De viejos y nuevos best-sellers: la novela latinoamericana de entresiglos

On Old and New Best-sellers: the Latinamerican Novel in the Turn of the Centuries

 

Francisco Javier Ramírez Treviño[1]

Orcid: https://orcid.org/0000-0003-3401-8762

Recibido: 20-10-2021

Aceptado: 6-10-2022

 

Resumen

Así como actualmente es aceptado que el Boom latinoamericano no puede ser caracterizado de forma exclusiva como un fenómeno literario, sino que es necesario entender también la importancia que tuvo el mercado editorial en la producción y difusión de un conjunto de novelas que hoy son incuestionablemente canónicas, sería necesario hacer un ejercicio similar que ubicara una parte significativa de la narrativa latinoamericana del momento. Esta nueva (y no tan nueva quizá) narrativa del best-seller sobre la memoria de la violencia tiene al discurso y al paradigma neoliberal de los derechos humanos como un muy productivo telón de fondo que, echando mano, por un lado, de los diversos procesos de justicia transicional en el continente, y por otro, de las estrategias de la industria editorial transnacional, produce, difunde, justifica y proyecta un particular conjunto de obras que constituyen el corpus de una de las vertientes más llamativas de la reciente literatura latinoamericana.

Palabras clave: historia reciente, violencia política, derechos humanos, justicia transicional, nueva narrativa latinoamericana.

 

Abstract

In the same way that is commonly accepted that Latinamerican literary Boom can not be characterized exclusively just as a literary phenomenon, it is necessary to understand the important role that literary market had in the production and diffusion of a series of novels today unquestionably canonic, it would be also pertinent to make a similar exercise that made possible to understand a significant part of the most recent Latinamerican narrative. This new (and not very new in some cases) best-seller narrative of the memory of the recent political violence has the neoliberal discourse on human rights as a very productive background curtain that uses, on the one hand, the different processes of transitional justice that have occurred in the continent, and, on the other hand, also uses the marketing strategies of the transnational publishing industry, which produces, spreads justifies and projects a particular set of novels that constitute the corpus of one of the most striking strands of the most recent Latinamerican literature.

Key words: Recent History, Political Violence, Human Rights, Transitional Justice, New Latinamerican Narrative.

 

El pasado es siempre conflictivo. A él se refieren, en competencia, la memoria y la historia, porque la historia no siempre puede creerle a la memoria, y la memoria desconfía de una reconstrucción que no ponga en su centro los derechos del recuerdo. […] Más allá de toda decisión pública o privada, más allá de la justicia y de la responsabilidad, hay algo intratable en el pasado. Pueden reprimirlo sólo la patología psicológica, intelectual o moral; pero sigue allí, lejano y próximo, acechando el presente como el recuerdo que irrumpe en el momento menos pensado, o como la nube insidiosa que rodea el hecho que no se quiere o no se puede recordar.

Beatriz Sarlo, Tiempo pasado

 

Viejos y nuevos best-sellers

En un revelador artículo publicado en español a fines del año 2000, “La insoportable levedad de la historia. Los relatos best-seller de nuestro tiempo”, Francine Masiello elaboraba algo similar a la genealogía del viejo y del nuevo best-seller en el ámbito latinoamericano. Este lúcido texto fue una estimulante mezcla de diagnóstico y pronóstico de cierta literatura regional, y de guía crítica para acercarnos a un tipo muy particular de literatura latinoamericana: las novelas de gran repercusión mediática y social agrupadas en la categoría mercantil de “los libros más vendidos”, del best-seller como quintaesencia del éxito literario y comercial. Sin embargo, en ningún momento Masiello cedía a la cómoda tentación de pontificar en contra de las novelas precarias u oportunistas que poblaron las mesas de novedades de las librerías en los últimos años del siglo XX y los primeros del XXI, lo mismo en América Latina que en el mundo global de nuestros días. A Masiello le interesaba algo más que hacer un fácil ranking de “buenas” o “malas” novelas; le interesaba mucho más develar y entender los mecanismos y los procesos de índole cultural, y también económica, por los que cierto tipo de narraciones alcanzaban el estatuto de notoriedad regional, y en algunos casos casi mundial, teniendo siempre en claro que había que ir más allá de lo evidente, es decir, de lo que implicaba el siempre inasible (o polémico) argumento de “calidad” de una novela. El antecedente más productivo para este ejercicio de crítica cultural lo encontró en nuestro propio Boom.  A varias décadas de distancia de la efervescencia del fenómeno, y también ya debidamente canonizados libros y autores en el imaginario literario latinoamericano, resulta indispensable, para Masiello, aceptar y comprender que el Boom fue mucho más que buena o excepcional literatura: fue un fenómeno editorial y mediático extraordinario (en el sentido de poco frecuente y en el sentido de excelente) que estaba en sintonía con un clima de época (los muy intensos años sesenta), que facilitaba y promovía ciertas producciones simbólicas y la proliferación de fenómenos adyacentes a éstas.  Al respecto, la autora nos previene de lecturas ingenuas:

[…] los mercados editoriales internacionales organizaron la circulación de los textos ficcionales identificados con el boom literario de la izquierda liberal de los años 60. Empresas tales como Seix Barral y Joaquín Mortiz crearon una economía de las celebridades literarias […] y, de ese modo, se permitió la circulación de imágenes ligadas a una América Latina remota y exuberante; como también la repetición del modelo de civilización y barbarie, revividos a menudo a través de los efectos del realismo mágico, de las intuiciones de las matriarcas, y de las fantasías libidinales de los jóvenes inocentes (Masiello, 2000, p. 801).

Este argumento crítico, que puede leerse, y hay que insistir en ello, más en contra de las lecturas reduccionistas y estereotipadas sobre América Latina que como una diatriba contra el Boom en particular, tiene su contraparte en la sólida argumentación de Masiello cuando ella misma también recupera y exalta lo expresado por Ángel Rama: “¿Qué es el Boom sino la más extraordinaria toma de conciencia por parte del pueblo latinoamericano de una parte de su propia identidad? ¿Qué es esa toma de conciencia sino una parte importantísima de su desalienación?” (Masiello, 2000, p. 801).

            Puesto en claro y en perspectiva lo que el Boom significó para lectores y críticos, la autora se pregunta por qué el best-seller nos “arrastra” tan seductoramente, pero ahora ya en relación con la nueva narrativa latinoamericana (la de fines del siglo XX e inicios del XXI).  Para encontrar una respuesta satisfactoria es necesario plantear el tema-problema del mercado, y ya no sólo del mercado editorial transnacional creado desde décadas atrás, y consolidado, justamente, a partir del Boom, sino también del gran mercado neoliberal de nuestro tiempo, en el que son tan importantes los flujos de capitales financieros y materiales como los de tipo cultural, los cuales, sumados e interactuantes entre sí, le dan a cierta parte de la humanidad la idea, o la ilusión, de que participa de modo voluntario y activo de los intercambios fácticos y simbólicos del libre mercado a escala planetaria: consumimos productos y objetos concretos, y también consumimos ideas, modas, gustos.  Así, en este contexto económico y cultural, en este clima de época de entresiglos marcado por el paradigma neoliberal, comienzan a emerger cierto tipo de narrativas, tanto literarias como políticas, y en particular narrativas de sujetos antes soslayados, o de hecho excluidos, de todo tipo de representación. Tres tipos de narraciones son especialmente sintomáticas de este periodo, tanto para la esfera cultural como para el mercado editorial: las narrativas de mujeres, las narrativas de minorías y las narrativas de la memoria (como una vertiente de las narrativas sobre la familia).  Para efectos del texto aquí estudiado, me referiré con particular énfasis al tercer tipo: las de la memoria, aquellas que pretenden recuperar, interpretar e interpelar las muchas posibilidades del pasado re-visitado desde el presente.  Para Masiello se trata de narrativas que pueden ser tan estimulantes como evanescentes, tan seductoras como censurables, en la medida en que crean una falsa ilusión de estar participando, o haberlo hecho, en el devenir de la historia, para lo cual basta sólo la voluntad de escribirse y leerse como sujeto en y de la historia. En la argumentación de Masiello, en estas narraciones, que podríamos llamar “nuevas novelas históricas” de fin/inicio de siglo se crea la idea, en quien escribe y en quien lee, de poder aprender y aprehender la historia y, casi, poder modificarla, o por lo menos comprenderla, en función de un acto volitivo (tan intenso como ingenuo) de justicia, sea individual o social:

[…] esta lectura productiva por medio de la cual los lectores modifican el curso de los acontecimientos históricos crea la ilusión de ser partícipes activos de la política contemporánea a través del buceo de cierta información clandestina en donde se pone en evidencia la vulnerabilidad de la ley y las constantes violaciones de la justica. De este modo, somos convocados en tanto lectores a una intervención en la que estamos en condiciones de expresar nuestras elecciones y denuncias a través de los datos descubiertos y puestos en circulación. En una época en la que, cada vez más, se determina la participación ciudadana en la vida política y civil, el best-seller ofrece la posibilidad de la intervención; así, nuestra acción es, en consecuencia, afirmada (Masiello, 2000, pp. 807-808).

 

Por otro lado, otro texto de la misma Francine Masiello, éste publicado en 2006, de título “Turistas de lo abyecto”, puede servir para redondear esta reflexión en torno a las llamadas nuevas narrativas surgidas a principios del siglo XXI.  Este conciso y sugerente artículo, si bien posee un objetivo y un desarrollo independiente del comentado en primer término, podría leerse como una especie de prolongación reflexiva del mismo, y acaso un estimulante complemento.  En éste, Masiello sigue ocupada en desbrozar, utilizando los instrumentos de la crítica cultural, el ámbito de un cierto tipo de nuevas formas de representación en la literatura: aquellas vinculadas con los terrenos, antes totalmente acotados y minoritarios, del género, la sexualidad y la familia. Resulta muy interesante cómo el último vector temático es vinculado, de modo oblicuo, con la memoria, en este caso en su forma diluida y evanescente de nostalgia.  Desde los estudios culturales que dominaron la academia entre fines del siglo XX e inicios del XXI, Masiello busca un razonado punto intermedio entre la abundancia de las narrativas emergentes (de los “cuentos de familia”, de los relatos queer) y lo que éstas representan (o representaban en el momento de su efusión) para los críticos y los lectores; le interesan no tanto la exaltación de la diferencia y la exigencia de visibilidad, sino que esa exaltación y esa exigencia superen el exotismo como recurso neoliberal para lidiar con lo diferente y, eventualmente, convertirlo en mercancías tan apetecibles como desechables para un público culto y bienpensante. En tal sentido:

La política de la representación puede cambiar con el tiempo, pero todavía estamos abandonados en un campo dominado por los placeres temporales, rituales narrativos que esparcen su manto sobre las viejas preguntas acerca de la responsabilidad y los derechos. Sin embargo, al interpelar en nuestros escritos a las mujeres, a los marginales, a los sujetos homosexuales, podremos encontrar nuestra propia voz y hacernos oír (Masiello, 2006, p. 243).

Sin embargo, a contracorriente de lo expresado por Masiello en torno a encontrar un sentido a estas nuevas narrativas que vaya más allá de la celebración superficial de la diferencia de los llamados sujetos subalternos, tenemos que el best-seller, y en particular aquel que apela a saldar cuentas con la historia reciente, se nos presenta como un candente repositorio de revelaciones y como un medio de participación en la arena de esa misma historia de la que, como ciudadanos y como lectores, hemos estado alejados de modo voluntario o impuesto. Este tipo de best-seller suele ser un proyecto tanto literario como político, o políticamente correcto podríamos decir, de una forma muy ad hoc con los tiempos de hacer política en el neoliberalismo, en el que es posible abordar, con los recursos retóricos y desde las posibilidades enunciativas de la literatura, los horrores del pasado y elaborar una larga lista de agravios e injusticias, pero también hacerlo desde un sistema de marketing y celebridad, por medio de las apuestas financieras de las casas editoriales transnacionales por tales o cuales temas y tratamientos, por medio del cultivo de la fama de ciertos autores a escala regional y mundial, donde importa tanto abordar y juzgar la violencia del pasado y su pervivencia en el presente como hacer este ejercicio, tan necesario y bienvenido, como lucrativo.

 

Derechos humanos y nuevas ficciones globales

Esta sección retoma (por considerarlo por demás revelador) el título del muy sugerente artículo de Fernando Rosenberg, “Derechos humanos, comisiones de la verdad y nuevas ficciones globales.  Y, de igual modo, parte de la premisa de reflexión en torno a que la emergencia y consolidación del discurso de los derechos humanos en la cultura global puede ser considerado uno de los fenómenos de transmisión de conocimientos, prácticas y valores más llamativos de nuestro tiempo. Este paradigma de pensamiento y acción universalmente compartido en su esencia y organizado a partir de una profusa legislación regional y mundial puede decirse que ha sido introyectado, en particular desde el final de la Segunda Guerra Mundial y con especial énfasis a partir del dominio neoliberal planetario, en la conciencia política de una humanidad que, a la par que reconoce la imposibilidad de las grandes utopías políticas y sociales, también pretende crear una estructura de protección de las libertades reconocidas como más definitivas y trascendentes para la vida individual y social.  Es necesario recalcar el hecho de que la creación, difusión y fortalecimiento de lo que hoy podemos definir como discurso de los derechos humanos es indisociable del momento epocal marcado por el ascenso del neoliberalismo y la crisis del socialismo real, en particular los treinta años más recientes, que tienen su punto crítico con la caída del Muro de Berlin y el decreto fáctico del final de las utopías.  En tal sentido, puede hablarse de un vínculo muy productivo entre la agenda política y económica del neoliberalismo con este seductor discurso de protección de las libertades, toda vez que estaban agotados o cancelados los grandes relatos de la historia y las posibilidades emancipatorias contenidas antes, fundamentalmente, en las luchas del anticolonialismo en el llamado Tercer Mundo y el socialismo libertario como opción al capitalismo industrial tardío. 

Samuel Moyn, uno de los estudiosos más connotados del tema de los derechos humanos, y en particular de su relevancia en el discurso y la agenda global de nuestra época, y cuyas obras más relevantes relacionadas con esta tema son The Last Utopia: Human Rights in History, de 2010, y Human Rights and the Uses of History, publicado en 2014 (por cierto, el primero ha sido traducido al español en 2015), llama a comprender tres aspectos fundamentales de este discurso: su novedad, su carácter contingente y su agotamiento, en particular a partir del quiebre histórico representado por el 11 de septiembre de 2001.  La propuesta de Moyn es rica en investigación histórica, sugerencias filosóficas y postura política. Y si bien su amplitud y profundidad rebasan el carácter y la extensión de este texto, es necesario mencionar, así sea de modo sucinto, sus premisas centrales: en primera lugar, el discurso de los derechos humanos, aunque puede parecer provenir directamente de las experiencias de la Revolución francesa y la Independencia de Estados Unidos, es más bien una construcción teórica y política relativamente reciente, cuyo surgimiento pleno podemos fechar con cierta exactitud después de la Segunda Guerra Mundial, pero no necesariamente como una respuesta directa e inmediata a ésta; en segundo lugar, el vínculo que el discurso de los derechos humanos ha tenido con el discurso del neoliberalismo, y cómo ambos, aunque en aspectos esenciales pueden oponerse, han encontrado formas para complementarse o, por lo menos, no estorbarse mutuamente (en este punto en particular puede mencionarse la agenda de protección de la libertad y la democracia que ha desembocado, en su peor faceta, en el intervencionismo militar); y, por último, el agotamiento del discurso de los derechos humanos, dado en función de que éste recibió las energías y exigencias de las luchas sociales y políticas previas (la independencia del poder colonial, la aspiración por un régimen democrático, los anhelos de representación y respeto), pero no logró reactivar y propulsar éstas, sino que las manipuló y enfrió, despojándolas de su potencial liberador, para incorporarlas de forma domesticada en los intereses del poder neoliberal mundial.  Moyn, sin embargo, no reniega de la existencia de este discurso de los derechos humanos, y aunque aboga por su revitalización, o incluso su sustitución, advierte del riesgo de que el hartazgo o la decepción sean los referentes en este proceso de índole necesariamente crítica, en el sentido de contestación a los poderes fácticos y en el sentido de urgencia moral impostergable.

El tramo final del siglo XX y el inicio del siglo XXI fue especialmente profuso en la circulación planetaria de este discurso, el cual fue útil y productivo no sólo en lo estrictamente jurídico y político, sino que marcó todo un clima cultural que hizo posible que, entre otros grandes proyectos de pretensión de justicia global, se dieran las condiciones en diferentes países y regiones que habían experimentado periodos de violencia política para desarrollar procesos tan complejos como necesarios de justicia transicional y (eventual) reconciliación en sociedades marcadas por una historia reciente traumática de confrontaciones y abusos. En este contexto global es en el que hay que ubicar el surgimiento y el desarrollo, así como los legados, de las diferentes comisiones de la verdad que existieron en América Latina: entidades que recibieron diversos nombres y mandatos específicos, enfrentaron avatares de toda índole y, finalmente, con mayor o menor reconocimiento entregaron los resultados de sus investigaciones con el objetivo de contribuir al establecimiento, o por lo menos la proposición, de un paradigma de verdad, justicia, reparación y reconciliación en torno a un pasado tormentoso.

En tal sentido, es necesario ubicar que las comisiones de la verdad en América Latina fueron creadas en diversos momentos de su historia reciente con varios objetivos interrelacionados con la investigación y el esclarecimiento de periodos traumáticos en la vida social y política de países como Argentina, Chile, Uruguay, Guatemala, El Salvador y Perú, entre otros. Los objetivos esenciales que guiaron su fundación y el desarrollo de sus trabajos estaban directamente vinculados con la necesidad de esclarecer el pasado reciente traumático atravesado por el desconocimiento de los órdenes institucionales democráticos, la cancelación de libertades individuales y colectivas, la sistemática violación de los derechos humanos como política de Estado y las confrontaciones internas entre diversos actores políticos.  Hay que recalcar el hecho de que estas comisiones surgieron como parte de proyectos de transiciones democráticas que se vivieron en la región en el periodo final del siglo XX y principios del XXI, procesos que siempre estuvieron, diríamos, motivados y tutelados como expresiones de un gran movimiento global de compromiso y proyección del paradigma de la democracia neoliberal, el cual, con diferencias en sus antecedentes, temporalidades y resultados, se desarrolló lo mismo en América Latina, Europa del Este, y alcanzó también a países africanos y asiáticos.  Es decir, podríamos hablar de un clima de época de expansión democrática que hizo posible el surgimiento de grandes proyectos nacionales, regionales y mundiales que apostaron por el binomio transición democrática-justicia transicional después de periodos de violencia y represión.  En estos nuevos contextos sociopolíticos, pertenecientes a las décadas más recientes en la historia latinoamericana, fue como surgieron las comisiones de la verdad: con el objetivo de investigar y esclarecer los hechos y procesos acaecidos y, asimismo, señalar a los responsables de delitos diversos cometidos durante periodos de guerra interna, persecución extendida de disidentes y violaciones sistemáticas de los derechos humanos, además de otorgar una reparación material y moral a las víctimas y afectados por los conflictos.  De tal modo, las mencionadas comisiones pretendían encaminarse al cumplimiento de un triple objetivo en relación con el pasado reciente traumático: explicarlo en sus dimensiones históricas y políticas, juzgarlo en sus condiciones éticas y jurídicas y, finalmente, evitar, por medio de las condiciones previas, que se repitiera en el futuro.  A modo de recuento muy sucinto, En el contexto latinoamericano ha habido comisiones de la verdad, con diferentes denominaciones, mandatos, avatares y repercusiones en los siguientes países: Bolivia (1983), Argentina (1984), Chile (1991), El Salvador (1993), Haití (1996), Guatemala (1999), Uruguay (2000), Paraguay (2000), Panamá (2001), Perú (2003), México (2006), Ecuador (2010) y Brasil (2014).

Y, en el mismo sentido temático planteado en el párrafo previo, es pertinente tener en cuenta que la producción sobre el tema de la justicia transicional y comisiones de la verdad es abundante, tanto para el contexto latinoamericano como para el global.  Dos textos por demás ilustrativos y abarcadores sobre estos temas, tanto para los casos de América Latina como para comprender su desarrollo global, son el de Jon Elster, Rendición de cuentas. La justicia transicional en perspectiva histórica (publicado en español en 2006) y el de Priscilla Hayner, Verdades innombrables. El reto de las comisiones de la verdad (publicado en español en 2008). Estas obras fueron publicadas originalmente, en inglés, en 2004 y 2001, respectivamente.  Estos datos cronológicos, si bien pueden considerarse anecdóticos, pueden darnos referentes para entender el clima de época en torno a estos temas y procesos de la agenda política global de inicios del siglo XXI. 

            ¿Cómo reaccionó la literatura del continente a los trabajos y los resultados de estas comisiones, a estos proyectos de justicia transicional?  Sería un error creer que la literatura sobre la violencia reciente comenzó a circular y tener notoriedad a partir de las comisiones de la verdad, pero sí podría llegarse razonablemente a la conclusión de que este clima de época que se ha mencionado anteriormente tuvo una influencia determinante, o por lo menos real y directa, para el surgimiento y proyección continental y global de cierto tipo de narrativa relacionada con los conflictos del pasado inmediato o reciente y las memorias individuales y socialmente compartidas en torno a esa violencia que pretendía abordarse, explicarse y acaso también juzgarse.  En tal sentido, el texto de Fernando Rosenberg titulado “Derechos humanos, comisiones de la verdad y nuevas ficciones globales” puede ser leído en términos muy productivos e iluminadores. El autor establece un corpus de novelas que, publicadas entre 2004 y 2007, cataloga como el sugerente membrete de “nuevas ficciones globales de verdad y reconciliación”.  Esta clasificación no sólo obedece a la temática troncal de cada una de estas obras, todas vinculadas en sus respectivas tramas de modo directo o mediado con los procesos de justicia transicional en países como Perú, Chile y Guatemala, sino que tiene en cuenta como un aspecto definitivo de éstas cómo fueron publicadas y difundidas por las editoriales que se encargaron de llevarlas al mercado regional transnacional.

            Las novelas más relevantes, aunque no las únicas, que Rosenberg utiliza para su análisis (La hora azul, de Alonso Cueto; Abril rojo, de Santiago Roncagliolo; El desierto, de Carlos Franz; e Insensatez, de Horacio Castellanos Moya). La hora azul recibió el Premio Herralde de Novela en 2005; Abril rojo fue galardonada con el Premio de Novela Alfaguara 2006 y Un lugar llamado Oreja de Perro, de Ivan Thays, que será analizada más adelante en este texto, fue finalista del Premio Herralde en 2008.  Estas novelas le sirven a Rosenberg para proponer que, más allá de la calidad literaria intrínseca de cada una, estas novelas deben ser leídas y contextualizadas en función de un paradigma definido por dos grandes vectores culturales: el discurso de los derechos humanos proyectado a partir de las experiencias de justicia transicional en la región, por un lado, y por otro, la fuerza de una industria editorial española y latinoamericana transnacional que aprovecha este clima de época y que, también, echa mano de las estrategias de marketing neoliberal (en particular el otorgamiento de premios de gran repercusión mediática) para lograr la mayor proyección simbólica y material de sus libros publicados. Rosenberg abunda al respecto:

[…] me parece interesante leer estas narrativas que aquí llamaré “de verdad y reconciliación”, no porque busquen o supongan una o la otra sino más bien porque se alimentan del marco jurídico-institucional transnacional que promovió las comisiones en diferentes contextos nacionales pero en el mismo clima geopolítico global.  Más que como expresión de una ciudad letrada comprometida en tramitar los problemas de la nación, leemos estos relatos dentro de una gramática transnacional en la que participa el mercado editorial (Ronsenberg, 2014, p. 143. Las cursivas son mías.).

En este contexto de argumentación es provechoso, en primer término, traer a cuento el texto de Francine Masiello analizado en la primera sección de este artículo. Masiello, con una lucidez incuestionable, explica el sistema literario-editorial creado y potenciado por y para el Boom, y pone éste en contexto con el propio de las narrativas femeninas, de minorías e histórico-memoriales que se extendieron con innegable notoriedad entre mediados de los años noventa y los primeros años del dos mil, las cuales antecedieron cronológicamente a las narrativas analizadas por Rosenberg. En segundo término, para efectos de contextualizar este nuevo momento en el que estas narrativas latinoamericanas (las de verdad y reconciliación establecidas y caracterizadas por Rosenberg) han ganado merecida o excesiva notoriedad, es necesario comprender estas últimas de forma indisoluble con el discurso global de los derechos humanos propio del neoliberalismo y cómo éstas novelas (premiadas, reseñadas, comentadas y que alcanzan una innegable repercusión social) aprovechan, a partir de las casas editoriales que las publican e insertan en el mercado, este horizonte en el que el discurso de los derechos humanos es sumamente relevante y aprovechable también en el campo de la producción cultural.  En tal sentido, no es arriesgado afirmar que, si en los años sesenta y setenta tuvimos el Boom, y en el fin de siglo las narrativas de sectores subalternos, ahora tenemos estas “nuevas ficciones globales de verdad y reconciliación”.  Al respecto, Fernando Rosenberg es más explícito:   

Quiero entonces pensar estas novelas desde la perspectiva de la movilización del imaginario de los derechos humanos como un discurso global que se concibe como la superación de la política, y la manera en que ellas alimentan o desalientan esa ilusión. Si entendemos que en cierta medida el mercado cultural global había explotado una imagen de Latinoamérica como región salpicada de coloridas revoluciones permanentes e inconclusas desde el Boom, la novela de “verdad y reconciliación” satisface el nuevo imaginario global de la postpolítica (Rosenberg, 2014, p. 146. Las cursivas son mías.).

 

En el mismo sentido de esta reflexión crítica, podría decirse, sin duda de modo provocador y polémico, que América Latina y su literatura siempre tendrán su lugar en el contexto que el mercado global exige y otorga al mismo tiempo a partir de ciertas modas e intereses de época: la eterna dicotomía entre civilización y barbarie, la inconclusa construcción de estados nacionales, las abismales desigualdades que la atraviesan de modo estructural y transversal, la tierra inagotablemente exótica y fértil para todo propósito, la colorida región salpicada de revoluciones fracasadas o inconclusas, el continente telúrico de violencias insondables e inefables o, más recientemente, la región que sobrevive a su pasado tempestuoso e intenta, aprovechando los recursos materiales y discursivos del gran movimiento internacional por los derechos humanos, poner ese pasado en claro, reconciliarse consigo misma y, finalmente, dejar a sus muertos en paz.

            Como cierre de esta sección, vale la pena recordar a André Schiffrin (1935-2013), conocido y respetado editor franco-norteamericano, artífice y defensor de la edición independiente a contracorriente de los monopolios transnacionales, primero en Pantheon Books y luego en The New Press. Schiffrin hizo énfasis en la relevancia de publicar obras que, más allá del rédito económico, tuvieran resonancias amplificadas en comunidades de sentido para combatir el pensamiento acrítico y conformista característico del final de la Guerra Fría y el consecuente triunfo del capitalismo (neo) liberal.  En su canónico libro La edición sin editores señala:

 

El final de la guerra fría no tuvo una influencia nítida sobre la edición, al menos no en mayor medida que sobre otros medios de comunicación. Pero éste presenció el desarrollo de una nueva ideología que reemplazó a la democracia occidental frente al bloque soviético. La fe en el mercado, en su capacidad de conquistar el mundo, la prisa por someter a él todos los otros valores se han convertido en una marca de fábrica de la edición.  […]  Los libros suelen publicarse más por su supuesto interés comercial que por aspectos intelectuales y culturales que antes los editores valoraban a la hora de incluir un libro en su catálogo.  He escuchado a muchos responsables de suplementos culturales quejarse de que buscan en vano en los catálogos de las grandes editoriales un solo libro que justifique una reseña seria (Schiffrin, 2001, pp. 11,15).

 

Un par de novelas “ejemplares”

 

Se analizan brevemente en este apartado dos novelas latinoamericanas recientes que pueden servirnos para comprender cómo los procesos de justicia transicional en el continente, y particularmente la elaboración y difusión de informes de comisiones de la verdad, han sido, en algunos casos, objeto de reacciones que han estado lejos de la recepción virtuosa y alentadora de sus afanes de verdad, justicia y reparación, y, más bien, han sido denostados y confrontados de forma explícita, o bien, ubicados entre la desvergonzada indiferencia y la crítica superficial. En estas narrativas perviven, de forma estructural, los escenarios de violencia, abusos, desigualdad e indiferencia en que se gestaron los procesos que las comisiones se abocaron a investigar; y éstas, a pesar de todos sus recursos materiales y simbólicos desplegados, no alcanzan a explicar suficientemente ni mucho menos a crear condiciones de reversión de la violencia.  Los personajes centrales de ambas, ajenos de inicio a esos procesos de violencia, se van sumergiendo paulatinamente en los resabios de ésta para llegar, por medio de la decepción, el cinismo o la locura, a la dolorosa conclusión de que nada ha cambiado, de que la violencia puede pervivir en formas a veces atroces y otras sutiles, y que ésta se convierte en un abismo tan persistente como profundo.  Son, en suma, novelas que deben ser leídas en una clave crítica con respecto a ciertas experiencias de comisiones de la verdad (la de Guatemala y la del Perú, en particular), si bien, es necesario enfatizarlo, no debe reducirse su lectura a este aspecto puntual. Se trata de las novelas Insensatez y Un lugar llamado Oreja de Perro.

Insensatez (Tusquets, 2004), del salvadoreño Horacio Castellanos Moya (nacido en Honduras en 1957), es una novela que tiene como trasfondo histórico fácilmente identificable, aunque nunca hecho explícito, el contexto previo a la presentación del informe Guatemala: Nunca más, a fines de abril de 1998. Un autoexiliado periodista salvadoreño es convocado para terminar de redactar y ordenar el informe, tarea que acepta sólo por el pago prometido de cinco mil dólares, y no por una actitud idealista respecto a los derechos humanos. Si inicialmente su actitud es de distancia con respecto a los hechos, y de franco cinismo en relación con todo el aparato de justicia transicional encargado de preparar y presentar el importante documento, su percepción de los hechos va modificándose a partir del conocimiento de los terribles testimonios de las víctimas que debe transcribir, y su propia vida va poco a poco haciéndose cada vez más inestable y caótica, hasta llevarlo a un final narrativo tan precipitado como desgarrador.

            Este periodista que, en un principio solo está dispuesto a corregir las páginas que debe revisar para que el documento sea legible, va sumergiéndose en la violencia y el horror de los testimonios sobrecogedores que debe leer, corregir y redactar en un lenguaje estándar, toda vez que corresponden a indígenas que no hablan el español como lengua materna. Y comienza a transcribir en su cuaderno de notas frases que lo mismo lo intrigan, lo conmueven, e incluso lo estremecen por el contenido de violencia que proyectan: “Yo no estoy completo de la mente”; “Hasta a veces no sé cómo me nace el rencor y contra quién desquitarme a veces…”; “Porque yo ya no quiero que me maten la gente delante de mí”; “Que siempre los sueños allí están todavía”, “Hay momentos en que tengo ese miedo y hasta me pongo a gritar”; “Después vivimos el tiempo de la zozobra”; “Todos sabemos quiénes son los asesinos”.  Son apenas indicios de un infierno en el que él irá abrasándose de forma paulatina e irreversible.

Pero en medio de este descenso al infierno está todo el aparato de la justicia transicional con el que se relaciona con tanta conveniencia como desprecio: todo un repertorio de personajes que sólo cumplen con una mínima y aséptica parte en todo el teatro de la desgracia ajena: un judío neoyorkino bienpensante, un militar uruguayo en rol sospechoso, cooperantes españolas superficiales, y todo un desfile de funcionarios de variado nivel y personalidad que van de lo anodino a lo despreciable, todos siempre detrás del obispo encargado de vigilar el desarrollo de la encomienda del informe y de su posterior presentación, a quien el narrador define sin la menor vergüenza, a juzgar por su aspecto físico y modales severos, como un gran capo.  En la parte final de la novela este obispo será brutalmente asesinado apenas presentado el informe, el cual nuestro protagonista no terminó de preparar pues huyó del país al enterarse de una conjura militar para evitar la develación de las atrocidades cometidas durante el conflicto interno. Imposible no tener en mente el asesinato de monseñor Juan José Gerardi poco después de ser presentado el informe Guatemala: Nunca más del Proyecto Interdiocesano de Recuperación de la Memoria Histórica (REHMI), el cual documentó el genocidio perpetrado en contra de comunidades indígenas supuestamente simpatizantes de la guerrilla, arrasados en una guerra de exterminio emprendida por el gobierno guatemalteco encabezado por Efraín Ríos Montt.  En este punto es necesario comentar que Guatemala cuenta con dos informes relacionados con la investigación de su pasado reciente traumático.  Por un lado, el REHMI produjo el informe Guatemala: Nunca más (abril de 1998) y, posteriormente, la Comisión para el Esclarecimiento Histórico presentó el informe Guatemala: memoria del silencio (febrero de 1999).  De igual modo, es pertinente puntualizar que Ríos Montt fue condenado por delitos de genocidio en 2013, pero la sentencia fue revocada por supuestas fallas en el debido proceso.

 Volviendo a la trama de la novela, el redactor-corrector del informe después de huir del país recala en algún país europeo, aparentemente Holanda, a donde llega a refugiarse ya severamente trastornado después de la experiencia vivida.  Lee un mensaje de correo electrónico que parece más bien un telegrama: “Ayer a mediodía Monseñor presentó el informe en catedral con bombo y platillo; en la noche lo asesinaron en la casa parroquial, le destruyeron la cabeza con un ladrillo. Todo mundo está cagado. Da gracias que te fuiste” (Castellanos Moya, 2004, p. 155).

Por otro lado, en las primeras páginas de Un lugar llamado Oreja de Perro (Anagrama, 2008), de Iván Thays (Lima, 1968), se lee:

Mi editor me informó que el diario estaba decidido a apoyar a la Comisión de la Verdad. Por eso cubriría este ridículo intento populista de un presidente que ya se va del gobierno y cuyo partido no tiene ninguna oportunidad en las elecciones; un populismo carente de objetivos concretos salvo la vanidad. La coyuntura es obvia. En los últimos meses, algunos medios han reiniciado el ataque frontal contra la Comisión. Primero, dijeron que los comisionados se prestaban a una cacería de brujas, que las sesiones eran una casa del jabonero donde quien no caía resbalaba. Luego, que su fin era una venganza política contra el gobierno de Fujimori. Su existencia sólo serviría para atizar el fuego de viejas rencillas. Intentando superar estas suspicacias el gobierno aumentó la palabra “reconciliación”. Comisión de la Verdad y Reconciliación. Las aburridas palabras (Thays, 2008, p. 15).

 

Oreja de Perro es una localidad del Departamento peruano de Ayacucho que fue una de las más azotadas por la violencia del conflicto entre Sendero Luminoso y el aparato contrainsurgente del Estado peruano. Es un lugar, a decir de la narración de Iván Thays, que recupera lo condensado en el informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, repleto de fosas clandestinas, que sufrió un despoblamiento casi total durante la época del conflicto armado, y en que ahora, después de un lento proceso de retorno de quienes lograron sobrevivir, es un lugar en el que el silencio es apenas interrumpido por los relatos del horror contados en voz baja.  Un lugar de pobreza, frío, desolación y muerte. 

A este sitio es enviado el protagonista-narrador de la novela: un periodista abrumado por su propia y abrumadora tragedia personal (la muerte de su pequeño hijo) y por el desmoronamiento de su matrimonio a consecuencia de ello.  Esta tragedia es un telón de fondo personal para que él conozca y se sumerja en la violencia del pasado reciente en una región atenazada por la guerra interna en el Perú, una región que es elegida por el gobierno saliente (severamente cuestionado) para presentar un programa de apoyo social.  Sin embargo, la realidad rechaza este tipo de maquillajes, cuando todavía ocurren asesinatos y desapariciones. Una tragedia social que difícilmente se puede entroncar con la tragedia personal, y apenas sólo alcanzan a tocarse levemente: un país absorto en su propia indiferencia que es incapaz de mirar y comprender la tragedia de “otro” país: lejano y ajeno, y al mismo tiempo el mismo país.

Y al igual que en Insensatez, desfila una galería de personajes: ingenuos, cínicos, oportunistas, aburridos, lugareños del caserío paupérrimo o visitantes a causa del evento protagonizado por el presidente; todos forman un elenco que es incapaz de creer, aunque alguno lo desea, una sola palabra de las buenas intenciones del gobierno saliente (el de Alejandro Toledo) que había despertado las expectativas después de que el inefable fujimorismo había huído y con él todos sus impresentables cómplices.  El mismo gobierno de Toledo que había creado la comisión de la verdad y luego se distanció de ésta, y apenas tuvo el mínimo interés de recibir su informe, y de acatar sólo en la retórica una minúscula parte de sus recomendaciones para evitar que las causas estructurales y coyunturales del conflicto se reavivarán. El gobierno de un presidente esquivo, indiferente o cínico ante la ausencia y el dolor de casi setenta mil muertos: la revelación más devastadora que el informe daba a la sociedad peruana, todos ellos, o la mayoría, indios, pobres, iletrados, hambrientos, que padecieron los abusos y la violencia sin límite lo mismo por parte de Sendero Luminoso que por el Ejército peruano. Un informe que también documentó los laberintos de la violencia y la crueldad, y también el innegable carácter de raza y de clase en el conflicto. Es pertinente puntualizar que la Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú fue creada, por decreto presidencial, en junio de 2001 y entregó su informe final a fines de agosto de 2003.

            Los personajes-narradores centrales de Insensatez y Un lugar llamado Oreja de Perro, cada uno desde su particular situación narrativa y ética, parecen coincidir en un aspecto fundamentalmente inquietante: la imposibilidad para hacerse participantes reales de los procesos de justicia transicional a los que se ven convocados de modo fortuito, a sumergirse en ellos no del todo convencidos de su supuesta necesidad e idoneidad moral. Más bien, su actitud hacia lo que una comisión u otra pueda o debe hacer en relación con la violencia que investiga y sus consecuencias oscila entre el cinismo más ácido y la incredulidad más indiferente, entre solamente querer cobrar el sueldo acordado previamente por terminar de preparar el informe, por un lado, y sobrellevar el peso de una tragedia y un trauma personal que nada tienen que ver con la tragedia y el trauma de los otros. Son personajes que dan cuentan, ambos, de un profundo desencuentro que podríamos interpretar como el insalvable abismo que separa a las clases medias y altas ilustradas de países como Perú y Guatemala (escenarios contextuales de las novelas) de sus contrapartes nacionales indígenas: empobrecidos, aislados, azotados por la violencia, la cual vivieron en estado de completa indefensión material, jurídica y moral, abandonados por los Estados y las sociedades que, en apariencia, debían haber impedido los horrores y abusos de los que fueron víctimas.  Ambos personajes-narradores quedan, finalmente, presos del retorno de la violencia en cada una de las narraciones. En un caso, el asesinato del prelado de la Iglesia que había promovido y financiado un informe de la verdad sobre la violencia del pasado reciente; en otro, el rebrote de la violencia obscena que nunca, en realidad, había dejado de existir.  Nada cambió. Nada cambiará. Estas narraciones resultan ser profundamente desmoralizantes en este aspecto: son una crítica, a veces sutil y otras feroz, de las buenas intenciones de la justicia transicional en muchos países del continente, en los que es imposible llegar al alto objetivo de establecer verdad, justicia y reparación para una sociedad traumatizada por la violencia.

 

Una narrativa que no sólo es literaria. Una historia que puede ser literatura

 

Ivan Jablonka, historiador francés de origen polaco, propone en su libro La historia es una literatura contemporánea (2016) una especie de manifiesto (de hecho el subtítulo de la obra es “Manifiesto por la ciencias sociales”) en el que establece como declaración de principios que es necesaria una nueva operación de sentido argumental y reflexivo que vuelva a unir la literatura con la ciencias sociales y las humanidades, dejando de lado que el rigor metodológico está en conflicto con las posibilidades enunciativas de la literatura.  La postura de Jablonka, puede decirse, se condensa en que literatura y ciencias sociales pueden, y deben, imbricarse para aumentar tanto sus potenciales reflexivos como su capacidad abarcadora de las realidades que pretenden representar por medio de la escritura.  Así, debería de abolirse el divorcio entre la escritura de la historia y la escritura de la literatura, para unirse en un nuevo tipo de escritura que aspire a tener tanta verdad como rigor, tanta revelación como intensidad.  De modo aleccionador, Jablonka señala en el prólogo de la obra:

[…] si la escritura es un componente insoslayable de la historia y las ciencias sociales, lo es menos por razones estéticas que por razones de método. La escritura no es el mero vehículo de “resultados” ni el paquete que uno ata a las apuradas, una vez terminada la investigación: es el despliegue de ésta, el cuerpo de la indagación. Al placer intelectual y la capacidad epistemológica, se agrega la dimensión cívica. Las ciencias sociales deben discutirse entre especialistas, pero es fundamental que también puede leerlas, apreciarlas y criticarlas un público más amplio. Contribuir mediante la escritura al atractivo de las ciencias sociales puede ser una manera de conjurar el desamor que les afecta tanto en la universidad como en las librerías. […] la literatura es apta para explicar lo real […]. La literatura no es necesariamente el reino de la ficción. Adapta y a veces anticipa los modos de investigación de las ciencias sociales. El escritor que quiere decir el mundo, se erige, a su manera, en investigador (Jablonka,  2016, p. 12).

 

“Toda historia es historia contemporánea”. “Toda historia es historia para el presente”.  Se trata de un par de sentencias que son continuamente invocadas en relación con los usos sociales de la historia, para explicar la necesidad ética o la utilidad pragmática del conocimiento histórico, de los saberes sobre el pasado proyectados y justificados en, para y desde un presente concreto.  En las décadas más recientes se ha dado un amplio debate académico sobre la caracterización de lo que ha convenido en llamarse historia reciente, o historia del tiempo presente: una historia que tiene como epicentro un presente en el que, a diferencia de la distancia cronológica que solía definir el trabajo tradicional de los historiadores, se articulan tanto un pasado cercano, o incluso inmediato, en el que se ubica el investigador, y los horizontes de futuro de una comunidad de sentido a la cual se dirige y con la que se retroalimenta el oficio de historiar.  Es decir, nos ubicamos en un contexto de un presente extenso en su temporalidad y extendido en sus posibilidades de análisis, que ha dejado, curiosamente, o reveladoramente, de serle ajeno a la propia historia, que ahora conversa y compite con otras disciplinas del campo social y humanístico para dar cuenta de las innumerables e imbricadas posibilidades de la propia complejidad del aquí y el ahora.

             El historiador francés François Hartog propuso la categoría régimen de historicidad para explicar la forma en que una comunidad ordena la sucesión del tiempo, jerarquiza las realidades sociales e históricas y, sobre todo, le otorga sentido y proyección al vínculo existente entre el tiempo y los acontecimientos ocurridos en éste. En otras palabras, cómo una sociedad contemporánea entiende las relaciones entre pasado, presente y futuro, toda vez que la llamada aceleración del tiempo histórico propia de la modernidad exige que, desde un presente que parece vivir en permanente contingencia, se trazan líneas de reflexión y argumentación hacia un pasado que parece no haberse desvanecido del todo y, también, hacia un futuro que pretende esbozarse en esta doble condición aparentemente precaria: un pasado que no pasa y que pervive en un presente abrumador. Presentismo es el concepto que el propio Hartog propone para entender este presente histórico efervescente de las sociedades actuales: todo parece relacionarse, apelar, increpar incluso al aquí y al ahora y, desde este mirador, se pretende abarcar en una sola operación de sentido, necesaria por única quizá, el arco temporal que, construido desde el presente, va del pasado al futuro.  En términos menos sutiles, el mismo Hartog nos habla de un presente que “canibaliza” el pasado y el futuro.

Para Hartog, siempre ha sido una cuestión central en el conocimiento histórico cómo una sociedad se encarga de su pasado y qué hace socialmente con éste: cómo lo interroga, lo interpela, lo confronta, lo matiza, lo rechaza, en suma, cómo lo dota de sentido. Hartog no ignora que en tiempos de crisis las operaciones de la historia tienden a plantearse y efectuarse como urgencias impostergables, aún a sabiendas de que no hay en el horizonte del conocimiento histórico del presente sino respuestas parciales y, aun, precarias.  ¿Cómo articular, pues, pasado, presente y futuro desde las urgencias del presente de la violencia, sin dejar de entender que el presente tiene mucho de resabio del pasado, igualmente violento?  ¿Y cómo intentar proyectar un sentido, si es que existe tal, para esbozar una idea de futuro?  ¿Cómo construir un futuro en el que, pasando previamente por el conocimiento y el re-conocimiento de la violencia, ésta sea cancelada en su catastrófica presencia y posibilidad? 

Retornando del enfoque histórico al literario, en cuanto al campo cultural, y, más específicamente, al campo literario en América Latina contemporánea, cómo funciona una actitud que tiene una fundada razón de surgimiento que colinda con la denuncia de los horrores del pasado, y en sus antípodas desemboca en el auge de una literatura de la violencia, o de la memoria de la violencia, como equivalente de la nueva literatura latinoamericana, o por lo menos de una porción representativa y apetecible de ésta para el mercado editorial transnacional. ¿Registra la memoria de los silenciados, o abona en la construcción de tópicos victimizadores que responden a las expectativas que las editoriales y sus concursos construyen para el mercado latinoamericano?  En términos literarios, cómo narrar el horror, con qué recursos e intenciones, para no caer en la normalización del discurso de la violencia, y recuperar la capacidad de conmoción de la que precisa la denuncia narrativa para ser capaz de comunicar sin volverse fórmula o repetición de tópico. ¿Acaso no habría que plantearse ir más allá de la dialéctica víctimas-victimarios, y entender que entre unos y otros hay también indiferentes, colaboradores, testigos, olvidadizos y olvidados, y una larga lista de personajes, con sus respectivas historias y memorias a cuestas, que habría que llevar a las páginas de la literatura y a la reflexión en las ciencias sociales del continente, con toda su complejidad y sus, quizá, ejemplares o abismales posibilidades para la comprensión de esa violencia tan abrumadoramente presente en las realidades latinoamericanas? 

 

 

Algunas conclusiones

 

¿De qué hablamos cuando hablamos de literatura de la violencia en América Latina, en particular si abordamos el periodo comprendido, de modo aproximativo, entre fines del siglo XX e inicios del siglo XXI, atravesado por dictaduras militares, alzamientos guerrilleros, represalias antisubversivas, confrontaciones civiles, paramilitarismo arrasador, narcotráfico transnacional incipiente y neoliberalismo sin freno?  En otras palabras, cómo se narra la violencia en y desde América Latina en su literatura, y más concretamente en su narrativa más reciente: cómo se cuentan y re-cuentan los abismos de la violencia que ha sumergido a la región en un baño de sangre desde los aniquilamientos selectivos y el terror generalizado de las dictaduras argentina y chilena, pasando por las guerras civiles de Guatemala, El Salvador y Nicaragua, llegando a la confrontación entre Sendero Luminoso y el implacable aparato contrasubversivo del Estado peruano, sin dejar de mencionar las muchas violencias derivadas de la gran violencia del narcotráfico, hasta llegar, por poner un lindero concreto, a las memorias sobre lo ocurrido, que intentan comprender y denunciar lo ocurrido años o décadas después de la vorágine de terror.  Se trata de la literatura que, desde el presente, confronta la violencia actual y, asimismo, en muchas ocasiones visita el pasado reciente, ese pasado que no pasa, en la medida y el sentido en que tanto presente como pasado configuran un largo catálogo de abusos sostenidos, heridas abiertas, interrogantes sin respuesta e inagotables cuentas pendientes.

Un aspecto por demás importante en este ámbito de reflexión, tanto para el estudio de la representación de la violencia en la literatura latinoamericana actual como para los usos sociales de la historia y la memoria de la violencia, de las nuevas y las viejas violencias que se pretende abordar, dilucidar y juzgar, es el que tiene que ver con la visibilidad de la producción literaria: es decir, qué se publica en relación con el tema que nos ocupa.  Es necesario plantear cómo la producción literaria, y más particularmente la publicación y difusión de estas apuestas narrativas (y más concretamente novelísticas), puede estar ligada a “intereses”, “gustos” y “exigencias” del mercado regional y transnacional editorial. ¿Qué escriben los escritores latinoamericanos en torno a la violencia, o a las violencias del pasado reciente y del presente de sus sociedades? ¿Qué publican las editoriales? ¿De qué tipo de editoriales hablamos: pequeñas, independientes, con proyección limitada; medianas, con alcances de difusión regional específico (Cono Sur, Área Andina, Centroamérica); de tipo transnacional, con aparatos de difusión robustos y alcances mediáticos continentales, además de capacidad para “imponer” los intereses, gustos, modas y exigencias mencionados líneas arriba?  ¿Qué significa, tanto en términos estrictamente literarios como también editoriales y de repercusión cultural que varias de las obras de mayor repercusión mediática  que abordan la violencia política del pasado reciente de América Latina hayan recibido premios literarios o, bien, hayan sido finalistas de los mismos (otorgados por las editoriales de mayor presencia en el ámbito de lengua española: Planeta, Alfaguara, Tusquets, Anagrama), lo cual automáticamente implicó que éstas tuvieran un cierto tipo de difusión y proyección social que es imposible no tener en consideración a partir de los intereses, gustos y modas ya enunciados, que forman parte de lo que podríamos definir como un campo cultural de los derechos humanos vigente a partir de los más recientes treinta años, y del cual la producción literaria y la industria editorial como un binomio no pueden estar al margen, sino que, más bien, aprovechan éste para garantizar, o al menos apostar, por la repercusión de las obras publicadas.

En dicho contexto cultural, estas novelas resultan ser, independientemente de la calidad literaria intrínseca que posean (y muchas la tienen sin duda), casi una práctica de corrección política compartida por autores, editores y lectores, pero que no, por poco ingenua que sea, deja de ser menos necesaria en una región como la nuestra, marcada por todas sus abrumadoras violencias del pasado y del presente.

 

 

 

Bibliografía

 

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[1] Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco, altazor1972@hotmail.com