DOI
Artículo
El
lector como crítico
The reader as critic.
Vladimiro Rivas Iturralde,* 0009-0004-2833-1087
*Universidad Autónoma Metropolitana. Miembro
correspondiente de la Academia Ecuatoriana de la Lengua. Ha publicado doce libros de cuento, novela y ensayo
literario. Obtuvo su maestría en Letras Iberoamericanas en la Universidad
Nacional Autónoma de México, y es profesor titular en la Universidad Autónoma
Metropolitana de la Ciudad de México desde su fundación, en 1974. rivasiturralde@gmail.com
Resumen
Discurso pronunciado por el Mtro. Vladimiro Rivas
Iturralde en el Encuentro de Estudiantes de la Maestría en Literatura Mexicana
Contemporánea en la Ceremonia de Fin de
cursos de la 5ª generación (2021-2023) y Bienvenida a la 6ª generación
(2023-2024), evento que se llevó a cabo el 26 de enero de 2022.
Palabras clave: Literatura, literatura mexicana, critica, enseñanza
de la literatura
Abstract:
Speech delivered by Mr. Vladimiro Rivas Iturralde at
the Encuentro de Estudiantes de la Maestría en Literatura Mexicana
Contemporánea en la Ceremonia de Fin de cursos de la 5ª generación (2021-2023)
y Bienvenida a la 6ª generación (2023-2024), the event took place on January
26th, 2022.
Keywords:
Literature, Mexican literature, Literary Criticism, Teaching of
literature.
Recibido 30/01/2023
Aceptado 14/03/2023
Quiero
empezar esta exposición defendiendo el carácter activo del texto. La lectura es
una experiencia cognitiva, el resultado de una relación entre algo a priori
inerte, que es el texto, y algo a priori activo, que es el lector, como una
partitura musical y su intérprete. Digo a priori porque, que el texto sea
pasivo y el lector, activo, es sólo una suposición teórica.
Sin
embargo, cuando en su bello poema “Desde la torre”, que es un homenaje a los
libros, Quevedo escribe que “Si no
siempre entendidos, siempre abiertos,/O enmiendan o secundan mis asuntos”, atribuye a los libros el poder de
corregir sus ideas erróneas y aun su vida torcida, y de confirmar sus aciertos
y hasta de echarle porras.
De
donde resulta que, al contrario de lo que se afirma, el texto es siempre
activo. Lo es, primero, porque se trata “de ese texto y no de otro”. De tal
manera que, aunque apriorísticamente, el texto sea pasivo y el lector activo
porque es el lector quien descifra los signos escritos y les otorga un
significado y una interpretación, el texto es también activo porque se presenta
ante el lector con un carácter predeterminado. En esa peculiaridad de ser como
es y no de otra manera, radica un rasgo activo del texto. No es lo mismo
descifrar Madame Bovary que Anna Karenina, por más que tengan
asuntos afines. Más allá de las similitudes temáticas, las diferencias son
abismales. Tampoco es lo mismo leer Amadís de Gaula que Don Quijote.
El primero es un genuino representante de un género en decadencia, el libro de
caballerías, el segundo es su victoriosa parodia. Para usar otros ejemplos, no
es lo mismo leer Tus zonas erróneas o Cómo ganar amigos e influir
sobre las personas que leer Cien años de soledad, Pedro Páramo,
Trilce o Piedra de sol. Los dos primeros libros son mercenarios y
están al margen de la literatura, se proponen estratégica y tramposamente provocar
cambios inmediatos y visibles en la conducta del lector, al que suponen carente
de integridad y defensas para la vida; los otros son, con toda su complejidad y
ambigüedad, manifestaciones gloriosas y abiertas del arte literario, que
suponen, por el contrario, a un lector maduro, a un hombre inteligente
y culto.
Segundo,
el texto es activo porque, como atestigua Quevedo, puede ejercer modificaciones
de diversa magnitud en la conducta y el pensamiento del lector. O enmiendan,
escribe el poeta, o secundan mis asuntos. Y añade: “Y en músicos callados
contrapuntos / al sueño de la vida hablan despiertos”. Es decir, mientras la
vida es un sueño, como decidió Calderón, los libros, despiertos, nos hablan musicalmente:
la música callada de San Juan de la Cruz.
La
acción del texto literario, cuando alcanza altos grados de intensidad
dramática, de humor o de poesía, actúa por dentro del lector, lo puede
convertir en una mejor persona, más empática, más comprensiva de todo lo humano
y del mundo en que vive. Es un duende benéfico que rastrea nuestro interior, lo
explora y descubre filones de oro que nosotros mismos desconocíamos. La
literatura, no sólo puede, quiere, descubrirnos a nosotros mismos o, dicho de
otro modo, pretende que nos descubramos a nosotros mismos.
Si
en la operación de leer, tanto el texto como el lector son activos, ¿qué tipo
de lector exige el texto propiamente literario?
No
me gusta la distinción sexista que Julio Cortázar establece, para distinguir el
lector pasivo del lector activo, a los que llama, respectivamente, “lector
hembra” y “lector macho”. El lector hembra es aquel que se sitúa como mero
receptor del texto, y se conforma con textos lineales, fáciles, no
problemáticos, que no le exigen una participación en la construcción del texto.
El lector macho es, en cambio, su lector ideal, el que lee Rayuela, Paradiso,
Pedro Páramo o Conversación en la Catedral y participa activamente en
su construcción ficcional. Esta distinción supone también la existencia de
textos hembras y textos machos. Los primeros se caracterizan por ser fáciles y
lineales, obedientes de las convenciones, fieles a las leyes del mercado para
vender más; los segundos ofrecen grados de dificultad que hacen honor al famoso
apotegma de Lezama Lima: “Sólo lo difícil es estimulante”.
Más
allá del sexismo de su distinción, Cortázar estaba reclamando un tipo de
lector, el lector activo, que es el lector crítico. Pero andemos más despacio y
metódicamente.
El
enunciado tema de mi conferencia parece una redundancia, una petición de
principio: “El lector como crítico”. Todo lector es crítico, dirá alguien. Hemos
visto, sin embargo, por la distinción de Cortázar, que, aunque hay lectores, no
todo lector es crítico.
Conviene
por eso que nos vayamos a la raíz del problema. En Fahrenheit 451, libro
al que siempre regreso por múltiples razones, el inquieto Montag —que es un lector común,
un lector que acaba de descubrir que lo es— le
pregunta al profesor Faber —que
es un lector profesional, un profesor de literatura que abandonó sus armas— por las virtudes que
debe tener un buen libro. Y Faber, para elogiar un texto literario, pronuncia
estas enigmáticas y muy sabias palabras: “El texto literario tiene poros”. Si
para una lectura provechosa el lector debe contar con el ocio, el libro debe tener
poros. Faber nunca lo explica, pero su afirmación se queda colgada en la página
como una gran propuesta del fenómeno de la lectura, de la relación entre el
lector y el texto, que van a fundirse en uno solo: sujeto y objeto, en una
experiencia fenomenológica común. Voy a tratar de explicar cómo se da esta
fusión, que constituye el meollo de mi exposición, acerca del proceso de la
lectura.
Por
ocio vamos a entender la disponibilidad psicológica y de tiempo del lector para
entregarse a la aventura de leer. Ese ocio debe ser educado: quiero decir que
los mejores, más plenos y lúcidos momentos del día deben estar destinados a la
lectura y no, como es costumbre, las sobras de la jornada, los momentos en que
cesan nuestras actividades cotidianas, cuando nos decimos a nosotros mismos que
ya no tenemos nada qué hacer sino sentarnos a leer. Mala pedagogía. El lector
crítico dedica sus mejores horas a leer y pensar lo que ha leído. El lector
común le dedica las sobras del día.
¿Qué
significa que la obra de arte es un texto poroso, que tiene poros? Significa
que tiene vida, así de simple, que se trata de un rostro y no de una máscara; no
se trata de un texto cerrado y compacto como el mármol, como un instructivo
para el uso de una máquina, por ejemplo, o una implacable receta médica, sino
que está abierto a la sugerencia, está poblado de agujeros de significación,
esos poros en los cuales se infiltran simultáneamente la percepción y la
memoria, produciendo un insólito enriquecimiento simultáneo del texto y de la
experiencia lectora. Los poros pueden ser muy profundos. Borges ha observado,
con ironía, que, como el planeta es poroso, todos nos hemos bañado en el
Ganges. Hospitalario, el texto artístico nos recibe, nos aloja, nos encubre y
nos descubre. Nuestra conciencia es el agua que irriga esa materia porosa. El
engranaje entre el poro del texto y nuestra conciencia puede ser perfecta.
Puede ser el lugar de la fusión perfecta, amorosa, entre el sujeto y el objeto.
El experimento de Cortázar, en su serie de instructivos, para subir una
escalera, por ejemplo, tenía el propósito del cascanueces, de quebrantar un
texto ensimismado, de transformar un texto cerrado en abierto, de hacer de un
texto de acero, un texto flexible, irónico, maleable, irrespetuoso y,
finalmente poético. Cortázar, evidentemente, era un lector crítico: quebrantó
un texto y se sumergió en él para otorgarle un nuevo sentido.
Por
poros vamos a entender los múltiples agujeros conceptuales y significativos de
que están estructurados los buenos textos que leemos, mucho más agujereados que
un queso gruyere, infinitos como el átomo, sabios y minúsculos como diminutas
cavernas de Platón. Para decirlo de otro modo, en esos poros late la vida del
texto o, sin más, la vida, porque ahí cabe nuestra conciencia de lectores, se
fusiona nuestra vida con la del texto. De esta combinación de huecos, de
agujeros, en los que nuestra mente se aloja con sus preguntas y respuestas,
surge el fenómeno de la lectura. Hay obras en la literatura que parecen
contradecir esta afirmación. Guerra y paz, de Tolstoi, por ejemplo,
reproduce la vida humana con tal plenitud y perfección, que parece no tener
poros, que todos sus espacios están colmados. Sin embargo, no es así. Aunque la
novela parece una representación mural de la ineluctabilidad de los destinos
humanos, aunque parece toda ella una montaña de mármol de la antigua Grecia,
está, como todas las obras maestras, llena de esos poros en los cuales se
manifiesta la vida y en los que nuestra conciencia lectora se aloja y reclama,
interroga y pide cuentas.
Cuando
afirmo que el texto tiene poros quiero decir que no es una inerte careta, una
máscara, una superficie muerta como la superficie lunar, sino que está
pletórica de vida. Allí ocurren representaciones simbólicas, expectativas que
se cumplen o no, recuerdos que se transforman, ensoñaciones, imágenes que se
multiplican en juegos de espejos, todo un arsenal de señas y gestos que
reflejan al lector y dialogan con él. Cuando digo que lo reflejan, quiero decir
que lo descubren o, mejor, lo redescubren.
Allí,
en esos diminutos pero infinitos agujeros blancos, se mezclan sin cesar, en el
proceso de la lectura, las esperas modificadas, las preguntas del lector, las
expectativas aún no cumplidas y los recuerdos transformados. En el lector inteligente
(llamémoslo crítico) el grado de conciencia de lo que está ocurriendo con sus
percepciones y su memoria (que intervienen en momentos distintos del mismo
fenómeno mientras lee) es muy agudo y sus apreciaciones de lo leído pueden
adquirir profundidades abisales.
En
ese delicioso texto que es “El crítico como artista” y que nadie cita porque
nadie lo lee o porque nadie lo toma en serio, Oscar Wilde afirmaba que en los
mejores tiempos del arte, el de los griegos, no había críticos de arte pero lo
que sí hubo y nunca dejó de haber fue el espíritu crítico, que lo ejercían para
todo: las cuestiones éticas, estéticas, filosóficas, religiosas, científicas,
políticas y educativas, sobre la vida y la literatura La aspiración no era formar críticos, sino
gente con espíritu crítico. Así, elaboraron también una crítica del lenguaje.
El acercamiento de Cortázar, de Faber, de Montag mismo, a la literatura, era el
de un espíritu atento, al que podemos llamar espíritu crítico. Sin el espíritu
crítico, que es el que nos capacita para descubrir los poros de los textos y de
la vida y para sumergirnos en ellos, no pasaremos de ser aburridos leedores,
no lectores, de la literatura y de la vida.
El crítico describe y examina las
características estructurales, formales y de significación de los textos
literarios; los sitúa en sus contextos y variables históricas; los describe y
examina como organismos vivos, es decir, como objetos históricos sujetos a
transformaciones, a diversas lecturas a lo largo del tiempo, y, finalmente,
emite juicios de valor razonados sobre ellos. El crítico es un producto de la
lectura de textos diversos; se hace, se construye a sí mismo con la lectura,
frecuente, comparativa y exigente de esos textos. Dicho de otro modo, sus
lecturas lo constituyen, lo fabrican. También al escritor los textos lo
construyen, pero el escritor da un paso adelante: sus lecturas le sirven de
escalones para fabricar sus propias ficciones, narrativas, poéticas o
dramáticas, procurando no repetirlas y de algún modo superarlas. García
Márquez, por ejemplo, hace de Cien años
de soledad un lugar de reunión verbal donde confluyen tradiciones
literarias enteras: la Biblia, las Mil y una noches árabes; la novela de
caballerías española –el Quijote–; la novela norteamericana, Hemingway y
Faulkner; el realismo europeo del siglo XIX; la literatura latinoamericana,
particularmente la novela popular colombiana (Tomás Carrasquilla). Podríamos
decir, incluso, que una obra literaria, cuanto más hunda sus raíces en la
tradición, más grande e importante será. Porque hay obras presuntamente
literarias que no tienen raíces, no están en ninguna parte, ni en la
literatura: así, por ejemplo, las novelas de Guadalupe Loaeza.
El crítico, no: él no construye ficciones. El
crítico se detiene en el juicio. Su mirada es más intelectual que la del
creador. Hablar del crítico es hablar del intelectual. Porque el crítico ejerce
la duda como método. El crítico hace explícito lo que en la obra de creación
está implícito, y al hacerla explícita, la sitúa en sus coordenadas históricas
y culturales. No todo lector se convertirá en un crítico, pero todo lector debe
desarrollar el espíritu crítico, es decir, debe mantener su mente despierta y
atenta al funcionamiento de la vida y de los textos que, como sabemos, no
funcionan igual.
El
espíritu crítico del investigador de la literatura no tiene por qué
contraponerse al disfrute de la lectura. Al contrario, el segundo es un
elemento consustancial al primero. La lectura es una de las formas de la alegría.
Si no la consideramos así, dediquémonos a otra cosa. Puedo dar testimonio
personal de estas vivencias. Una serie de causalidades —que no casualidades— me llevaron a leer, más
bien descifrar, en mi lejana juventud, la Eneida de Virgilio. Tuve entonces
la absoluta certeza de que estaba viviendo una experiencia inolvidable, uno de
los momentos más felices de mi existencia. Ese libro me dijo que la vida tenía
un sentido. Fue el descubrimiento de la poesía. Qué fastidiosas eran las
llamadas a cenar, qué importunas las llamadas de los amigos. No quería estar
para nadie sino para Eneas y su viaje providencial por el Mediterráneo en busca
de Italia para trasladar, como las aves el polen, una cultura sin ciudad, la
troyana, a la ciudad de ciudades, Roma, que él fundaría. La emoción que todavía
me embarga y me mueve es una de las pruebas irrefutables de que esa lectura
había sido una fuente de alegría perdurable. Luego se multiplicarían esos
textos porosos, llenos de vida, libros que cantan, no que hablan: el Fedón,
Don Quijote, Moby Dick, Los hermanos Karamazov, Bajo el
volcán, Pedro Páramo, “Un amor de Swann”; el teatro de Chéjov, la poesía
de Quevedo y de Vallejo, de López Velarde y Villaurrutia, la obra completa de
Borges y de Paz, lecturas que merecen todas el dudoso calificativo de sublimes
y confirman mi convicción de que el espíritu crítico, que en la maestría
pretendemos fomentar, va de la mano con la felicidad de leer. Ningún símil le
conviene tanto al lector como el de explorador. Un lector es un explorador y un
descubridor de mundos ignotos. No importa que esos territorios ya hayan sido
recorridos por otros. El punto es que constituyan un descubrimiento para él
mismo. Tengamos la confianza y el valor de reconocer que nuestra lectura
también enriquecerá el texto. Bienvenidos, lectores, a la dicha de leer.