El ferrocarril como símbolo del progreso en la cultura
latinoamericana:
dos pinturas del siglo
XIX
The
Railroad as a Symbol of Progress in Latin American Culture: two 19th
Century Paintings
Tomás Ejea Mendoza[1]
Orcid: https://orcid.org/0000-0002
6597 6894
Recibido:
22-10-2021
Aceptado:
14-09-2022
Resumen:
En este artículo se explora el
significado social de dos pinturas del arte realista del siglo XIX, una, del
mexicano José María Velasco y otra, del argentino Ángel Della Valle. Ambas
cuentan con el ingrediente central del imaginario social que querían asentar
los grupos dominantes: el ferrocarril como símbolo de lo moderno y del
progreso.
Palabras clave: realismo; artes
plásticas; ferrocarril; paisaje; siglo XIX.
Abstract:
This article
explores the social significance of two paintings of 19th century
realistic art, one by the Mexican José María Velasco and the other by the
Argentinian Ángel Della Valle. Both have the central
ingredient of the social imaginary that the dominant groups wanted to
establish: the railroad as a symbol of modernity and progress.
Keywords: Realism;
Plastic arts; Railroad; Landscape; XIX century.
Introducción
El final del siglo XIX estuvo
dominado por el realismo en la literatura y las artes. La creación basada en la
fantasía, la imaginación y el ensueño pertenecían a los rebeldes, a los que no
se encuadraban en las líneas oficiales. La riqueza de sus obras ahora es
entendida como una faena fértil y valiosa dentro del patrimonio artístico de
nuestras naciones. Sin embargo, el realismo no se encumbró como el regidor de
los diferentes campos creativos de manera gratuita, era el talante que la
cosmovisión de la clase económica, social y políticamente dominante quería
instaurar acerca de la realidad social de su tiempo. No es que el realismo no
tuviera su valor artístico específico, sino que los gobernantes acudieron a él
para mostrar su concepto de lo que representaba ser un país moderno y transitar
en la ruta del progreso; por supuesto, con ellos a la cabeza.
En
este artículo se explora el significado social de dos pinturas de gran
relevancia en la historia del arte realista del siglo XIX, una, del mexicano
José María Velasco y, otra, del argentino Ángel Della Valle. Ambas comparten,
además de su fuerte carácter realista, el haber sido sumamente exitosas,
admiradas y en especial impulsadas por la clase gobernante de su época, pues
representan el ideal de nación al que aspiraban. Sobre todo, porque cuentan con
el ingrediente central del imaginario social que querían asentar: el
ferrocarril como símbolo de lo moderno y del progreso.
En este escrito se
analizan dos obras pictóricas como un modo de expresión artística que, amén de sus
valores estéticos, también representan la forma de percibir a la sociedad de su
tiempo. Se parte de la premisa de que el artista al sujetarse a los cánones de
la época se conforma dentro de la reproductibilidad estética del momento.
De ahí que en este texto
se tenga como tema central un elemento por demás emblemático del desarrollo
industrial del siglo XIX, en los países latinoamericanos: el ferrocarril. El
llamado camino de hierro no solamente fue uno de los principales factores
económicos sobre los que se estableció la industria contemporánea, sino que también
consistió en un verdadero símbolo de progreso y de modernidad en el
planteamiento cultural de la época y en el imaginario de la sociedad.
La pintura, como
disciplina artística, no está exenta de ser parte del ambiente cultural del
momento en que se desarrolla y, por tanto, también juega un papel relevante, en
tanto es medio de expresión, en la conformación de un lenguaje y de una
apreciación de la realidad social. Si bien, en la época que aquí atañe las
manifestaciones artísticas de este tipo van principalmente dirigidas a la élite
cultural, social y económica, también, por su parte, las clases bajas son
testigos de la transformación del paisaje social que representa la expansión
del ferrocarril y es, entonces, que esta figura se conforma como parte del
imaginario de la sociedad en su conjunto. Por ello, las siguientes páginas de
este artículo son un análisis de dos de las pinturas emblemáticas de esta
perspectiva que asocia al ferrocarril con el progreso: El Citlaltepetl (Cañada de Metlac) de José María Velasco del año 1897 y La estación Lomas de Zamora de Ángel
Della Valle del año 1893. En ambas pinturas uno de los “personajes” principales
es el ferrocarril.
A pesar de la distancia
geográfica y de las diferencias en los contextos culturales y sociales en que
fueron creadas, estas dos pinturas manifiestan claramente la idea de la importancia
del progreso simbolizado en el desarrollo económico y social en América Latina,
a partir de la presencia del ferrocarril como referente y como agente del
transporte más dinámico de la época.
En este sentido, un punto básico del cual parte este artículo es que
la etapa madura de creación plástica de Velasco y de Della Valle corresponde,
cronológicamente, con la difusión de los planteamientos ideológicos de la política gubernamental de
corte liberal en lo económico, y de carácter autoritario en lo político y
social, del gobierno de Porfirio Díaz, en México, y los de Julio A. Roca,
Miguel Juárez Celman y Carlos Pelligrini, en
Argentina. En su obra se representan la
imagen, el mensaje y la atmósfera que, de sus respectivos países, y de una
manera semejante, imaginaban los grupos gobernantes. Esto es,
la burguesía en ascenso que fortalece su poder económico y político,
desplazando a la aristocracia tradicional, erige el discurso cultural que le
ayudará a consolidar su posicionamiento en el vértice de la sociedad.
El ferrocarril, símbolo de lo moderno.
El ferrocarril juega un papel fundamental
en el desarrollo económico y social en el siglo XIX. Esa idea estaba firmemente
arraigada en el imaginario de la clase dirigente de los países subdesarrollados.
Generar una red ferroviaria a lo ancho
y largo del territorio fue uno de los proyectos económicos prioritarios de cualquier gobierno de la época
que quisiera calificarse de moderno. La relevancia de esta industria y los
ambiciosos proyectos que de ahí se derivaban estaban fundados en un hecho
innegable: el impulso económico de las grandes potencias mundiales, Inglaterra,
Francia y, ni se diga, Estados Unidos, estaba fuertemente asociado a la
expansión del ferrocarril.
El ferrocarril jugó un papel central porque, por un lado, su grado
de evolución como medio de transporte, permitía el traslado de mercancías de forma
masiva; y, por el otro, era un fuerte impulsor de la industria moderna que
garantizaba un encauce certero a la producción de uno de sus principales
productos: el hierro. Por eso, hablar de ferrocarril era hablar de progreso.
El impulso que dio el gobierno de Porfirio Díaz al ferrocarril en
México respondía a un doble propósito; por un lado, constituirlo como el impulsor
del crecimiento económico y, por el otro, mediante un manejo simbólico,
asociarlo con el México moderno al que se debería de aspirar. Desde la época de
la Reforma, los políticos manejaron la expansión del ferrocarril como el gran
proyecto económico de México; posteriormente, en la época de Díaz, ese sueño
anhelado pudo ser realidad y fue así que se convirtió
en uno de los principales programas de su gobierno. Para corroborar esta idea
basta con ver el vertiginoso aumento que se dio en el crecimiento de vías
férreas durante su mandato: en 1860 solamente existían en México
El aumento vertiginoso que se observa muestra el papel fundamental que
juega el ferrocarril en el programa de política económica del gobierno; sin
embargo, no está por demás dejar asentado que el crecimiento económico no se
vio reflejado en la reducción de las condiciones de pobreza y explotación en
que vivía la gran mayoría de la población campesina del país. Por su parte, Argentina vivió, a partir de 1880, un relevante
proceso de transformación del sistema productivo; pasó a ser un país industrial
con sustancial incremento del sector alimenticio y, por tanto, el campo se
convirtió en un espacio empresarial donde la inversión de capital redituaba una
apreciable ganancia. Los pastos mejor preparados de la zona denominada la Pampa
Húmeda se usaron para invernada y otras zonas se dedicaron a la cría de ganado.
En ese contexto,
el ferrocarril fue sinónimo de progreso. La integración territorial del país se
depositó en la ampliación de la red ferroviaria; se planteaba que donde arribaba
el ferrocarril, también llegaban la modernidad y el progreso. El Estado buscó
atraer el mayor monto de inversiones, para lo cual otorgó concesiones de
tierras y deducción de impuestos:
En
Las
cifras resultan elocuentes, en 1880 había en todo el país 2,500 kilómetros de
vías y para 1916 esta cantidad había subido a 34,000 kilómetros. La expansión permitió ocupar
a los trabajadores que venían inmigrando de manera acelerada durante todo el
siglo XIX, y que a partir de 1880 ese proceso se aceleró de manera notable. Con
ello se fue configurando una sociedad nueva, en la que los extranjeros o sus
hijos tuvieron amplia presencia e interactuaron y se mezclaron con los criollos,
con ello generaron formas de vida y de cultura híbridas.
Sería demasiado
arriesgado decir que el valor de las pinturas aquí mencionadas se reduce
simplemente al haber sido un reflejo automático de la situación política y
económica de su época. Si bien en ocasiones estos dos pintores llevaban a cabo
tareas que podríamos llamar “por encargo”, habrá también que hacer justicia al
trabajo artístico de estos pintores y alejarse de toda interpretación maniquea
de sus propósitos. Eso nos lleva a, primero, describir brevemente sus trayectorias
como pintores para, posteriormente, hacer un breve análisis de su trabajo
pictórico.
José María
Velasco y la pintura de paisaje en México
José
María Velasco Obregón nace en Temascalcingo, Estado de México, el 6 de julio de
1840, hijo de una familia de comerciantes y artesanos que se dedica a la
confección de ropa. Cuando Velasco tiene nueve años, su familia se traslada a
la capital del país y, cinco meses después, muere su padre. En 1858, ingresa a
Se puede afirmar que Velasco fue un alumno serio y dedicado, cuestión que
también se reflejará en su obra posterior, como lo muestran los catálogos de
las obras premiadas de la época. Es en este periodo cuando su trabajo adquiere
las estructuras académicas, aprendidas de Landesio, envasadas
en diagonales armónicamente tiradas. Aunque se mantiene fiel a un objetivismo
de raíces clásicas, muy propio del trabajo de su maestro, hizo con su pintura
una verdadera recreación de la naturaleza, llevando a sus lienzos, además del
paisaje captado con toda su majestuosidad, la intención poética del artista.
Si algún tema le apasionaba a Velasco eran las cumbres de las
montañas. Pintó los volcanes del Valle de México en varias ocasiones, y el
Citlaltépetl aparece al menos en tres de sus cuadros: Puente de Metlac de 1881, El pico de Orizaba (Citlaltépetl) de
1875 y, el que nos ocupa en estas páginas, El
Citlaltépetl (Cañada de Metlac) de 1897. Sin
embargo, como dice Báez: “Pero si la sequedad de las rocas le atraía, también
lo entusiasmaba el paisaje exuberante” (Báez, 1974, p. 73).
Su carácter profundamente sedentario lo llevó a pintar en reiteradas
ocasiones los mismos paisajes, especialmente hizo de su modelo el Valle de
México. Sin embargo, también viajó por algunos lugares del país: Querétaro,
Oaxaca, Puebla, etc. En 1889, partió para Francia para asistir a
Respecto
a la primera, Mauricio Tenorio Trillo comenta:
La médula de la
exposición de México en París 1889 estaba en las muestras de arte, educación,
textiles y artes extractivas. El grupo de obras de arte lo dirigió José María
Velasco [...] En efecto, Velasco [...] era el artista plástico más prominente
del México finisecular. Gracias a su destreza en la pintura y a sus conexiones
con los círculos intelectuales Velasco ocupaba un puesto elevado en la
burocracia cultural y en el equipo de exposiciones, a pesar de sus orígenes
humildes (Tenorio, 1998, p. 90).
Así
pues, tan fuerte era la presencia de este pintor que el núcleo de la exposición
de artes “estaba constituido por 68 pinturas de Velasco” (Tenorio, 1998, p. 91).
Acerca de la trascendencia del trabajo de Velasco, Pérez de Salazar
Solana opina: “Velasco es el iniciador de la pintura ‘moderna’ del paisaje en
México” (Pérez: 1982, p. 99). Por su parte, al respecto, Eduardo Báez Macías
afirma: “Murió [Velasco] en 1912, cuando ya la pintura mexicana caminaba por
sendero propio. Había sido su obra el punto en que se unieron lo mejor de la
escuela neoclásica y académica y los principios de un arte que rebasando el
siglo XIX desembocaría en las modernas corrientes” (Báez, 1974, p. 74). Juan Carlos Rivera también habla sobre ello,
pero estableciendo un matiz: “Si bien José María Velasco colocó al paisaje en
la perfección académica [...] cabe mencionar que la crítica modernista vio con
desdén la obra del ahora indispensable pintor mexiquense, y lo que los jóvenes
autores estaban haciendo con estas interpretaciones paisajísticas era alejarse
del modo de Velasco” (Coronel, 1999, p. 23).
Imagen
1. Citlaltépetl
(Cañada de Metlac).
José María Velasco: Citlaltépetl
(Cañada de Metlac), 1897. Óleo sobre lienzo. 104
x 160.5 cm. Museo Nacional de Arte. Ciudad de México.
A
José María Velasco el ferrocarril no le pasó desapercibido; es interesante observar
cómo en varios de sus cuadros juega un papel fundamental. En algunos de sus
lienzos evidentemente es un elemento protagónico, por su tamaño, como es el
caso de un cuadro del año 1881, Puente de
Metlac;
o por la posición que ocupa en la composición, como en el cuadro que nos ocupa,
Citlaltépetl.
En este último caso, el ferrocarril no es una figura de gran tamaño,
pero su relevancia ya es evidente a primera vista, y si observamos con un poco
de atención, su importancia se realza aún más. Después de detener nuestra
mirada en los diversos elementos que conforman el paisaje natural: el cielo,
los montes y montañas, la vegetación, etc., tarde que temprano acabamos por
dirigir nuestro interés a la locomotora, los vagones y, finalmente, hacia uno
de los elementos que a mi parecer es de los más poderosamente sutiles: las vías
del tren. Al buscar con nuestra mirada (y con curiosidad, por supuesto) de dónde
provienen las vías del tren, encontramos que ellas se continúan desde muy lejos
en el panorama y eso nos hace comprender la proporción y el detalle de los
lugares por donde pasan, sobre todo nos hace conscientes del tamaño y de la
relación majestuosa que guarda esta obra humana con la obra de la naturaleza.
En El Citlaltépetl se
muestra, entonces, la majestuosidad del paisaje creado por la naturaleza, pero
también la majestuosidad de la obra humana: el ferrocarril, que es capaz de
atravesar cerros, subir pendientes, cruzar barrancos, y con su sustancia
omnipresente; esto lo podemos ver con todo detalle en el primer plano, pero
también planos atrás, ofreciéndosenos claros indicios de que la máquina ya
efectuó su recorrido por lontananza. En este sentido podemos decir, con
Mauricio Tenorio Trillo: “Una vía férrea cruzando la naturaleza salvaje e
indómita era un inigualable símbolo de progreso” (Tenorio, 1998, p. 163).
La pintura representa un paisaje abierto; en él identificamos muchos
de sus relieves, desde la montaña a lo lejos, la quebrada en medio, el monte en
plano medio y la vegetación en primer plano. En este panorama, la naturaleza, a
pesar de su diversidad, está en perfecta armonía consigo misma y también con el
hombre, a través del ferrocarril. Se plasma, así, la idea cabal de un hermoso
país.
En esta pintura, el ser humano, majestuoso, aparece representado en la
figura del conductor y en la de los pasajeros del tren; es el creador del otro
gran portento del mundo: el desarrollo de la industria. Las personas pintadas
en el cuadro (el conductor y los pasajeros) aparecen como dedicadas a una vida
productiva o disfrutando del progreso: alcanzamos a ver al maquinista que
dirige el vehículo hacia el frente alerta y responsablemente. Los pasajeros, por
su lado, tranquilos van observando el imponente paisaje. Seres humanos en paz y
armonía. En paz y armonía entre ellos y con la naturaleza.
La pintura de Velasco es también un juego con la luz. Una de las búsquedas
predilectas de la pintura a finales de siglo XIX se da alrededor de la luz. De
manera asombrosa para los contemporáneos, la energía eléctrica ilumina los
hogares y las ciudades a través de la bombilla, así transforma radicalmente la
vida cotidiana de los seres humanos. Velasco tiene la necesidad de acercarse a
experimentar con la luz de manera realista. En sus cuadros frecuentemente están
presentes la claridad del aire y el esplendor del paisaje. Salvo excepciones,
sus cielos son despejados, la luz es tersa. En el cuadro que nos ocupa esto es
por demás evidente. Observamos un cielo y un aire absolutamente diáfanos,
incluso lo son las nubes que se observan al fondo del cielo, en la parte
derecha; de ninguna manera enturbian el ambiente, por el contrario, remarcan su
claridad.
Velasco tenía un fuerte espíritu de científico y lo escrutaba en el
realismo de sus lienzos, trazaba con toda claridad cada uno de los elementos
representados. El deleite consistía en hacer la disección, con la mayor
precisión posible, de todos los componentes del mundo de la naturaleza y del
mundo de los humanos: el volcán, los montes, el prado, la cañada, la vegetación
con sus múltiples variantes en los primeros planos; el ferrocarril, el humo que
produce, las vías del tren y, por supuesto, los túneles al fondo. En el
realismo de Velasco no hay vaguedad, todo es absolutamente claro y definido. En
eso estriba la diferencia de la pintura de Velasco con respecto al
impresionismo: para reconocer el contenido no necesitamos alejarnos del cuadro
o realizar la síntesis mental de lo observado en el lienzo, aquí simplemente y
desde el primer golpe de vista, reconocemos con toda claridad lo que
representa.
Por otra parte, no cabe duda de que este cuadro nos muestra la imagen
de un México en completo estado de paz. Representación muy valiosa para el
grupo en el poder de entonces que buscaba afanosamente una proclama que le
permitiera dejar atrás, de una vez por todas, las luchas intestinas que
sacudieron al país las décadas anteriores. Dejar también atrás, por supuesto,
las protestas y los movimientos de campesinos e indígenas violentamente
reprimidos por el gobierno. Velasco, sin premeditación, pero con gran calidad
en el trazo, muestra el México idílico en el que toda “gente de razón” hubiera
querido vivir.
Ángel Della
Valle y el criollismo en Argentina
Ángel Della Valle nació en Buenos
Aires en 1852. Su padre, un inmigrante italiano dedicado a la construcción,
percibió su talento para la pintura, y a la edad de 15 años lo envió a estudiar
a Florencia, en
El contexto en el que se desenvuelve la obra de Della Valle está marcado
por el hecho de que a finales del siglo XIX la inmigración europea en la
Argentina creció notablemente. Esto repercutió de manera significativa en el
desarrollo urbano. Las ciudades crecieron en territorios de la pampa. En el arte
y la literatura nació "el criollismo". El gaucho y la llanura se
convirtieron en la forma de expresión nacional. Gran cantidad de escritores,
pintores y artistas buscaron en la figura del gaucho y de la llanura la expresión
genuina del simbólico nacional.
En ese escenario
es que Ángel Della Valle vuelve de Europa, después de ocho años de estudios en
También se dedica a las obras costumbristas, cuya producción es escasa,
pero es en ellas donde se despliega su gran capacidad artística. Della Valle
conocía bien el dibujo académico y el claroscuro, técnicas que incorporó
durante sus años en Florencia, pero tiene gran influencia de su maestro
uruguayo Juan Manuel de Blanes, quien le dio la clave para encauzar la forma y
el espíritu de su obra.
Trató de
idealizar a la pampa argentina con La
vuelta del Malón (1892), La cautiva
(1894) y Juan Moreira (1891),
pinturas en que muestra un realismo brutal y una desolación de la patria. La vuelta del Malón se expuso públicamente
en Buenos Aires donde tuvo gran éxito. También representó a la Argentina en el
Congreso Mundial de Chicago donde fue premiada.
Otras obras que
se destacan son Tren en
Tal como lo
hicieron muchos pintores del siglo XIX, Della Valle se valió con frecuencia de
la fotografía para documentarse y componer sus cuadros; así pues, la fotografía
comenzó a cultivarse con pretensiones que iban más allá del mero interés
documental. Della Valle compuso La
estación Lomas de Zamora sobre la base de una fotografía (Malosetti, 2001, p. 260).
Ángel Della Valle: Estación
de Lomas de Zamora, 1893. Óleo sobre lienzo. 36 x 57 cm.
En
general, el trabajo pictórico de Ángel Della Valle no tiene una temática tan
fuertemente definida hacia el paisaje como en el caso de Velasco; sin embargo,
en muchos de sus cuadros, y con el ánimo de retratar la vida de
Della Valle, como ya mencionamos anteriormente, estaba interesado en
dar cuenta de las peripecias que se presentaban en la Pampa, de ahí sus cuadros
como El regreso del malón o La cautiva; pero también daba cuenta del
progreso social que se iba consolidando a través del ferrocarril, el cual está
presente en algunos de sus cuadros —Tren
de
La estación
Lomas de Zamora es un cuadro representativo de la
idea que de lo moderno se tiene en Argentina a finales del siglo XIX. El
protagonista sin duda es el ferrocarril, con la estación en primer plano que
ocupa gran parte del cuadro. Las vías, y el tren mismo, nos llevan por sus
líneas de perspectiva a la punta trasera de la máquina y automáticamente nuestra
vista se traslada, atrás de ella, en lontananza, al paisaje urbano.
La ciudad, al fondo, ocupa una pequeña superficie del cuadro, pero por
la situación que juega en el equilibrio de la composición —las líneas del
horizonte y, en la perspectiva principal, las líneas diagonales— adquiere una
fuerza inusitada, con ello logra una fuerte idea de contraste entre lo urbano y
lo rural. Todas las líneas rectas confluyen en la ciudad: la fila de árboles, tanto
el andén izquierdo como el derecho, las vías del tren, el techo del edificio;
de ahí su fuerza expresiva.
En este cuadro están claramente imbricados la ciudad y el campo.
Hagamos un ejercicio de imaginación: pensemos esta pintura sin el tren, sin sus
vías y aún más, sin la ciudad al fondo, y nos quedaríamos con un paisaje
absolutamente rural; tal vez, incluso, desolado; unos cuantos habitantes
inmersos en el despoblado. Pero la presencia urbana y su representante, el
ferrocarril, hacen que este cuadro sea una elaborada metáfora de la relación
entre lo urbano y lo rural. El ferrocarril, entonces, se convierte en el brazo
de la urbe civilizada; con su impecable trayecto, y como sinónimo de desarrollo
industrial, alcanza todos los territorios del descampado pampero para cuajar
una integración armoniosa entre lo indómito del campo y lo espléndido de la
ciudad.
Por otra parte, en la obra que analizamos está presente población de
todas las procedencias sociales. Personas de distintos estratos y grupos
étnicos en espera del tren; aún más, un niño jugando y un perrito saltarín,
completan el cuadro. En este caso no hay conflicto, no hay seres humanos en
lucha. La naturaleza y el humano —aunque son dos fuerzas totalmente distintas—
no se contradicen, no luchan entre ellas, y no luchan al interior de ellas; al
contrario, se complementan. Tal vez de ahí emana la tranquilidad que nos
produce este paisaje: la población unida en espera del ferrocarril, en espera
de la modernidad que trae consigo de manera inexorable la paz y la armonía.
Esta idea adquiere más relevancia si se considera que Della Valle en
muchos de sus cuadros representa el mundo indómito de
En La estación Lomas de Zamora,
el campo se encuentra inmerso en un mundo apacible, no hay muestras de tensión,
ni violencia épica —como
sí lo hay en La vuelta del malón y La cautiva —
porque en este caso Della Valle no echa mano de lo exótico y misterioso, sino
que su pintura es realista, cargada de un sentido descriptivo de equilibrio y
parsimonia, lo cual nos lleva plenamente a evocar la pintura antes mencionada
de Velasco.
Debido, como ya se mencionó anteriormente, a que Della Valle se apoyó
en la utilización de una fotografía para realizar La estación Lomas de Zamora,
se podría decir que este tipo de pintura carece de imaginación. Nada más lejos
de la realidad. La imaginación que echa a andar Della Valle está puesta en la
composición, en la forma de integrar los elementos de la realidad al
trasponerlos en el lienzo.
La realización de cualquier cuadro, independientemente que sea más o
menos “realista”, no deja de ser una construcción del artista. El pintor
selecciona los elementos de la realidad y los pone en juego, utilizando el
color, el equilibrio en la composición, etc. En el caso de la pintura que nos
ocupa, la imaginación y la creatividad están dadas en lograr que los elementos
dispersos que el artista observa se conjuguen armoniosamente en una totalidad
integrada, donde el sentido de unidad es preeminente. Otra vez, como Velasco,
los esfuerzos creativos, aunque con las diferencias señaladas, están puestos al
servicio de la claridad y el orden.
A manera de
conclusión
Las nociones generales expuestas en
estas páginas buscan señalar que las pinturas de Velasco y de Della Valle
comparten un interés común en cuanto son una representación de los valores de
filosofía política y social que enarbolaban los gobiernos liberales de sus
respectivos países.
Ya
he mencionado que no pretendo decir que estos pintores fueran simplemente los
ideólogos de los planteamientos de sus gobiernos, ni que estaban imbuidos en
una práctica política que los llevara a ilustrar en sus pinturas
conscientemente los principios de política social o económica que los
sostenían. Lejos de ello, busco delinear una idea general: las obras de estos
pintores, “respiran” claramente los principios ideológicos básicos de los
gobiernos liberales de aquella época: paz, orden y progreso.
Si bien los planteamientos de los gobiernos liberales tenían muchos
rasgos en común por su perfil latinoamericano, no se puede dejar de lado sus
características particulares, las cuales le dan un toque especial a la
circunstancia política, social y sobre todo estética que se vive en cada país,
y nos permiten abordar el desarrollo del progreso industrial “científico” en
México y el progreso económico basado en la inmigración y el “criollismo”, en
Argentina.
En
este sentido, sería poco sensato plantear que el valor de la obra de Velasco y
de Della Valle se reduce simplemente a cuestiones de carácter político; eso equivaldría
a despreciar equivocadamente su valor artístico. Sin embargo, es innegable que
sus pinturas también representaban una imagen idealizada de una Latinoamérica
que a los grupos dominantes les interesaba mostrar tanto al interior de sus
respectivos países como en el extranjero. Imagen que tenía relación con un
idílico ambiente de paz, prosperidad y bienestar económico que, por supuesto,
la realidad se negaba constantemente a confirmar. Realidad que era fértil para
generar distintas manifestaciones sociales y artísticas que se contraponían a
ese escenario de parsimonia, entre ellas, en el campo de la narrativa, la
literatura fantástica y en el campo más amplio de las artes, las distintas
vertientes que dieron pie a las vanguardias del siglo XX.
Bibliografía
Báez Macías, E. (1974). Fundación e historia de
Coronel
Rivera, J. (1999). El experimento. La experiencia. México 1900-1925. En: 1900-2000, un siglo de arte mexicano. Milán:
Landucci/CONACULTA.
Malosetti, L. (2001). Los primeros modernos. Arte y sociedad en
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Trillo, M. (1998). Artilugio de la nación
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Hemerografía
Landesio, E. (1992 [1867]). La
pintura general o de paisaje y de perspectiva, en
[1] Universidad Autónoma Metropolitana, tomas.ejea@gmail.com
[2] Un dato anecdótico que nos permite ver un rasgo de su carácter en que se plasma su interés por la ciencia es que existe la tradición familiar que afirma que a su amigo desde la infancia, el doctor Pedro Lagleyze (1853-1916), oftalmólogo de reconocido prestigio y gran promotor de la ciencia en Argentina, se le atribuye el haber pintado a los perritos lanudos que se encuentran en las obras tales como La estación Lomas de Zamora y La banda lisa entre otros. (Malosetti, 2001, p. 259)