Teófilo
Gautier en la tradición vampírica
Teófilo Gautier in the Vampiric Tradition
Cecilia Colón Hernández[1]
Resumen:
El siguiente artículo se divide en dos partes: la primera
trata sobre la vida de Teófilo Gautier, autor francés poco conocido en México,
y la segunda es un análisis de su texto vampírico más antologado: La muerta enamorada. En esta parte se
analizan los elementos que tienen que ver no sólo con el vampirismo, sino otros
que le dieron una personalidad definida a los
siguientes textos inmersos en esta tradición, como el romanticismo, la
seducción, la lucha entre el bien y el mal, la femme fatale y la figura del padre Serapión
que se vuelve emblemática, pues es el antecedente del Dr. Van Helsing, el mismo que mató a Drácula.
Palabras clave: Teófilo Gautier, vampirismo, femme
fatale, seducción.
Abstract:
This paper is divided in two parts: the first,
explores Theophile Gautier's life, a French writer little known in Mexico; the
second, analyses his text "The Beloved Death", which appears in most
anthologies. The paper deals with elements related not only with vampirism, but
others that gave a defined personality to the next texts intertwined in the
tradition, such as romanticism, seduction, struggle between good and evil, femme
fatale. Also, the figure of father Serapio
becomes emblematic, because it is the direct antecedent of Dr. Van Helsing, who killed Dracula.
Keywords: Theophile Gautier,
vampirism, femme fatale, seduction.
Recibido: 2018-05-22
Aceptado: 2020-03-17
El objetivo de este artículo es ubicar al escritor
francés Teófilo Gautier (1811-1872) quien, con su cuento La muerta enamorada, ayudó a aumentar un corpus vampírico que se formó a lo largo de todo el siglo XIX para
llegar a la novela cumbre Drácula
(1897) de Bram Stoker; la mayoría de los textos que
forman dicho corpus aportaron algo o
mucho para la construcción del vampiro como un personaje arquetípico dentro de
la literatura fantástica.
Por lo anterior, he decidido dividir este
artículo en dos apartados: en la primera parte y debido a que Teófilo Gautier es
un autor poco visitado en México, es importante conocer y ponderar los hechos y
las relaciones que marcaron su vida de escritor; en la segunda parte, analizaré
los puntos importantes de su cuento La
muerta enamorada, que ayudaron a darle al vampiro la personalidad que ha
trascendido hasta nuestros días, pero también las características que se
resaltan en la versión femenina de este personaje, no olvidemos que la
protagonista es, precisamente, una vampira.
Teófilo Gautier
Teófilo Gautier nació el 30 de agosto de 1811 en Tarbes, en el seno de una familia realista. Cuando tenía
tres años fue llevado a París en donde realizó sus estudios y, aunque nació en una
provincia de Francia, fue siempre un parisiense por sus gustos, maneras y
espíritu refinados. Su padre, antiguo oficial de las guerras napoleónicas,
alentó sus primeros intentos poéticos. Atraído primero por las artes
pictóricas, fue alumno del pintor Rioult, sin
embargo, se inclinó más hacia la escritura y dejó la pintura, no obstante, en
sus textos abundan y son notorias las descripciones muy detalladas y coloridas que
le dejó su interés por la pintura.
En el prólogo que Carlos Pujol hace a la obra
poética de Gautier escribe un pequeño retrato de cuando era un joven:
En estos años veinte [1820],
como todos los jóvenes de su edad, llora con Chateaubriand,
se entusiasma con las novelas de Walter Scott y con los dramas de Shakespeare,
y quiere ser poeta como Lord Byron y Victor Hugo, que
es el modelo que tiene más cerca. Lector voracísimo, posee ya una memoria
portentosa, y sus amigos le consultan sobre las cuestiones más diversas
–historia, lingüística, geografía o arte– y solían decir: “Basta con hojear a Théo” (Pujol, 2007, p. 18).
Esto nos deja una idea muy clara de la clase de lector atento
y puntual que siempre fue Gautier; cabe recordar que a los 5 años aprendió a
leer solo, hecho decisivo que marcaría su interés posterior en la literatura.
Conoció al poeta Gérard de Nerval (1808-1855)[2] en
la escuela, quien era tres años más grande, se hicieron excelentes amigos y, poco
después, él le presentó a Victor Hugo (1802-1885), el
poeta y novelista francés más importante de ese momento en Francia. Debido a la
época que vivió y a la gente que conoció, Teófilo Gautier se sitúa en el cruce
de varias corrientes literarias del siglo XIX: se inicia en el romanticismo y
se convierte, en alguna medida, en el fundador del parnasianismo e inspirador
de la generación de poetas de 1850, entre los que destaca Charles Baudelaire, además
de influir también en el simbolismo y el modernismo.
Sus primeras obras, agrupadas bajo el título
de Primeras poesías, aparecieron en plena revolución de julio de 1830,
razón por la cual pasaron inadvertidas. En ese mismo año, Victor
Hugo escribió su controversial obra teatral Hernani,
que fue motivo de una larga serie de conflictos y enfrentamientos en torno a la
estética teatral entre los “clásicos”, es decir, los partidarios de una
jerarquización estricta de los géneros teatrales, y los “modernos”, representados
por la nueva generación de románticos que, encabezados por Teófilo Gautier,
aspiraban a una revolución del arte dramático y se agrupaban en torno a Victor Hugo. En ese mismo año, Hernani se estrenó en el teatro y durante éste
se llevó a cabo una batalla casi campal entre los que apoyaban al poeta y los
que lo odiaban. Estos conflictos, que ocurrieron prácticamente todas las noches
en que se presentó la obra, pasaron a la historia de la literatura bajo el
nombre de “La batalla de Hernani”. Para
escandalizar aún más, Gautier se presentaba ataviado con un chaleco rojo
rabioso que produjo gran estupor entre los presentes, pero logró lo que quería:
llamar la atención y, como dijo Alfonso Reyes, escritor en quien también influyó
mucho: “El chaleco encarnado de Gautier les parecía el símbolo de protesta
contra una civilización que ‘no era colorista’” (Patout,
1968, p. 680).
Junto con Gérard de Nerval y Pétrus Borel[3] se
convirtió en el alma del círculo de artistas y literatos que alardeaban de un
dandismo teñido de rojo satánico y gestaron las bases de la nueva doctrina
estética destinada a convertirse en inspiradora de los parnasianos. Carlos
Pujol agrega que: “[Teófilo Gautier] formó parte del pequeño cenáculo –el grande
estaba presidido por Victor Hugo [y sus amigos, todos
ellos escritores afamados]– y los miembros son terribles por ser estrambóticos,
exóticos y beber vino en una calavera” (Pujol, 2007, p. 20-21).
El Petite Cenacle era un sótano desnudo que les servía de vivienda y de punto de reunión a este grupo, en donde, además de escritores, participaron artistas, grabadores y arquitectos. Todos integraban el movimiento de los Jeunes-France, que libraron las batallas campales del romanticismo contra el clasicismo, noche a noche, durante las representaciones de Hernani, de Victor Hugo.
En 1832 publicó Alberto, poema
impregnado de romanticismo byroniano, al mismo tiempo que sus primeros cuentos:
La Cafetera (1831) y Onofre Gizon
(1832), donde hacía uso de elementos fantásticos, muy a la manera de E.T.A.
Hoffmann. Dirigió dos revistas: Révue de Paris y L'Artiste.
Escribió varias novelas: Mademoiselle
de Maupin (1835), que nació como una historia
basada en la vida de una actriz francesa, sin embargo, Gautier le dio un giro interesante y acabó
siendo una historia que, actualmente, muchos han calificado como de
lesbianismo, aunque en realidad aborda un tema del que poco se había hablado en
el siglo XIX: la androginia. Esto escandalizó a mucha gente, motivo por el cual
las traducciones al español han sido escasas y con muchos años de distancia
entre una y otra;[4] pero una de las cosas más
interesantes es que esta novela va acompañada por un prólogo en donde el
escritor enuncia los principios de “el arte por el arte”: culto exclusivo de la
belleza, ausencia de intencionalidad política o moral del arte e independencia
del artista,
además atacaba el
utilitarismo de la crítica literaria de la época.
Tanto Honorato de
Balzac como Victor Hugo escribieron artículos
elogiando al autor de esta historia. De hecho, Balzac manda llamar a Gautier y
le ofrece colaborar con él en La Crónica de París, periódico
semanal a su cargo.
Gautier relata el hecho así:
Me dijo Sandeau que Balzac había leído La Señorita de Maupin, la cual a la sazón acababa de aparecer, y había
admirado mucho su estilo; que por ese motivo deseaba contar con mi colaboración
en el semanario por él patrocinado y dirigido (Gautier, s/f, p. 40).
Fue así como conoció al gran genio de la
novela realista francesa, autor de La
Comedia Humana, y entablaron una amistad que duraría hasta la muerte de
Balzac en 1850.
También escribió La novela de la momia (1858), de corte histórico, pues ubica la
historia en el antiguo Egipto y El capitán Fracasse
(1863), novela en la que importa tanto la acción y los personajes como el
paisaje y las cosas, todo esto enmarcado en las aventuras que vive una compañía
de comediantes.
En 1845 publicó sus Poesías completas,
y ese mismo año formó parte del “Club de los hachicianos”,
donde conoció a Charles Baudelaire, quien le inspiró el ensayo El Club de
los hachichins (1846). En 1852 publicó su famosa
colección de poesía Esmaltes y camafeos, que reúne 20 años de poesía y que sirvió de inspiración a
los poetas parnasianos; se trata de poemas breves que recogen la rápida
impresión causada en el autor por un paisaje o un sentimiento, no en balde Charles
Baudelaire le dedicó su máxima obra, Las
flores del mal (1857): “Al poeta impecable, al perfecto mago de las letras
francesas, a mi muy querido y muy venerado maestro y amigo Théophile Gautier
con los sentimientos de la más profunda humildad dedico esta flores malsanas.
C.B.”
Su vida amorosa fue intensa
y las figuras femeninas fueron, con frecuencia, su fuente de inspiración, como
el ballet Giselle (1841) dedicado a Carlotta
Grisi, que era una bailarina de ballet muy afamada, y Carta a la Señora Presidenta basada en Apollonie
Sebatier, a quien apodaban “La Presidenta”.[5] Su
incursión en el género fantástico fue importante y sirvió de inspiración e
influencia a muchos otros escritores como Amado Nervo:[6] La muerta enamorada (1836), El pie de la momia (1840), Arria Marcella
(1852), Avatar (1856), Jettatura (1856) y Spirita
(1866).
Gozó de gran
popularidad entre diversos editores, quienes financiaron sus viajes a cambio de
llevar una bitácora que más tarde se publicaría. Prueba de ello son los viajes
que hizo a España (1840), Argelia (1845), Italia (1850), Turquía y
Constantinopla (1852) de los que salieron sus libros de viaje: Viaje por
España (1843), Viaje por Italia (1852) y Viaje por Rusia
(1867). Cultivó, por último, el
ensayo de arte en Las bellas artes en Europa (1855) y de crítica
literaria en Historia del Romanticismo (1874).
Desgraciadamente, en 1855 sucedió algo
terrible para el poeta. Su querido amigo Gérard de Nerval fue durante toda su
vida un espíritu atormentado, pero en los últimos años de su vida, los más
fecundos, sufrió graves trastornos nerviosos: depresión, sonambulismo y
esquizofrenia, lo que lo llevó a pasar largas temporadas en varios hospitales
psiquiátricos, en donde, lejos de curarse, aumentó su locura y una de las
situaciones que provocó su internamiento fue el pasear a una langosta con una
cinta azul.
En sus últimos días escribió algunos poemas y “El
desdichado” [1854], escrito el 10 de diciembre de 1853, fue premonitorio. Aquí
un fragmento:
Soy el tenebroso, -el viudo-, el Sin Consuelo,
príncipe de Aquitania de la torre abolida:
mi única estrella ha muerto, mi laúd constelado
lleva en sí el negro Sol de la Melancolía.[7]
Tales sucesos, unidos a sus problemas económicos, lo
llevaron a suicidarse ahorcándose de una farola en la rue de la Vieille-Lanterne, de París, en 1855; en sus bolsillos
llevaba las últimas páginas de Aurélia o el sueño y
la vida que se publicó póstumamente en ese mismo año. Nerval decidió su
propia muerte para “librar su alma” en la calle más oscura que pudo encontrar. El
último de sus poemas fue Epitafio, y
en él intuyó su final de una manera muy intensa:
A ratos vivo alegre
igual que un lirón
este poeta loco,
amador e indolente,
y otras veces
sombrío cual Clitandro doliente...
Cierto día una mano
llamó a su habitación.
¡Era la muerte!
Entonces él suspiró:
"Señora,
dejadme urdir las rimas de mi último soneto".
Después cerró los
ojos
-acaso un poco inquieto ante el frío enigma-
para aguardar su
hora...
Dicen que fue
holgazán, errátil e ilusorio,
que dejaba secar la
tinta en su escritorio.
Lo quiso saber todo
y al final nada ha sabido.
Y una noche de
invierno, cansado de la vida,
dejó escapar el alma
de la carne podrida
y se fue
preguntando: ¿Para qué habré venido?
Esto fue un duro golpe para Gautier, pues la pérdida de
un amigo tan querido fue irreparable. Por otro lado, aunque era el
bibliotecario de la princesa Mathilde, prima de Napoleón III, no obtuvo el
reconocimiento oficial que esperaba. Pese a que fue rechazado tres veces por la
Academia Francesa, en 1867, 1868 y 1869, fue apoyado por el crítico literario
más influyente de la época, Charles-Augustin Sainte-Beuve (1804-1869), quien lo consideró el mejor
columnista de prensa del momento, sin embargo, estos fracasos le afectaron
mucho. Finalmente, todo esto se conjugó para provocarle problemas en el corazón
y morir el 23 de octubre de 1872. Está enterrado en Montmartre, uno de los cementerios más
importantes y famosos de París.
La muerta enamorada
La muerta
enamorada es un cuento que fue escrito y publicado
en 1836 por la revista Chronique
de Paris, a la que le invitó
Balzac a colaborar. Para escribirlo, Teófilo
Gautier se inspiró en la novela de otro célebre escritor alemán que ha sido también
muy importante para el género fantástico: Ernest Theodor Wilhelm Hoffmann
(1776-1822), más conocido como E.T.A. Hoffmann, quien cambió su nombre Wilhelm
por el de Amadeus como un homenaje a su admirado Mozart, pues además de ser
escritor y abogado también era músico y cantante.[8] La
novela de Hoffmann que inspiró a Gautier se titula Los elíxires del diablo (1815-1816) y fue publicada por entregas,
un formato muy común en ese siglo XIX, tanto en Europa como en México, y en
ella narra los amores entre un sacerdote y una entidad diabólica, aunque ella no
era precisamente una vampira, a fin de cuentas, se trataba de una representante
del mal. Uno de los elementos importantes de esta novela es el poder de la
seducción, a través de las miradas con las que ella lo seduce a él.
Esta característica se va a repetir también
en muchos otros textos de la tradición vampírica como No despertéis a los muertos de Ludwig Tieck,
La hermosa vampirizada de Alejandro
Dumas, Carmila
de Joseph Sheridan Le Fanu y, por supuesto, Drácula de Bram Stoker.
Con el estilo romántico, sensual y mágico que poseía Gautier remarca, de manera
espléndida, su cuento haciendo de este relato una pequeña obra maestra del
horror, en donde, además del elemento de seducción, están presentes el ambiente
oscuro y melancólico, la naturaleza que siempre va acorde con los sentimientos
de los personajes y la psicología propia del romanticismo, en la cual los
sentimientos y las emociones serán el factor que desencadenen las acciones de
los personajes.
El cuento está narrado en primera
persona y es Romualdo, el protagonista, ahora convertido en un anciano
sacerdote, quien le cuenta a otro la experiencia amorosa que vivió en su
juventud y que lo marcó para siempre. Una de las primeras escenas y de las más
importantes, es cuando se ve este arte de la seducción, ya mencionado, y sucede
justo en el momento en que Romualdo está a punto de consagrarse a Dios, se
siente enormemente feliz porque al fin logrará el sueño que acarició desde que
era un niño: convertirse en sacerdote, pero en ese instante, todo el panorama y
sus expectativas cambian por completo, pues en la iglesia donde ofrecerá su
vida al Creador, está también Clarimonda. Veremos la
pasión con la que la describe el narrador:
Era bastante alta,
con un talle y un porte de diosa; sus cabellos, de un
rubio claro, se separaban en la frente, y caían sobre sus sienes como dos ríos
de oro; parecía una reina con su diadema; su frente, de una blancura azulada y
transparente, se abría amplia y serena sobre los arcos de las pestañas negras,
singularidad que contrastaba con las pupilas verde mar de una vivacidad y un
brillo insostenibles. ¡Qué ojos! Con un destello decidían el destino de un
hombre; tenían una vida, una transparencia, un ardor, una humedad brillante que
jamás había visto en ojos humanos; lanzaban rayos como flechas dirigidas a mi
corazón. No sé si la llama que los iluminaba venía del cielo o del infierno
[…]. Esta mujer era un ángel o un demonio (Gautier, 2002, p. 163-164).
Lo interesante de esta escena son dos cosas: la
seducción y la fascinación que ejerce Clarimonda
sobre Romualdo y la segunda, que él mismo representa un reto que, de ganarlo,
será un gran trofeo para ella. Como representante de la oscuridad y del mal,
¿qué mejor triunfo puede obtener ella que tratar de arrebatarle a Dios a uno de
sus mejores y más fieles hijos, al que está a punto de consagrarle no sólo su
vida, también sus anhelos, sus ilusiones, sus pensamientos, su energía toda, la
misma que Clarimonda quiere para ella? Esto nos
remite a la eterna lucha del bien y el mal, con la diferencia de que al final
de la historia, como lectores, podemos poner en duda si realmente ganó el bien.
El único momento de aparente calma
para la enorme inquietud que desde ese día siente Romualdo, se da más de un año
después, cuando le avisan que Clarimonda está a punto
de morir y van por él sus mensajeros para que la ayude espiritualmente a hacer
su tránsito a mejor siglo. Cuando él y los enviados llegan al castillo, ella ya
ha muerto y la escena en donde entra a la recámara y la observa es muy intensa:
No podía
contenerme; el aire de esta alcoba me embriagaba, el olor febril de rosa medio
marchita me subía al cerebro, me puse a recorrer la habitación deteniéndome
ante cada columna del lecho para observar el grácil cuerpo difunto bajo la
transparencia del sudario. Extraños pensamientos me atravesaban el alma. Me
imaginaba que no estaba realmente muerta y que no era más que una ficción
ideada para atraerme a su castillo y así confesarme su amor. […] Debo
confesaros que tal perfección de formas, aunque purificadas y santificadas por
la sombra de la muerte, me turbaban voluptuosamente, y su reposado aspecto se
parecía tanto a un sueño que uno podría haberse engañado. Olvidé que había
venido para realizar un oficio fúnebre y me imaginaba entrando como un joven
esposo en la alcoba de la novia que oculta su rostro por pudor y no quiere
dejarse ver. Afligido de dolor, loco de alegría, estremecido de temor y placer
me incliné sobre ella y cogí el borde del velo; lo levanté lentamente,
conteniendo la respiración para no despertarla (Gautier, 2002, p. 176).
Las descripciones tan precisas y delicadas que hace el
narrador sobre los olores, los objetos y la misma Clarimonda
logran trasladar a su interlocutor al ambiente del castillo, pero también se
siente el cúmulo de sentimientos que lo invaden cuando recuerda todo. Romualdo cree
que con la muerte de ella terminará la ansiedad de querer buscarla, de querer
verla, la misma que le ha producido un gran desasosiego desde que la vio por
primera vez el día de su ordenación, cree que por fin le llegará la tan
anhelada paz a su espíritu, no obstante, aquí sucede el milagro que esperaba inconscientemente
el propio Romualdo y que nos habla de que su condición de hombre es más fuerte
que su condición de sacerdote:
La noche avanzaba,
y al sentir acercarse el momento de la separación eterna no pude negarme la
triste y sublime dulzura de besar los labios muertos de quien había sido dueña
de todo mi amor. ¡Oh, prodigio!, una suave respiración se unió a la mía, y la
boca de Clarimonda respondió a la presión de mi boca:
sus ojos se abrieron y recuperaron un poco de brillo, suspiró y, descruzando
los brazos, rodeó mi cuello en un arrebato indescriptible (Gautier, 2002, p. 177).
Ella despierta, como si sólo lo estuviera aguardando,
y le declara su amor diciéndole: “Te esperé tanto tiempo que he muerto; pero
ahora estamos prometidos, podré verte e ir a tu casa” (Gautier, 2002, p. 177).
La promesa se sella con un beso y, efectivamente, al poco tiempo, ella lo va a
buscar para llevárselo, para arrebatárselo a Dios, para tener entre sus brazos
el trofeo tan anhelado de la inocencia y la pureza del hombre que antes de
conocerla amaba a Dios.
Dios pasa a un segundo plano, actitud
que se da dentro del romanticismo, cuando se deja en libertad la individualidad
humana y terrenal en contraposición con la religión que ahora queda rezagada, mas
no olvidada ni excluida, para dar paso al desarrollo personal del ser humano.
Este cambio en los parámetros del romanticismo será el que permee a lo largo de
todo el siglo XIX y se refleje en la literatura.
Por otro lado, en esta parte del
cuento, se encuentra otro tema muy caro a la tradición vampírica: el sueño y el
ambiente onírico. Este estado al que es inducido Romualdo por la malévola vampira
se da de la siguiente manera:
A partir de esa
noche, mi naturaleza se desdobló y hubo en mí dos hombres que no se conocían
uno a otro. Tan pronto me creía un sacerdote que cada noche soñaba que era
caballero, como un caballero que soñaba ser sacerdote. No podía distinguir el
sueño de la vigilia y no sabía dónde empezaba la realidad ni dónde terminaba la
ilusión. El joven vanidoso y libertino se burlaba del sacerdote, y el sacerdote
detestaba la vida disoluta del joven noble. […] A pesar de lo extraño que
parezca no creo haber rozado en momento alguno la locura. Tuve siempre muy
clara la percepción de mis dos existencias (Gautier, 2002, p. 184-185).
El propio Romualdo no sabe si vive de día como
sacerdote y sueña de noche que es el amante de Clarimonda
o si, siendo el señor de Clarimonda de noche, sueña
que en el día es un pobre sacerdote que trata de ayudar a los feligreses de su
humilde pueblo. Esta lucha entre el bien y el mal, entre la fe religiosa y la
promesa de poseer bienes y gozar de placeres terrenales y sensuales se vuelve
muy difícil de soportar para Romualdo, quien no sabe qué hacer, sólo sabe que
ama a Clarimonda y que ha decepcionado a Dios.
El juego de dobles se da dentro del
mismo personaje: Romualdo/Señor de Clarimonda, sacerdote/hombre
mundano, luz/oscuridad, sagrado/profano. Este juego de contrarios se da no sólo
en la vida del padre, sino también en sus sentimientos y, sobre todo, en su espíritu,
que era lo más valioso para él y lo que guardaba celosamente para ofrendárselo
a Dios. De alguna manera, refleja también el espíritu de la época, pues al
exaltar los sentimientos y las emociones, la razón y la ciencia se ponen en
duda. Cabe recordar que esta transformación del bien y el mal dentro de un
mismo personaje llegará a su máxima culminación con la novela de Robert Louis
Stevenson, El extraño caso del Dr. Jekyll
y Mr. Hyde, escrita y publicada en 1886.
El romanticismo de Gautier se manifiesta
en el tratamiento sensual de esa relación malsana y equívoca. La lucha del
sacerdote por librarse de su doble existencia está perdida de antemano, pues la
seducción que ejerce Clarimonda sobre él, le nubla la
razón y no le permite actuar con racionalidad, antepone su ideal de amor a su
propia conciencia. Ella es la dueña de sus sentidos y de sus deseos, de su
cuerpo y de su espíritu. Sólo gracias a la acción del padre Serapión
podrá ahuyentar a la vampira y acabar con su terrible dependencia. Él es el
primero en advertirle al joven sacerdote de la clase de mujer que es Clarimonda cuando también se entera de su muerte y le dice:
La
cortesana Clarimonda ha muerto recientemente tras una
orgía que duró ocho días y ocho noches. Fue algo infernalmente espléndido. Se
repitió la abominación de los banquetes de Baltasar y Cleopatra. ¡En qué siglo
vivimos, Dios Mío! Los convidados fueron servidos por esclavos de piel oscura
que hablaban una lengua desconocida; en mi opinión, auténticos demonios; la
librea del de menor rango hubiera vestido de gala a un emperador. Sobre Clarimonda se han contado muchas historias extraordinarias
en estos tiempos, y todos sus amantes tuvieron un final miserable o violento.
Se ha dicho que era una mujer vampiro, pero yo creo que se trata del mismísimo
Belcebú (Gautier, 2002, p. 179).
Él representa la figura y la psicología del hombre de
ciencia, racional, más práctico y que no se basa sólo en las supersticiones
para resolver estos enigmas que se antojan misteriosos y extraños, como creer
en la existencia de los vampiros, hecho que pone en duda. El padre Serapión es quien encarna esta figura seria, que acaba con
la vampira y, en La muerta enamorada,
será quien descorra el velo de la seducción del alma de Romualdo y le presente
a su amada Clarimonda tal como es: una vampira que
está muerta y que con rociarle agua bendita y hacer la cruz sobre ella en su
tumba la devuelve a lo que es realmente: un polvo miserable que ya no tiene vida
y que sólo puede despertar gracias a la sangre de Romualdo.
Este personaje tendrá su imagen más
representativa y formada en el personaje del Dr. Van Helsing,
el mismo que en Drácula sabe
enfrentar al monstruo maligno e ideará la manera de matar al vampiro;
representa la cordura, la razón, la sensatez y el espíritu práctico que deben
tener los científicos que resuelven todo por medio de un razonamiento lógico y crítico
y que aprenden de todas las experiencias; las mismas que han enriquecido a todo
ese siglo XIX para llevar a cabo descubrimientos tanto en la ciencia como en la
literatura, recordemos el caso de la “Criatura” del Dr. Frankenstein, que es
producto de la experimentación científica. En La muerta enamorada existe
un precedente psicológico que entronca con esa tradición y que se llama el
padre Serapión.
Por otro lado, a través de este
cuento, se reelabora de manera muy sensible y certera el arquetipo de la mujer
como criatura perturbadora que debe alimentarse de la sangre de un hombre para regresar
de la muerte una y otra vez. Esta femme
fatale representada por Clarimonda será eso y
mucho más, sin embargo, a pesar de todo, ella no desea que Romualdo muera, por
eso le chupa la sangre en gotitas, sólo las suficientes y necesarias para
vivir, lo cual le da una particularidad muy especial y esto hace la diferencia con
respecto a otras: ama a Romualdo, lo quiere a su lado, por eso no lo mata, pero
tampoco lo convierte en vampiro: es su máxima prueba de amor. Esta
característica del enamoramiento no la vemos en otros textos donde la
protagonista es una mujer, como La novia
de Corinto de Goethe, No despertéis a
los muertos de Tieck o Carmilla de Sheridan Le Fanu, además de
otros. En estos cuentos, las vampiras no tendrán piedad de sus víctimas, la
actitud de Clarimonda es diferente y es lo que la
hace excepcional, pues a pesar de ser un ser maligno, que ha recorrido las
tinieblas de la muerte, tiene sentimientos y su salvación se sublima por el
amor que le inspira Romualdo.
Ahora bien, también es de notarse que
cuando Clarimonda le chupa la sangre a Romualdo, lo
hace del brazo y no del cuello como sucederá con otros vampiros. La mordedura
vampírica tiene una evolución interesante: a veces es en el brazo; otras, en el
pecho y, finalmente, en el cuello; se supone que la sangre más pura es la que
pasa por el brazo, mucho más que la del cuello, sin embargo, dado que esta
mordedura está asociada con una relación íntima, sexual, lo más insinuante y
erótico es el cuello, justo el lugar en donde, incluso una respiración ajena y
muy cercana, logra poner nerviosa o nervioso a quien la siente, a diferencia de
los otros lugares del cuerpo que no son tan eróticos: “Si no estuviese claro
que la búsqueda por la sangre alimentadora simboliza el deseo sexual y que el
morder y succionar corresponde al orgasmo, la visita del vampiro no surtiría un
efecto teatral tan extremo” (Armienta, 2004, p. 24). Lo anterior refuerza el
erotismo que existe en la figura del vampiro o vampira y explica por qué es más
erótica la mordida en el cuello.
Por otro lado, Clarimonda
es una mujer fatal que se aprovecha de los demás hombres que conoce para beber
la sangre de ellos, simboliza el sueño más seductor, intenso y aterrador de
todos los hombres. La femme fatale se
convierte en un arquetipo femenino que refleja los temores masculinos más
ancestrales con respecto a las mujeres. También marcará una dicotomía femenina
desde una perspectiva masculina: esta femme
fatale tiene su contraparte que es la femme
fragile, es decir, la mujer malvada, seductora y
come-hombres, contra la mujer frágil, dulce, sumisa y abnegada. Ambas
representan las dos caras de una misma mujer y, dependiendo de lo que haga y
cómo se conduzca por la vida, esa mujer podrá tener más características de una
que de otra.
Por otro lado, se forma una
interesante caracterización física de estas mujeres; como afirma José Ricardo Cháves: “Físicamente la mujer fatal tiene sus marcas. A la
hora de las descripciones, la cabellera y los ojos son focos privilegiados para
establecer la diferencia –por oposición– con la mujer frágil” (Cháves, 2007, p. 86). Las diferencias entre las dos son las
siguientes: la femme fatale será de
cabello negro o rojo, de ojos verdes, negros o castaños y será despampanante,
con formas prominentes, seductoras y fuertes: una mujer muy exótica.[9] La
femme fragile
será, por el contrario, casi etérea, blanca, de cabello rubio como el sol, de
ojos azules como el cielo; estas comparaciones metafóricas no son gratuitas,
pues el sol y el cielo están asociados a la divinidad. Su carácter será
tranquilo, sumiso, dulce y comprensivo; sus formas serán delicadas, apenas
marcadas para realzar su feminidad, pero sin que denoten deseo o morbosidad.
Otra característica que las hará
diferentes será la maternidad. La femme
fatale nunca estará asociada a la maternidad, no tendrá jamás hijos, pues
si esto sucede cambiaría por completo su personalidad; mientras que la femme fragile
sí tiene hijos, por ellos es capaz de dar la vida y este acto de amor la ensalzará
más ante los demás y la acercará a la santidad.
La imagen femenina de la femme fatale representa el temor más
profundo e inconsciente del hombre: una mujer fuerte, seductora, independiente,
que toma las riendas de su vida y hace lo que quiere, es dueña de su cuerpo y
sacia sus deseos como quiere, no necesita a un hombre a su lado para sentirse completa.
Esta mujer independiente, sexualmente hablando, e inteligente, le quita toda su
seguridad al hombre, pues en este sentido es casi tan fuerte como él.
Finalmente, Romualdo confiesa, al terminar
el cuento, que el amor de Dios no fue suficiente para reemplazar al de Clarimonda; la metáfora del amor destructivo es sublime, ya
que él confronta su propia vocación religiosa con su imposibilidad de renunciar
a la pasión terrena que le inspira la vampira.
Sin embargo, el final del texto es muy
amargo: la victoria del protagonista es desoladora, pues se trata de un héroe
romántico; la pérdida de Clarimonda es irreparable y
se nota en las últimas palabras que ella le dice cuando se le aparece una noche
por última vez:
¡Infeliz!
¡infeliz!, ¿qué has hecho?, ¿por qué has escuchado a ese cura imbécil?, ¿acaso
no eras feliz?, ¿y qué te había hecho yo para que violaras mi tumba y pusieras
al descubierto las miserias de mi nada? Se ha roto para siempre toda posible
comunicación entre nuestras almas y nuestros cuerpos. Adiós, me recordarás
(Gautier, 2002, p. 190-191).
Por desgracia, ni su fe, ni su vocación religiosa,
ni el paso del tiempo conseguirán consolar a Romualdo por la pérdida de algo
que está más allá de su comprensión, más allá de su amor a Dios, pues ha
quedado en el fondo de su corazón el recuerdo imborrable de Clarimonda.
Las últimas palabras que ella le dedica son como el epitafio que lo marcará por
siempre: “Adiós, me recordarás”. Esta maldición se vuelve un estigma para Romualdo,
pues, efectivamente, jamás puede olvidarla, la tiene muy presente. A pesar del
tiempo que ha pasado, todavía se puede sentir en su voz y en la manera en que
evoca y narra la historia, la emoción de aquel recuerdo de tantos años. Él
nunca imaginó que la añoraría toda su vida y la tendría más presente que a su
propio Dios.
Bibliografía
Armienta
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E.T.A. (2003). Los elíxires del diablo.
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navideño, Periódico La Razón. (23 de diciembre de 2019) recuperado de https://www.razon.com.mx/estilos/el-cascanueces-de-hoffmann-a-chaikovski-el-origen-del-cuento-clasico-navideno/
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Cibergrafía
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(Consultado 12 de junio, 2015).
[1] Universidad Autónoma
Metropolitana, cecicolon@prodigy.net.mx
[2] Gérard de Nerval
también fue amigo de Alejandro Dumas, con quien escribió varias obras
dramáticas al alimón. Estuvo enamoradísimo de la actriz Jenny Colon. Su novela
más importante fue Aurélia o el sueño y la vida (1855) (Gérard de Nerval,
Biografías y vidas, en línea).
[3] Pétrus
Borel (1809-1859) se autonombraba El Licántropo y fue autor de Champavert,
cuentos inmorales (1833) y de la novela Madame
Putifar (1839)
(Armiño, 2001, p. 9-13).
[4] La primera edición en
español fue de 1884 por la editorial La República, casi 50 años después de su primera
publicación en Francia; la segunda de 1904 por la Editorial Maucci;
la tercera fue en 1946 por la Editorial Sopena Argentina; la cuarta, en 1979, en
Colección Universo y la última, de 2007 por Random
House Mondadori, en España. Cabe resaltar que la mayoría de las traducciones
han sido españolas.
[5] Cabe aclarar que este
texto, muy breve, está inserto en el género erótico, quizás sea el único que
Gautier escribió dentro de este tema.
[6] En su novela corta El donador de almas, Amado Nervo
menciona la novela Spirita
y es obvia también la influencia de otra novela de Gautier por el tema de la
transmutación de las almas: Avatar.
Desgraciadamente, estas novelas no se consiguen con facilidad, es necesario
recurrir a las bibliotecas para poder leerlas, lo cual habla del poco interés
que despierta la obra de Gautier en México.
[7] Esta imagen de “el
negro sol de la Melancolía” se refiere a un grabado de Alberto Durero llamado
precisamente así, “Melancolía I”.
[8] E.T.A. Hoffmann quizás
sea más conocido por su cuento El
Cascanueces y el rey de los ratones, el cual adaptó Alejandro Dumas para escribir
un cuento titulado El Cascanueces. Más
tarde, el compositor ruso Piotr Illich Tchaikovski lo tomó para hacer su famoso
Ballet El Cascanueces (1892), del que
formó, con partes de la obra, la Suite El
Cascanueces y que ha sido muy famosa, sobre todo, a partir de que Walt
Disney la presentó como parte de su película Fantasía de 1940 (Rodríguez, 2019).
[9] Cabe recordar que para
ese siglo XIX, los tipos de mujeres exóticas con respecto a las europeas eran
las asiáticas y las latinoamericanas.