El ferrocarril como símbolo del progreso en la cultura latinoamericana:

dos pinturas del siglo XIX

The Railroad as a Symbol of Progress in Latin American Culture: two 19th Century Paintings

Tomás Ejea Mendoza[1]

Orcid: https://orcid.org/0000-0002 6597 6894

Recibido: 22-10-2021

Aceptado: 14-09-2022

Resumen:

En este artículo se explora el significado social de dos pinturas del arte realista del siglo XIX, una, del mexicano José María Velasco y otra, del argentino Ángel Della Valle. Ambas cuentan con el ingrediente central del imaginario social que querían asentar los grupos dominantes: el ferrocarril como símbolo de lo moderno y del progreso.

Palabras clave: realismo; artes plásticas; ferrocarril; paisaje; siglo XIX.

 

Abstract:

This article explores the social significance of two paintings of 19th century realistic art, one by the Mexican José María Velasco and the other by the Argentinian Ángel Della Valle. Both have the central ingredient of the social imaginary that the dominant groups wanted to establish: the railroad as a symbol of modernity and progress.

Keywords: Realism; Plastic arts; Railroad; Landscape; XIX century.

 

 

Introducción

El final del siglo XIX estuvo dominado por el realismo en la literatura y las artes. La creación basada en la fantasía, la imaginación y el ensueño pertenecían a los rebeldes, a los que no se encuadraban en las líneas oficiales. La riqueza de sus obras ahora es entendida como una faena fértil y valiosa dentro del patrimonio artístico de nuestras naciones. Sin embargo, el realismo no se encumbró como el regidor de los diferentes campos creativos de manera gratuita, era el talante que la cosmovisión de la clase económica, social y políticamente dominante quería instaurar acerca de la realidad social de su tiempo. No es que el realismo no tuviera su valor artístico específico, sino que los gobernantes acudieron a él para mostrar su concepto de lo que representaba ser un país moderno y transitar en la ruta del progreso; por supuesto, con ellos a la cabeza.

            En este artículo se explora el significado social de dos pinturas de gran relevancia en la historia del arte realista del siglo XIX, una, del mexicano José María Velasco y, otra, del argentino Ángel Della Valle. Ambas comparten, además de su fuerte carácter realista, el haber sido sumamente exitosas, admiradas y en especial impulsadas por la clase gobernante de su época, pues representan el ideal de nación al que aspiraban. Sobre todo, porque cuentan con el ingrediente central del imaginario social que querían asentar: el ferrocarril como símbolo de lo moderno y del progreso.

En este escrito se analizan dos obras pictóricas como un modo de expresión artística que, amén de sus valores estéticos, también representan la forma de percibir a la sociedad de su tiempo. Se parte de la premisa de que el artista al sujetarse a los cánones de la época se conforma dentro de la reproductibilidad estética del momento.

De ahí que en este texto se tenga como tema central un elemento por demás emblemático del desarrollo industrial del siglo XIX, en los países latinoamericanos: el ferrocarril. El llamado camino de hierro no solamente fue uno de los principales factores económicos sobre los que se estableció la industria contemporánea, sino que también consistió en un verdadero símbolo de progreso y de modernidad en el planteamiento cultural de la época y en el imaginario de la sociedad.

La pintura, como disciplina artística, no está exenta de ser parte del ambiente cultural del momento en que se desarrolla y, por tanto, también juega un papel relevante, en tanto es medio de expresión, en la conformación de un lenguaje y de una apreciación de la realidad social. Si bien, en la época que aquí atañe las manifestaciones artísticas de este tipo van principalmente dirigidas a la élite cultural, social y económica, también, por su parte, las clases bajas son testigos de la transformación del paisaje social que representa la expansión del ferrocarril y es, entonces, que esta figura se conforma como parte del imaginario de la sociedad en su conjunto. Por ello, las siguientes páginas de este artículo son un análisis de dos de las pinturas emblemáticas de esta perspectiva que asocia al ferrocarril con el progreso: El Citlaltepetl (Cañada de Metlac) de José María Velasco del año 1897 y La estación Lomas de Zamora de Ángel Della Valle del año 1893. En ambas pinturas uno de los “personajes” principales es el ferrocarril.

A pesar de la distancia geográfica y de las diferencias en los contextos culturales y sociales en que fueron creadas, estas dos pinturas manifiestan claramente la idea de la importancia del progreso simbolizado en el desarrollo económico y social en América Latina, a partir de la presencia del ferrocarril como referente y como agente del transporte más dinámico de la época.

En este sentido, un punto básico del cual parte este artículo es que la etapa madura de creación plástica de Velasco y de Della Valle corresponde, cronológicamente, con la difusión de los planteamientos ideológicos de la política gubernamental de corte liberal en lo económico, y de carácter autoritario en lo político y social, del gobierno de Porfirio Díaz, en México, y los de Julio A. Roca, Miguel Juárez Celman y Carlos Pelligrini, en Argentina. En su obra se representan la imagen, el mensaje y la atmósfera que, de sus respectivos países, y de una manera semejante, imaginaban los grupos gobernantes. Esto es, la burguesía en ascenso que fortalece su poder económico y político, desplazando a la aristocracia tradicional, erige el discurso cultural que le ayudará a consolidar su posicionamiento en el vértice de la sociedad.

 

El ferrocarril, símbolo de lo moderno.

El ferrocarril juega un papel fundamental en el desarrollo económico y social en el siglo XIX. Esa idea estaba firmemente arraigada en el imaginario de la clase dirigente de los países subdesarrollados. Generar una red ferroviaria a lo ancho y largo del territorio fue uno de los proyectos económicos prioritarios de cualquier gobierno de la época que quisiera calificarse de moderno. La relevancia de esta industria y los ambiciosos proyectos que de ahí se derivaban estaban fundados en un hecho innegable: el impulso económico de las grandes potencias mundiales, Inglaterra, Francia y, ni se diga, Estados Unidos, estaba fuertemente asociado a la expansión del ferrocarril.

La llamada segunda revolución industrial de principios y mediados de siglo XIX en Europa y de mediados y finales de ese mismo siglo en Estados Unidos, tuvo como punta de lanza la expansión del célebre “caballo de hierro”. El avance económico en el siglo XIX implicaba el crecimiento industrial; así mismo, el florecimiento comercial, su pareja insustituible, requería medios de transporte que permitieran el intercambio de productos a gran escala.

El ferrocarril jugó un papel central porque, por un lado, su grado de evolución como medio de transporte, permitía el traslado de mercancías de forma masiva; y, por el otro, era un fuerte impulsor de la industria moderna que garantizaba un encauce certero a la producción de uno de sus principales productos: el hierro. Por eso, hablar de ferrocarril era hablar de progreso.

El impulso que dio el gobierno de Porfirio Díaz al ferrocarril en México respondía a un doble propósito; por un lado, constituirlo como el impulsor del crecimiento económico y, por el otro, mediante un manejo simbólico, asociarlo con el México moderno al que se debería de aspirar. Desde la época de la Reforma, los políticos manejaron la expansión del ferrocarril como el gran proyecto económico de México; posteriormente, en la época de Díaz, ese sueño anhelado pudo ser realidad y fue así que se convirtió en uno de los principales programas de su gobierno. Para corroborar esta idea basta con ver el vertiginoso aumento que se dio en el crecimiento de vías férreas durante su mandato: en 1860 solamente existían en México 24 kilómetros de vías transitables, mientras que para 1880 ya existían 1,100 kilómetros y, casi al finalizar su gobierno, en 1910, existían 19,000 kilómetros (Robles, 1998, pp. 46 y 66).

El aumento vertiginoso que se observa muestra el papel fundamental que juega el ferrocarril en el programa de política económica del gobierno; sin embargo, no está por demás dejar asentado que el crecimiento económico no se vio reflejado en la reducción de las condiciones de pobreza y explotación en que vivía la gran mayoría de la población campesina del país.  Por su parte, Argentina vivió, a partir de 1880, un relevante proceso de transformación del sistema productivo; pasó a ser un país industrial con sustancial incremento del sector alimenticio y, por tanto, el campo se convirtió en un espacio empresarial donde la inversión de capital redituaba una apreciable ganancia. Los pastos mejor preparados de la zona denominada la Pampa Húmeda se usaron para invernada y otras zonas se dedicaron a la cría de ganado.

En ese contexto, el ferrocarril fue sinónimo de progreso. La integración territorial del país se depositó en la ampliación de la red ferroviaria; se planteaba que donde arribaba el ferrocarril, también llegaban la modernidad y el progreso. El Estado buscó atraer el mayor monto de inversiones, para lo cual otorgó concesiones de tierras y deducción de impuestos:

En la Argentina, entre 1880 y 1913 el capital británico creció casi 20 veces. A los rubros tradicionales comercio, bancos, préstamos al Estado se agregaron los préstamos hipotecarios sobre las tierras, las inversiones en empresas públicas de servicios, como tranvías o aguas corrientes, y sobre todo los ferrocarriles (Romero, 1998, p. 20).

 

Las cifras resultan elocuentes, en 1880 había en todo el país 2,500 kilómetros de vías y para 1916 esta cantidad había subido a 34,000 kilómetros. La expansión permitió ocupar a los trabajadores que venían inmigrando de manera acelerada durante todo el siglo XIX, y que a partir de 1880 ese proceso se aceleró de manera notable. Con ello se fue configurando una sociedad nueva, en la que los extranjeros o sus hijos tuvieron amplia presencia e interactuaron y se mezclaron con los criollos, con ello generaron formas de vida y de cultura híbridas.

Sería demasiado arriesgado decir que el valor de las pinturas aquí mencionadas se reduce simplemente al haber sido un reflejo automático de la situación política y económica de su época. Si bien en ocasiones estos dos pintores llevaban a cabo tareas que podríamos llamar “por encargo”, habrá también que hacer justicia al trabajo artístico de estos pintores y alejarse de toda interpretación maniquea de sus propósitos. Eso nos lleva a, primero, describir brevemente sus trayectorias como pintores para, posteriormente, hacer un breve análisis de su trabajo pictórico.

 

José María Velasco y la pintura de paisaje en México

José María Velasco Obregón nace en Temascalcingo, Estado de México, el 6 de julio de 1840, hijo de una familia de comerciantes y artesanos que se dedica a la confección de ropa. Cuando Velasco tiene nueve años, su familia se traslada a la capital del país y, cinco meses después, muere su padre. En 1858, ingresa a la Academia de San Carlos, tiene como maestro a Eugenio Landesio, y destaca como gran alumno del paisajista. Landesio jugará un papel importante en la vida de Velasco, pues será el que le enseñe la “pintura general o de paisaje y de perspectiva” que tanta relevancia tendrá en su obra posterior. Al comentar los logros de Velasco, Landesio dice: “este joven artista hará grande honor a su patria, coadyuvándole, como bien lo merece, en sus nobles esfuerzos; lo que deseo vivamente y espero tenga lugar" (Landesio, 1992, p. 75).

Se puede afirmar que Velasco fue un alumno serio y dedicado, cuestión que también se reflejará en su obra posterior, como lo muestran los catálogos de las obras premiadas de la época. Es en este periodo cuando su trabajo adquiere las estructuras académicas, aprendidas de Landesio, envasadas en diagonales armónicamente tiradas. Aunque se mantiene fiel a un objetivismo de raíces clásicas, muy propio del trabajo de su maestro, hizo con su pintura una verdadera recreación de la naturaleza, llevando a sus lienzos, además del paisaje captado con toda su majestuosidad, la intención poética del artista.

Si algún tema le apasionaba a Velasco eran las cumbres de las montañas. Pintó los volcanes del Valle de México en varias ocasiones, y el Citlaltépetl aparece al menos en tres de sus cuadros: Puente de Metlac de 1881, El pico de Orizaba (Citlaltépetl) de 1875 y, el que nos ocupa en estas páginas, El Citlaltépetl (Cañada de Metlac) de 1897. Sin embargo, como dice Báez: “Pero si la sequedad de las rocas le atraía, también lo entusiasmaba el paisaje exuberante” (Báez, 1974, p. 73).

Su carácter profundamente sedentario lo llevó a pintar en reiteradas ocasiones los mismos paisajes, especialmente hizo de su modelo el Valle de México. Sin embargo, también viajó por algunos lugares del país: Querétaro, Oaxaca, Puebla, etc. En 1889, partió para Francia para asistir a la Exposición Universal de París, en donde se exhibieron sus cuadros, y en 1893 también asistió a la Feria Mundial de Chicago.

Respecto a la primera, Mauricio Tenorio Trillo comenta:

La médula de la exposición de México en París 1889 estaba en las muestras de arte, educación, textiles y artes extractivas. El grupo de obras de arte lo dirigió José María Velasco [...] En efecto, Velasco [...] era el artista plástico más prominente del México finisecular. Gracias a su destreza en la pintura y a sus conexiones con los círculos intelectuales Velasco ocupaba un puesto elevado en la burocracia cultural y en el equipo de exposiciones, a pesar de sus orígenes humildes (Tenorio, 1998, p. 90).

 

Así pues, tan fuerte era la presencia de este pintor que el núcleo de la exposición de artes “estaba constituido por 68 pinturas de Velasco” (Tenorio, 1998, p. 91).

Acerca de la trascendencia del trabajo de Velasco, Pérez de Salazar Solana opina: “Velasco es el iniciador de la pintura ‘moderna’ del paisaje en México” (Pérez: 1982, p. 99). Por su parte, al respecto, Eduardo Báez Macías afirma: “Murió [Velasco] en 1912, cuando ya la pintura mexicana caminaba por sendero propio. Había sido su obra el punto en que se unieron lo mejor de la escuela neoclásica y académica y los principios de un arte que rebasando el siglo XIX desembocaría en las modernas corrientes” (Báez, 1974, p. 74).  Juan Carlos Rivera también habla sobre ello, pero estableciendo un matiz: “Si bien José María Velasco colocó al paisaje en la perfección académica [...] cabe mencionar que la crítica modernista vio con desdén la obra del ahora indispensable pintor mexiquense, y lo que los jóvenes autores estaban haciendo con estas interpretaciones paisajísticas era alejarse del modo de Velasco” (Coronel, 1999, p. 23).

 

Imagen 1. Citlaltépetl (Cañada de Metlac).

José María Velasco: Citlaltépetl (Cañada de Metlac), 1897. Óleo sobre lienzo. 104 x 160.5 cm. Museo Nacional de Arte. Ciudad de México.

 

A José María Velasco el ferrocarril no le pasó desapercibido; es interesante observar cómo en varios de sus cuadros juega un papel fundamental. En algunos de sus lienzos evidentemente es un elemento protagónico, por su tamaño, como es el caso de un cuadro del año 1881, Puente de Metlac; o por la posición que ocupa en la composición, como en el cuadro que nos ocupa, Citlaltépetl.

En este último caso, el ferrocarril no es una figura de gran tamaño, pero su relevancia ya es evidente a primera vista, y si observamos con un poco de atención, su importancia se realza aún más. Después de detener nuestra mirada en los diversos elementos que conforman el paisaje natural: el cielo, los montes y montañas, la vegetación, etc., tarde que temprano acabamos por dirigir nuestro interés a la locomotora, los vagones y, finalmente, hacia uno de los elementos que a mi parecer es de los más poderosamente sutiles: las vías del tren. Al buscar con nuestra mirada (y con curiosidad, por supuesto) de dónde provienen las vías del tren, encontramos que ellas se continúan desde muy lejos en el panorama y eso nos hace comprender la proporción y el detalle de los lugares por donde pasan, sobre todo nos hace conscientes del tamaño y de la relación majestuosa que guarda esta obra humana con la obra de la naturaleza.

En El Citlaltépetl se muestra, entonces, la majestuosidad del paisaje creado por la naturaleza, pero también la majestuosidad de la obra humana: el ferrocarril, que es capaz de atravesar cerros, subir pendientes, cruzar barrancos, y con su sustancia omnipresente; esto lo podemos ver con todo detalle en el primer plano, pero también planos atrás, ofreciéndosenos claros indicios de que la máquina ya efectuó su recorrido por lontananza. En este sentido podemos decir, con Mauricio Tenorio Trillo: “Una vía férrea cruzando la naturaleza salvaje e indómita era un inigualable símbolo de progreso” (Tenorio, 1998, p. 163).

La pintura representa un paisaje abierto; en él identificamos muchos de sus relieves, desde la montaña a lo lejos, la quebrada en medio, el monte en plano medio y la vegetación en primer plano. En este panorama, la naturaleza, a pesar de su diversidad, está en perfecta armonía consigo misma y también con el hombre, a través del ferrocarril. Se plasma, así, la idea cabal de un hermoso país.

En esta pintura, el ser humano, majestuoso, aparece representado en la figura del conductor y en la de los pasajeros del tren; es el creador del otro gran portento del mundo: el desarrollo de la industria. Las personas pintadas en el cuadro (el conductor y los pasajeros) aparecen como dedicadas a una vida productiva o disfrutando del progreso: alcanzamos a ver al maquinista que dirige el vehículo hacia el frente alerta y responsablemente. Los pasajeros, por su lado, tranquilos van observando el imponente paisaje. Seres humanos en paz y armonía. En paz y armonía entre ellos y con la naturaleza.

La pintura de Velasco es también un juego con la luz. Una de las búsquedas predilectas de la pintura a finales de siglo XIX se da alrededor de la luz. De manera asombrosa para los contemporáneos, la energía eléctrica ilumina los hogares y las ciudades a través de la bombilla, así transforma radicalmente la vida cotidiana de los seres humanos. Velasco tiene la necesidad de acercarse a experimentar con la luz de manera realista. En sus cuadros frecuentemente están presentes la claridad del aire y el esplendor del paisaje. Salvo excepciones, sus cielos son despejados, la luz es tersa. En el cuadro que nos ocupa esto es por demás evidente. Observamos un cielo y un aire absolutamente diáfanos, incluso lo son las nubes que se observan al fondo del cielo, en la parte derecha; de ninguna manera enturbian el ambiente, por el contrario, remarcan su claridad.

Velasco tenía un fuerte espíritu de científico y lo escrutaba en el realismo de sus lienzos, trazaba con toda claridad cada uno de los elementos representados. El deleite consistía en hacer la disección, con la mayor precisión posible, de todos los componentes del mundo de la naturaleza y del mundo de los humanos: el volcán, los montes, el prado, la cañada, la vegetación con sus múltiples variantes en los primeros planos; el ferrocarril, el humo que produce, las vías del tren y, por supuesto, los túneles al fondo. En el realismo de Velasco no hay vaguedad, todo es absolutamente claro y definido. En eso estriba la diferencia de la pintura de Velasco con respecto al impresionismo: para reconocer el contenido no necesitamos alejarnos del cuadro o realizar la síntesis mental de lo observado en el lienzo, aquí simplemente y desde el primer golpe de vista, reconocemos con toda claridad lo que representa.

Por otra parte, no cabe duda de que este cuadro nos muestra la imagen de un México en completo estado de paz. Representación muy valiosa para el grupo en el poder de entonces que buscaba afanosamente una proclama que le permitiera dejar atrás, de una vez por todas, las luchas intestinas que sacudieron al país las décadas anteriores. Dejar también atrás, por supuesto, las protestas y los movimientos de campesinos e indígenas violentamente reprimidos por el gobierno. Velasco, sin premeditación, pero con gran calidad en el trazo, muestra el México idílico en el que toda “gente de razón” hubiera querido vivir.

 

Ángel Della Valle y el criollismo en Argentina

Ángel Della Valle nació en Buenos Aires en 1852. Su padre, un inmigrante italiano dedicado a la construcción, percibió su talento para la pintura, y a la edad de 15 años lo envió a estudiar a Florencia, en la Academia de Antonio Ciseri. Ahí se formó como pintor, aprendiendo el manejo de las formas y los colores bajo el método de copiar a los grandes maestros (Malosetti, 2001).

El contexto en el que se desenvuelve la obra de Della Valle está marcado por el hecho de que a finales del siglo XIX la inmigración europea en la Argentina creció notablemente. Esto repercutió de manera significativa en el desarrollo urbano. Las ciudades crecieron en territorios de la pampa. En el arte y la literatura nació "el criollismo". El gaucho y la llanura se convirtieron en la forma de expresión nacional. Gran cantidad de escritores, pintores y artistas buscaron en la figura del gaucho y de la llanura la expresión genuina del simbólico nacional.

En ese escenario es que Ángel Della Valle vuelve de Europa, después de ocho años de estudios en la Academia, cargado de ideas e inquietudes. Realiza cuadros de paisajes que evocan su infancia, pero ahora vistos con ojos de artista, y se dedica también al retrato que le permitía obtener ingresos económicos suficientes.

También se dedica a las obras costumbristas, cuya producción es escasa, pero es en ellas donde se despliega su gran capacidad artística. Della Valle conocía bien el dibujo académico y el claroscuro, técnicas que incorporó durante sus años en Florencia, pero tiene gran influencia de su maestro uruguayo Juan Manuel de Blanes, quien le dio la clave para encauzar la forma y el espíritu de su obra.

Trató de idealizar a la pampa argentina con La vuelta del Malón (1892), La cautiva (1894) y Juan Moreira (1891), pinturas en que muestra un realismo brutal y una desolación de la patria. La vuelta del Malón se expuso públicamente en Buenos Aires donde tuvo gran éxito. También representó a la Argentina en el Congreso Mundial de Chicago donde fue premiada.

Otras obras que se destacan son Tren en la Pampa, donde también el tema del ferrocarril es relevante; Corrida de Sortija (1893), una obra monumental, tanto por su concepción como por la excelencia de su realización; Incendio en la Pampa (1900), donde podemos admirar sus magníficas dotes de animalista; La banda lisa (1887); La Diosa del Amor, una romántica fantasía oriental que reúne ponchos criollos y turbantes árabes en un gran cortejo que rodea una carroza con un bellísimo desnudo femenino (Malosetti, 2001). También destaca, por supuesto, la obra aquí ya mencionada, La estación Lomas de Zamora[2]. A decir de un crítico de la época: “En este cuadrito lleno de luz parece sentirse el aire del verano con sus matices calientes en la gama cromática. El espectador de esta pintura siente una alucinación hipnagógica de su oído, oye el tren llegar...” (citado en Malosetti, 2001, p. 260).

Tal como lo hicieron muchos pintores del siglo XIX, Della Valle se valió con frecuencia de la fotografía para documentarse y componer sus cuadros; así pues, la fotografía comenzó a cultivarse con pretensiones que iban más allá del mero interés documental. Della Valle compuso La estación Lomas de Zamora sobre la base de una fotografía (Malosetti, 2001, p. 260).

 

Imagen 2. Estación de Lomas de Zamora

Ángel Della Valle: Estación de Lomas de Zamora, 1893. Óleo sobre lienzo. 36 x 57 cm.

 

En general, el trabajo pictórico de Ángel Della Valle no tiene una temática tan fuertemente definida hacia el paisaje como en el caso de Velasco; sin embargo, en muchos de sus cuadros, y con el ánimo de retratar la vida de la Argentina de su época, el paisaje juega un papel de fondo importante, pues es el marco donde se desarrolla esta vida social que él se encarga de retratar.

Della Valle, como ya mencionamos anteriormente, estaba interesado en dar cuenta de las peripecias que se presentaban en la Pampa, de ahí sus cuadros como El regreso del malón o La cautiva; pero también daba cuenta del progreso social que se iba consolidando a través del ferrocarril, el cual está presente en algunos de sus cuadros —Tren de la Pampa, por ejemplo aunque no con la frecuencia que sí aparece, como ya vimos, en los cuadros de Velasco. 

La estación Lomas de Zamora es un cuadro representativo de la idea que de lo moderno se tiene en Argentina a finales del siglo XIX. El protagonista sin duda es el ferrocarril, con la estación en primer plano que ocupa gran parte del cuadro. Las vías, y el tren mismo, nos llevan por sus líneas de perspectiva a la punta trasera de la máquina y automáticamente nuestra vista se traslada, atrás de ella, en lontananza, al paisaje urbano.

La ciudad, al fondo, ocupa una pequeña superficie del cuadro, pero por la situación que juega en el equilibrio de la composición —las líneas del horizonte y, en la perspectiva principal, las líneas diagonales— adquiere una fuerza inusitada, con ello logra una fuerte idea de contraste entre lo urbano y lo rural. Todas las líneas rectas confluyen en la ciudad: la fila de árboles, tanto el andén izquierdo como el derecho, las vías del tren, el techo del edificio; de ahí su fuerza expresiva.

En este cuadro están claramente imbricados la ciudad y el campo. Hagamos un ejercicio de imaginación: pensemos esta pintura sin el tren, sin sus vías y aún más, sin la ciudad al fondo, y nos quedaríamos con un paisaje absolutamente rural; tal vez, incluso, desolado; unos cuantos habitantes inmersos en el despoblado. Pero la presencia urbana y su representante, el ferrocarril, hacen que este cuadro sea una elaborada metáfora de la relación entre lo urbano y lo rural. El ferrocarril, entonces, se convierte en el brazo de la urbe civilizada; con su impecable trayecto, y como sinónimo de desarrollo industrial, alcanza todos los territorios del descampado pampero para cuajar una integración armoniosa entre lo indómito del campo y lo espléndido de la ciudad.

Por otra parte, en la obra que analizamos está presente población de todas las procedencias sociales. Personas de distintos estratos y grupos étnicos en espera del tren; aún más, un niño jugando y un perrito saltarín, completan el cuadro. En este caso no hay conflicto, no hay seres humanos en lucha. La naturaleza y el humano —aunque son dos fuerzas totalmente distintas— no se contradicen, no luchan entre ellas, y no luchan al interior de ellas; al contrario, se complementan. Tal vez de ahí emana la tranquilidad que nos produce este paisaje: la población unida en espera del ferrocarril, en espera de la modernidad que trae consigo de manera inexorable la paz y la armonía.

Esta idea adquiere más relevancia si se considera que Della Valle en muchos de sus cuadros representa el mundo indómito de la Pampa argentina, con el gaucho como símbolo principal, donde sí se aprecia la lucha y la violencia. Sin embargo, no se puede dejar de pensar, sobre todo después de observar el cuadro que nos ocupa, que en mucho la representación que hace Della Valle de lo salvaje y lo agreste de los llanos solamente tiene sentido en la medida en que esos dos elementos se contraponen a lo moderno, a lo civilizado y, sobre todo, a un mundo criollo fuertemente imbricado en un proceso de ilustración y progreso, propiciado en muchos aspectos por la inmigración y el sentido moderno y cosmopolita que en la ciudad, Buenos Aires, se vivía en la época.

En La estación Lomas de Zamora, el campo se encuentra inmerso en un mundo apacible, no hay muestras de tensión, ni violencia épica como sí lo hay en La vuelta del malón y La cautiva porque en este caso Della Valle no echa mano de lo exótico y misterioso, sino que su pintura es realista, cargada de un sentido descriptivo de equilibrio y parsimonia, lo cual nos lleva plenamente a evocar la pintura antes mencionada de Velasco.

Debido, como ya se mencionó anteriormente, a que Della Valle se apoyó en la utilización de una fotografía para realizar La estación Lomas de Zamora, se podría decir que este tipo de pintura carece de imaginación. Nada más lejos de la realidad. La imaginación que echa a andar Della Valle está puesta en la composición, en la forma de integrar los elementos de la realidad al trasponerlos en el lienzo.

La realización de cualquier cuadro, independientemente que sea más o menos “realista”, no deja de ser una construcción del artista. El pintor selecciona los elementos de la realidad y los pone en juego, utilizando el color, el equilibrio en la composición, etc. En el caso de la pintura que nos ocupa, la imaginación y la creatividad están dadas en lograr que los elementos dispersos que el artista observa se conjuguen armoniosamente en una totalidad integrada, donde el sentido de unidad es preeminente. Otra vez, como Velasco, los esfuerzos creativos, aunque con las diferencias señaladas, están puestos al servicio de la claridad y el orden.

 

A manera de conclusión

Las nociones generales expuestas en estas páginas buscan señalar que las pinturas de Velasco y de Della Valle comparten un interés común en cuanto son una representación de los valores de filosofía política y social que enarbolaban los gobiernos liberales de sus respectivos países.

Ya he mencionado que no pretendo decir que estos pintores fueran simplemente los ideólogos de los planteamientos de sus gobiernos, ni que estaban imbuidos en una práctica política que los llevara a ilustrar en sus pinturas conscientemente los principios de política social o económica que los sostenían. Lejos de ello, busco delinear una idea general: las obras de estos pintores, “respiran” claramente los principios ideológicos básicos de los gobiernos liberales de aquella época: paz, orden y progreso.

Si bien los planteamientos de los gobiernos liberales tenían muchos rasgos en común por su perfil latinoamericano, no se puede dejar de lado sus características particulares, las cuales le dan un toque especial a la circunstancia política, social y sobre todo estética que se vive en cada país, y nos permiten abordar el desarrollo del progreso industrial “científico” en México y el progreso económico basado en la inmigración y el “criollismo”, en Argentina.

En este sentido, sería poco sensato plantear que el valor de la obra de Velasco y de Della Valle se reduce simplemente a cuestiones de carácter político; eso equivaldría a despreciar equivocadamente su valor artístico. Sin embargo, es innegable que sus pinturas también representaban una imagen idealizada de una Latinoamérica que a los grupos dominantes les interesaba mostrar tanto al interior de sus respectivos países como en el extranjero. Imagen que tenía relación con un idílico ambiente de paz, prosperidad y bienestar económico que, por supuesto, la realidad se negaba constantemente a confirmar. Realidad que era fértil para generar distintas manifestaciones sociales y artísticas que se contraponían a ese escenario de parsimonia, entre ellas, en el campo de la narrativa, la literatura fantástica y en el campo más amplio de las artes, las distintas vertientes que dieron pie a las vanguardias del siglo XX.

 

 

Bibliografía

 

Báez Macías, E. (1974). Fundación e historia de la Academia de San Carlos. México: D.D.F. Colección Popular, 7.

 

Coronel Rivera, J. (1999). El experimento. La experiencia. México 1900-1925. En: 1900-2000, un siglo de arte mexicano. Milán: Landucci/CONACULTA.

 

Malosetti, L. (2001). Los primeros modernos. Arte y sociedad en Buenos Aires a fines del siglo XIX. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

 

Pérez de Salazar y Solana, J. (1982). José María Velasco y sus contemporáneos. México: Perpal.

 

Robles, M. (1998). Educación y sociedad en la historia de México. México: Siglo XXI.

 

Romero, L. (1998). Breve Historia Contemporánea de Argentina. México: Fondo de Cultura Económica.

 

Tenorio Trillo, M. (1998). Artilugio de la nación moderna. México en las exposiciones universales, 1880-1930. México: Fondo de Cultura Económica.

 

Hemerografía

 

Landesio, E. (1992 [1867]). La pintura general o de paisaje y de perspectiva, en la Academia de San Carlos. Memoria, (4). México: Revista del Museo Nacional de Arte.

 

 



[1] Universidad Autónoma Metropolitana, tomas.ejea@gmail.com         

[2] Un dato anecdótico que nos permite ver un rasgo de su carácter en que se plasma su interés por la ciencia es que existe la tradición familiar que afirma que a su amigo desde la infancia, el doctor Pedro Lagleyze (1853-1916), oftalmólogo de reconocido prestigio y gran promotor de la ciencia en Argentina, se le atribuye el haber pintado a los perritos lanudos que se encuentran en las obras tales como La estación Lomas de Zamora y La banda lisa entre otros. (Malosetti, 2001, p. 259)