostraban que los escándalos públicos persistían.

En marzo de 1886, desde las páginas de El Monitor Republicano se advirtieron los desórdenes provocado por el consumo excesivo de bebidas embriagantes:

Los Paseos de Santa Anita.

Han comenzado con bastante animación desde el último domingo.

Sólo que hace falta más policía por aquellos rumbos en donde el pulque hace horrores. (1886, 16 de marzo).

 

En el mismo sentido, durante los días de presentación de la obra de Juan de Dios Peza, se insistió en los beneficios de los paseos, en la concurrencia masiva a ellos, y, sobre todo, en la urgencia de realizar labores de mantenimiento por parte de las autoridades capitalinas (El Siglo XIX, 1886, 10 de septiembre).

 

 

Anhelos y dificultades

En el ocaso de la época colonial se advertía ya la intención de ciertos poetas dramáticos de resaltar las condiciones geográficas de la ciudad de México y de sus alrededores, así como de sus correspondientes costumbres locales. Esta tendencia se intensificó desde los primeros años de vida independiente, cuando, por medio de la creación literaria, empezó a trazarse la imagen de la capital republicana, como reflejo de la prosperidad anhelada por la oligarquía política e intelectual, recién ascendida al poder.

Ubicado en la periferia, distante de la monumentalidad arquitectónica de la urbe, el Canal de la Viga contaba con atributos naturales propios, magnificados en los espacios escénicos por los poetas dramáticos y los compositores.

Como se sugería desde el teatro, a la pompa urbana correspondía un entorno lacustre magnífico, donde los capitalinos podían disfrutar de actividades recreativas, con la moderación necesaria para evitar altercados perturbadores de la tranquilidad pública.

Aquella vía fluvial, por donde circulaban embarcaciones repletas de pasajeros y productos agrícolas y florales, conectaba a la ciudad con los poblados aledaños y registraba mayor afluencia durante las celebraciones religiosas y civiles. Así, el paisaje enmarcaba las costumbres festivas. Todo en un ambiente típico de la capital y de sus habitantes, que propició las citadas composiciones dramáticas, junto con otras expresiones literarias, musicales y pictóricas.

Pero, junto con el optimismo y los anhelos del aprovechamiento de los recursos naturales y de la conservación de la concordia, en una sociedad agobiada por los intentos para instaurar un régimen propio, emergían intermitentemente las dificultades, expresadas en los periódicos. De esta manera, la pretendía armonía entre el orden natural y el social, representada en los escenarios, se colocaba en entredicho en otros medios.

Fuentes consultadas

 

Documentos

Archivo General de la Nación (AGN)

Criminal

General de Parte

Rul y Azcarate

 

Periódicos

El Siglo XIX, 1850, 1869, 1874, 1886.

El Monitor Republicano, 1850, 1874, 1882, 1884,1886.

La Voz de México, 1874, 1886,

 

Folletos

El viernes de Dolores en el canal de la Viga, s.e., s.a.

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Vásquez Meléndez, M. á. (2012). México personificado, Un asomo al teatro del siglo XIX. México: CITRU/INBA/CNCA.

 

Villalobos Ortiz, A. (1993). Remembranzas del canal, Iztacalco y Santa Anita. Delegación Iztacalco/DDF, México.

 

Viveros, G. (1990). Edición, introducción, notas y apéndices. En Teatro dieciochesco de Nueva España. México: UNAM.

 

Hemerografía

 

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Padilla, A. (1993). Pobres y criminales. Beneficencia y reforma penitenciaria en el siglo XIX en México. Secuencia, Historia y Ciencias Sociales, núm. 27, sep-dic, pp. 43-69.

 

Ríos de la Torre, G. (1991). Casas de tolerancia en la época porfirista. Fuentes Humanísticas, Año 2, Núm. 3, pp. 32-37.

 

Fuentes Electrónicas

Peralta Flores, Araceli. El canal, puente y garita de la Viga. En Históricas Digital http//www.históricas.unam.

 

 



[1] Centro Nacional de Investigacion, Documentacion e Informacion Teatral Rodolfo Usigli, INBA, vestigiosyartilugios@hotmail.com

 

[2] El Paseo de Iztacalco se ha conocido también como Paseo de Santa Anita, de la Viga, de Revillagigedo, de las Flores y de Jamaica (Iztacalco, Monografía, 1996).

 

[3] Durante el siglo XIX ese tipo de bailes, cantos y piezas musicales, se denominaron genéricamente “sonecitos del país” y continuaron presentándose al final de cada función o en los intermedios de los “grandes dramas o comedias”, que continuaron en calidad de atractivos principales en las llamadas compañías de verso.

 

[4] Un lustro antes, en un tono menos grave se había indicado que el Paseo de la Viga se encontraba deteriorado, con bancas descuidadas, deforestado y con aguas estancadas (del Valle, 1864, p. 435).

[5] Las consideraciones acerca del carácter heroico de Cuauhtémoc se plasmaron en dramas y operas, así como en diversas creaciones literarias decimonónicas. En sentido inverso la, supuesta, inclinación de los indios al alcoholismo y la delincuencia se reiteró en editoriales y notas periodísticas.