El futuro que ya no es: tres cuentos de ciencia ficción mexicana contemporánea

The Impossible Future: Contemporary Mexican Science Fiction Short Stories

Rodrigo Rosas Mendoza[1]

 

Resumen:

La ciencia ficción contemporánea ha dejado de ocuparse del futuro para comenzar a problematizar asuntos que atañen al presente inmediato. Pandemias, calentamiento global, tensiones sociales y los alcances de los soportes digitales de almacenamiento son temas abundantes en esta narrativa. Para entender mejor cómo opera esta nueva perspectiva en la ciencia ficción se estudiarán tres cuentos de escritores mexicanos publicados en los últimos diez años.

Palabras clave:

Literatura mexicana contemporánea, ciencia ficción, narrativa corta, ciencia ficción mexicana

 

Abstract:

Contemporary science fiction has stopped dealing with the future to problematize, instead, issues that concern the immediate present. Pandemics, global warming, political tensions and the scope of digital storage media are recurrent subjects in this narrative. To understand exactly how this new perspective operates in science fiction, five short stories by Mexican writers -published from the 1980s to date- will be studied.

Keywords: Contemporary Mexican Literature, Science Fiction, Mexican Short Stories, Mexican Science Fiction

 

Recibido: 3-09-2021

Aceptado: 6-05-2022


 

Históricamente, la ciencia ficción ha encontrado en el futuro una plataforma favorable para la construcción de su imaginario narrativo. Desde luego, hay excepciones; también puede situarse en un espacio ajeno al nuestro, donde el tiempo –ya sea presente o futuro– resulta irrelevante a fuerza de situarnos en una dimensión espacial distinta.[2] Incluso la historia bien puede discurrir, sin más ni más, en el presente del mismo horizonte enunciativo, tal como sucede con La guerra de los mundos de Wells o Viaje al centro de la Tierra de Verne.

El binomio de futuro y ciencia ficción devino en una narrativa por demás prolífica durante los siglos XIX y XX. Primero, la ciencia ficción estaba concentrada, sobre todo, en imaginar las posibilidades de nuestro futuro en términos de progreso.[3] Pensemos en Eugenia. Esbozo novelesco de costumbres futuras  de Eduardo Urzaiz, publicada en 1919. Este ejercicio utópico fue uno de las primeros en México en conjuntar el avance de la ciencia con el progreso sociopolítico humano para crear una visión positiva de nuestro futuro. En esta historia vemos un mundo ya cansado de las luchas de poder comercial y político. La estabilidad económica global es un objetivo cumplido y el Estado es una institución perfectamente funcional en términos de salud y bienestar. No hay corrupción, la injusticia no se ve todos los días y las guerras son cosa del pasado. Así, Eugenia tiene lugar en un planeta donde las naciones han sido sustituidas por confederaciones continentales integradas por pequeñas villas que representan el punto óptimo deseable para cualquier espacio metropolitano. Lo más sugerente de Eugenia es que vislumbra la posibilidad de que el sexo masculino también logre procrear y gestar de manera exitosa a otro ser humano, además de que el control del crecimiento poblacional es una realidad.

Sin embargo, en los años previos y en el periodo posterior a las guerras mundiales hubo una transición dentro de la ciencia ficción hacia el planteamiento de los más terribles escenarios imaginables en términos de sistemas políticos totalitarios[4] y así se consolidó –en la literatura e incluso en el cine– la conocida distopía y el futuro postapocalíptico. Tal es el caso de “La última guerra” de Amado Nervo (1906), un cuento situado dos mil años en el futuro que propone un escenario donde la humanidad dejó atrás su naturaleza bélica y sus impulsos de superioridad para asumir una actitud pacífica y noble entre pares. En contraparte, el reino animal evolucionó hasta adquirir una forma de consciencia avanzada y un lenguaje propio que les permitió conspirar para recuperar el mundo que, antes de la aparición del hombre, le pertenecía completamente. Aunque podría parecer que un cuento con animales que se comunican entre sí pertenecería más bien a lo fantástico, es importante subrayar que el enfoque que Nervo le da a esta revolución del mundo animal nace desde postulados evolutivos que al mismo tiempo dialogan con la idea de un régimen político totalitario de naturaleza atípica que, no obstante, es concebido como algo inminente.

Lo anterior es relevante en términos teóricos para entender las sutiles distinciones entre lo fantástico y lo cienciaficcional. Jorge Martínez Villaseñor (2004, p. 20) propone dos condiciones para la existencia de la ciencia ficción: la ciencia debe intervenir —de manera directa o indirecta— en la historia; y la historia debe mantenerse dentro de una realidad lógica que le impida saltar a la fantasía pura. La ciencia puede tomar varios caminos: lo tecnológico, lo teórico, lo político, lo astronómico, lo cuántico, etcétera. En este caso, insisto, vemos un enfoque evolutivo que también se enlaza con un planteamiento político sobre el uso del poder. Con Eugenia, por ejemplo, el discurso científico permite imaginar la inserción de un óvulo fecundado en el cuerpo masculino y una posterior gestación de 281 días dentro de la cavidad peritoneal. Es decir, la ciencia ficción hace verosímiles muchas ideas, por descabelladas que parezcan, gracias a que están basadas en postulados que teóricamente son posibles bajo la visión de los alcances de la ciencia.

Los ejemplos anteriores pertenecen a una perspectiva diferente de la ciencia ficción, una que todavía tenía cabida para la utopía o, en cualquier caso, la articulación de un futuro no tan brillante. Ciertamente, nuestra realidad –en tanto sujetos del siglo XXI– ha modificado muchas preocupaciones dentro de la literatura cienciaficcional. Ahora podemos hallar temas asociados con problemáticas específicas del presente inmediato como las enfermedades potencialmente mortales, el cambio climático, la tensión política y la búsqueda de la preservación de la consciencia y la memoria en soportes digitales. 

 

La crisis del presente

Dice Hans Ulrich Gumbrecht en su libro Our Broad Present (2014) que ya no guardamos la misma fascinación por el futuro manifestada por nuestros predecesores. Pensemos en Tomás Moro, Julio Verne y el propio Eduardo Urzaiz, quienes articularon sus obras a partir de la necesidad apremiante de un mejor futuro. Aunque ninguno hace alusión explícita al sentido futurista esbozado en sus creaciones, la isla Utopía, el Nautilus y la Villautopía de Urzaiz eran estandartes de un posible porvenir construido a partir de todos los grandes anhelos de la humanidad. El mañana se había convertido en un horizonte lleno de posibilidades que podrían ser concretadas eventualmente a partir de la urgencia ostentada por un presente atribulado. No obstante, aquel futuro ahora se tambalea. Se volvió impredecible.

La ventana que siglos atrás nos permitía “ver” hacia el futuro se comenzó a cerrar con la llegada del siglo XXI. El calentamiento global y las pandemias se convirtieron en un peligro real, en amenazas a corto plazo que nos impiden acceder al estado futuro de las cosas. Incluso el presente parece haber perdido su condición de estado de transición. Se convirtió en un presente amplio (Gumbrecht, 2014) y ha adquirido una compleja elasticidad cimentada en constantes inquietudes sobre una inminente catástrofe ecológica, sanitaria o bélica. Quizás las tres juntas, como si se tratara de un conjunto de simultaneidades (Gumbrecht, 2014). Podemos comparar esa amplitud del presente con una tela gigantesca, la cual se ha estirado demasiado. Ese alargamiento del presente ha concentrado nuestra atención en el pasado, haciéndonos conscientes de nuestros errores cometidos: los conocemos, mas no podemos corregirlos y tememos estar condenados a repetirlos. Las revueltas por los conflictos raciales en Estados Unidos durante 2020, por ejemplo, son el eco de un pasado esclavista y del imperante racismo que, a pesar del paso de los años, no se ha corregido del todo ni en ese país, ni en el resto del mundo. Por otra parte, la crisis sanitaria que golpeó al planeta durante ese mismo año nos ha llevado a asumir el presente como un estado de crisis continua (García Roca, 2014) que fluctúa con el problemático transcurrir del tiempo. Ya desde antes, el sistema laboral moderno había convertido al tiempo en nuestro enemigo cuando lo moldeó a semejanza del tiempo de producción, de fábrica (García Roca, 2014). El presente implica un uso del tiempo que ¿debería? ser productivo. Entonces, la situación crítica de nuestra realidad ya no es un fenómeno transitorio, sino más bien permanente, inevitable acaso; una especie de condición propia de nuestros tiempos en términos económicos y de temporalidad. Estamos, pues, frente a un presente incorregible y denso, con una latente posibilidad de repetición, de estancamiento; y, en consecuencia, ante un futuro inalcanzable sobre el cual no tenemos certeza alguna. Hemos, acaso, comenzado a simularlo porque ya no podemos llegar a él tras estar atorados tanto en el presente. Lo hemos hecho, por ejemplo, a través del desarrollo de realidad virtual y, desde luego, con la ciencia ficción.

En ese sentido, la robótica y la inteligencia artificial dentro de la narrativa cienciaficcional ayuda a problematizar la posible inutilidad tecnológica en el futuro. Aquella esperanza progresista muy de siglo XIX que confiaba en la capacidad de la tecnología para resolver todos nuestros problemas caducó cuando la energía atómica se usó para el exterminio de civiles inocentes. Por lo tanto, concebir la tecnología como nuestra fuerza salvadora dejó de ser una opción. Pensemos en los cuentos “El ascenso” escrito por Cecilia Eudave y “Los motivos de Medusa” de Gerardo Horacio Porcayo, recopilados en la antología Los viajeros: 25 años de ciencia ficción mexicana (Fernández, 2016). Ambos son protagonizados por robots: la última reminiscencia del paso de la humanidad por el universo. En las dos historias el ser humano ya está fuera de la ecuación. Somos finitos y siempre lo seremos, a pesar de nuestros grandilocuentes anhelos de inmortalidad. Esa tecnología capaz de posibilitar la existencia y funcionamiento de los robots no consiguió evitar nuestra extinción ni la destrucción de buena parte de nuestro planeta. Los robots son, en todo caso, un vano intento por dejar un testimonio permanente de la fugacidad de nuestra propia raza. La inteligencia artificial, en esos cuentos, no ofreció ninguna solución a nuestros problemas. El desarrollo tecnológico no puede asegurar nuestra supervivencia. Isaac Asimov tenía esta idea[5] muy clara.

Así, el futuro, antes entendido como el mejor horizonte narrativo para la ciencia ficción, lentamente se ha diluido porque la idea de futuro, en tanto sinónimo de progreso, ha desaparecido. El mañana no puede ser mejor. Vivimos un presente alargado, discurriendo lentamente ante nosotros, como resultado de la suma del pasado que nos persigue, del peso del mundo laboral y la obligatoriedad productiva del tiempo sobre nuestros hombros y de las oscuras anticipaciones propias del universo cienciaficcional. El presente amplio ofrece una expectativa gris del porvenir porque éste no puede sino ser distópico en sí mismo. El virus devastador, los viajes espaciales, los terremotos, la catástrofe ambiental, las tensiones nucleares: todo ha ido sucediendo en el plano de lo real en el último medio siglo.

Esto lo podemos constatar, por ejemplo, en “Pandemia”, un cuento escrito por la mexiquense Gabriela Rábago Palafox en 1988 –ganador del Premio Puebla de ciencia ficción, quizás el más importante para esta narrativa en México–. Ahí, la escritora se refiere directamente al VIH como un poderoso virus que diezma a la población mundial. Aprovecha inteligentemente el terror, especialmente la desconfianza, generada por el SIDA en Estados Unidos y el Reino Unido en la década de los ochenta para subrayar que las pandemias son una excusa más para estimular el odio y la segregación hacia los grupos vulnerables. Lamentablemente, la pandemia surgida en 2020 se emparenta con la de Rábago Palafox porque, en ambas, grupos conservadores e ideologías extremistas han sacado a relucir su oportunismo para generar pánico. Además, la autora deja ver entre líneas el inminente resquebrajamiento de las instituciones que debieron combatir el contagio.

El cuento es narrado desde la perspectiva de Elisa, una joven cuyo hermano menor pereció tiempo atrás a causa del virus. Mauricio, su otro hermano, vive ahora en una Europa desolada: todos los eventos masivos han sido cancelados y está a punto de cerrar sus fronteras ante el inminente avance del contagio. Elisa, por su lado, transita en una ciudad de México decadente, llena de negocios cerrados por la quiebra, con gente devastada pululando en medio de una atmósfera de desamparo e incertidumbre. Este escenario, por obvias razones, luce muy cercano a cualquier lector del 2022, sobre todo porque nos comunica la terrible soledad de una mujer que ha perdido a sus seres amados durante la pandemia y, encima, enfrenta un atolladero existencial que le impide pensar en un mañana. Punto por punto, el cuento remite a la situación global del mundo bajo el SARS-CoV-2.

Este cuento –escrito hace más de tres décadas– imagina un escenario increíblemente preciso donde una enfermedad potencialmente mortal ha ocasionado el colapso político, económico y social del mundo entero. De nuevo, la realidad ha rebasado las consideraciones propias de la ciencia ficción, nos ha enfrentado a escenarios esbozados solamente en la literatura y en el cine. Quizás a finales de los ochenta este cuento se asumía enteramente en su dimensión imaginativa, cual planteamiento catastrofista. No obstante, la realidad de nuestros días ya no permite una lectura semejante: las preocupaciones expresadas por Rábago Palafox eran legítimas en 1988, pero hoy son el inquietante reflejo de nuestra situación actual.

Como se puede ver en “Pandemia”, el presente dejó de ser un momento de transición entre pasado y futuro: se ha convertido en una totalidad. Los errores del pasado tienen un peso insoportable en el ahora. Tampoco hay un mañana; lo posible se ha convertido en un hecho. Ese futuro imaginado en 1988 por Rábago Palafox toma lugar ahora, allá afuera. Vivimos, pues, bajo una instantaneidad tiránica (Hartog, 2015) que nos lleva a ignorar la posibilidad de cambio. Pero eso, a decir verdad, ha contribuido mucho a la ciencia ficción, pues se convirtió en la plataforma literaria ideal para enunciar las preocupaciones del ser contemporáneo y la complejidad de su presente. La narrativa cienciaficcional ha demostrado recientemente una inclinación más por la inmediatez de la vida cotidiana, ya no por el futuro. Parece interesarse especialmente por el estancamiento de la existencia en el “ahora”.[6] Así, el discurso cienciaficcional de nuestro tiempo también ha asimilado el presente –y todas sus implicaciones– como único tiempo posible. 

 

Una nueva ciencia ficción

A continuación, presentaré tres cuentos de escritores mexicanos con el fin de ejemplificar las preocupaciones expuestas previamente y que se han vuelto primordiales para la ciencia ficción desde las últimas dos décadas del siglo pasado. Considerando el orden cronológico de su publicación, el primer cuento es “El ocaso de las cosas” de Alejandro Espinoza publicado en la antología Así se acaba el mundo (Aldán, 2012), el segundo es “La segunda Celeste” de Alberto Chimal (2018) y el tercero es “Calculando, recalculando” de Andrea Chapela (2020). En conjunto, los cuentos aportan una visión cuyo objetivo primordial es desmarcarse del futuro para centrar su atención en las problemáticas diarias mientras dan cuenta del estancamiento temporal implícito en la ausencia de futuro.

En “El ocaso de las cosas” Alejandro Espinoza nos relata el viaje de un grupo diverso de pasajeros a bordo de un avión. Al poco tiempo de despegar se enteran de que el mundo, tal como lo conocen, está sucumbiendo irremediablemente. Ese fin tantas veces vaticinado a lo largo de la historia humana es una realidad. ¿Qué pasó? Un fenómeno solar alteró la faz de la Tierra. Pero tampoco es que las causas le importen mucho al personaje central de esta historia. Sólo le interesa pasar las últimas ocho horas de su existencia junto a la pasajera desconocida sentada a su lado, de quien probablemente se ha enamorado. El resto de la tripulación ha entendido que ya no hay donde aterrizar y, por ende, no hace falta seguir los protocolos de seguridad a bordo del avión. No hay más destino de aterrizaje ni futuro. Solo el presente representado en las ocho horas de duración del vuelo. En ese tiempo, los pasajeros buscan aliviar la angustia entonando canciones a todo pulmón, conversando con los de junto, rezando, llorando desconsoladamente, incluso comiendo. La resignación, entonces, se convierte en una actitud que atenúa lo inevitable: “fue como si todos estuviéramos esperando esta noticia desde hacía un buen tiempo” (2012, p. 23). El presente conduce al final, el abismo de la existencia no toma por sorpresa cuando entendemos que se halla al final del día.

Lo importante de este cuento es, precisamente, la exploración de la posible actitud de una persona al borde de su propia existencia. ¿Qué hacer en las últimas horas de tu vida? ¿Lo que hagas en ese tiempo, al final, importa? Dirigirte a tu inevitable fin acompañado por un grupo de absolutos desconocidos ¿es realmente tan malo? Para el narrador, así lo admite al final, esta experiencia resulta menos desquiciante de lo que había imaginado y, extrañamente, eso lo acerca a un entendimiento mucho más sensible de la naturaleza humana: lo aproxima a una frágil pero inconfundible sensación de felicidad cimentada en la experiencia del presente. Esta nueva experiencia –y última– revitaliza una vida decadente que, se podría pensar, había perdido su calidez desde tiempo atrás: “Yo me encontraba entre la sorpresa y el alivio. Llevaba buen rato quejándome conmigo mismo de mi vida gris” (2012, p. 24). Aunque el cuento es breve, esboza fielmente los matices individuales que el apocalipsis trae consigo. En esa misma línea, invita a reflexionar detenidamente sobre el sentido de lo apocalíptico en un tiempo que ha perdido su sentido de progresión. Si ya no está ligado al futuro, el final puede llegar en cualquier momento.

Por otra parte, Espinoza hace bien en deslindarse de la espectacularización visual –y siempre catastrofista– del fin del mundo para centrarse, puntualmente, en el cosmos interno de sus personajes; en el mar de sensaciones y pensamientos que ahoga a quien se enfrente a una situación posiblemente fatal. El cuento cuestiona el sentido que, como humanidad, otorgamos a nuestra propia existencia en contraposición con el caos del mundo exterior. También sitúa en una perspectiva distinta la forma de concebir nuestro frágil presente y las variantes que tejen nuestro futuro.

La inteligencia artificial –como alternativa para el almacenamiento masivo– es un elemento relevante para nuestro presente. Debido a la lluvia de sucesos del “ahora”, parece que hemos desarrollado cierta necesidad inmediata de interactuar mediante las redes sociales para insertarnos en la conversación global y almacenar datos, recuerdos, fotografías; buscamos armar un archivo virtual de nuestra existencia. Tenemos, pues, una extraña inclinación por vivir bajo la “reproducción y permanencia del presente” (Pereira y Lopes de Araujo, p. 20) que esta era digital trae consigo. En “La segunda Celeste”, Alberto Chimal relata la historia de una mujer enferma de cáncer terminal que se somete a un procedimiento experimental con la intención de facilitar la transmisión de la consciencia humana a un recipiente artificial. El tema no es nuevo pero el escritor acierta al problematizar la transición de una consciencia humana a otra artificial a partir de un cuestionamiento muy interesante: ¿Cómo cambiaría nuestro modo de percibir la existencia si pudiéramos abandonar nuestro cuerpo físico para almacenarnos en un recipiente ajeno a cualquier rasgo humano? Si las dolencias y el contacto físico desaparecieran de nuestro acontecer diario, si la inmortalidad estuviera ligada a un recipiente no orgánico ¿ello representaría abandonar nuestra condición humana? Celeste, la mujer que ahora habita un superordenador, ve con otros ojos el universo. No conoce límites: puede viajar por toda la red informática, conocer todos los secretos, invadir la privacidad, hacer múltiples actividades al mismo tiempo en distintos espacios. Su vida conyugal, al prescindir de cualquier roce emocional y físico, se disuelve totalmente. Pregunta Chimal, entonces, ¿valdría la pena sacrificar nuestra humanidad en pos de una vida eterna pero artificial? ¿Es absolutamente necesario almacenar toda nuestra información para reafirmarnos como personas, o tal vez al realizarlo estamos, paradójicamente, haciendo artificial nuestra propia existencia?

A este cuento no le preocupa ubicarse en ese futuro de tipo ciberpunk donde la inteligencia artificial ha condicionado el rumbo del mundo –situación que, bien pensada, ya está sucediendo–. En lugar de eso, problematiza con puntualidad nuestro afán de almacenar digitalmente no solo lo que tenemos sino aquello que somos. En consecuencia, lo virtual nos ha llevado a estar en todas partes y en ninguna; se ha convertido en la materialidad auténtica de nuestra existencia, en el soporte de nuestra identidad. La pregunta más complicada aquí es ¿en qué nos estamos transformando a partir de las herramientas tecnológicas? Cuando respaldamos nuestros archivos del teléfono móvil; al momento de tomar una fotografía para capturar un tiempo y espacio específicos estamos afirmando nuestra urgencia de encapsular la inmediatez, enfrentando así –con ayuda de la virtualidad– el futuro. Ahí está la naturaleza tiránica de la instantaneidad, nuestra necesidad de afirmar el presente como el único tiempo posible.

Con el auge de las redes sociales llegaron también algoritmos informáticos capaces de establecer una serie de conexiones entre nosotros y el entorno. Nuestros gustos, el objeto de nuestro rechazo, aquello que deseamos constituyen un conjunto de datos circulando libremente por la red. En un sentido muy idealizado, el gran objetivo de las redes sociales sería ayudar a crear vínculos entre nuestro ser verdadero y el ser que proyectamos sobre otros. Andrea Chapela toma esta idea para plantearla en un sentido inverso: ¿cómo formarse una idea concreta sobre alguien a partir de sus datos contenidos en la red? Entre otras cosas, este cuento se ocupa de mostrar las consecuencias de dejar la toma de nuestras decisiones en manos más certeras, acaso infalibles: la tecnología. Una mujer está en medio de una cita romántica y decide consultar rápidamente un software cuya función es proyectar –mediante el análisis de incidencias y probabilidades– el posible rumbo de la vida de cualquier individuo a partir de sus decisiones. Una de las cuestiones más relevantes a considerar en las relaciones interpersonales es el nivel de compromiso afectivo que deberíamos asumir para llevarlas a buen puerto. Si se trata de una posible relación amorosa, es normal buscar cierto nivel de estabilidad, un tipo de garantía de que ninguna de las partes saldrá lastimada. En ese sentido, Chapela problematiza nuestra excesiva dependencia hacia la tecnología, sobre todo cuando se trata de buscar respuestas para nuestro incierto futuro. Eso es lo realmente interesante de “Calculando, recalculando”: su manera de explicitar la actual incertidumbre sobre el futuro, la urgente necesidad de apoyarnos en algo parecido a la certeza y así enfrentar este mundo tan complicado.   

El software llamado LifeCoaching provee los datos estadísticos necesarios para ayudar al usuario a tomar una decisión: ¿Quién te gusta es compatible con tus gustos, con tus proyectos de vida? ¿Es probable que quiera tener hijos contigo? ¿Se mudarán juntos en un plazo razonablemente corto? Todas esas preguntas son respondidas mediante el análisis de datos extraídos desde todas las redes sociales. Por supuesto, un programa de esta naturaleza está orientado a facilitar el asertividad en beneficio del usuario, pero Chapela también está formulando una pregunta de manera implícita: ¿No se supone que el hecho de equivocarnos en nuestras decisiones es una parte indispensable de nuestra propia formación humana? Es imposible aprender algo si no caemos, ocasionalmente, en equivocaciones durante el proceso de vivir. Depender de la tecnología para mejorar –evadir, incluso– la única actividad que define nuestra humanidad misma, nuestra falibilidad, es tremendamente peligroso. La interfaz presentada en el cuento se deslinda de cualquier resultado derivado de las predicciones ejecutadas por su programación: “LifeCoaching no se hace responsable por los resultados ni las acciones subsecuentes” (2020, p. 51). ¿Podríamos, entonces, hacernos responsables de las decisiones tomadas bajo influencia de un ente ajeno a nosotros mismos? 

El life coaching ya existe, aunque no en un sentido de plena virtualidad. Los algoritmos enfocados en determinar nuestras coincidencias con el resto del mundo también son reales. Por lo tanto, la historia de Chapela ni siquiera está acudiendo a un planteamiento totalmente imaginario. Y esto subraya la creciente preocupación cienciaficcional contemporánea por abordar situaciones no tan lejanas a nuestras circunstancias. Normalmente medimos el discurrir de la vida en porcentajes y cálculos: ¿cuántas probabilidades hay de contraer matrimonio y, gracias a eso, ser feliz? ¿cuántas las hay de separarse tras una discusión y jamás volver a verse? No obstante, es cierto que consultar una herramienta tecnológica antes de dar cualquier paso en la vida se ha convertido en una acción ordinaria en años recientes.

Es interesante, además, la estructura de este cuento, pues no hay un intercambio dialógico entre mujer y software. Este último narra a manera de monólogo las probabilidades y los escenarios a los que dicha mujer podría enfrentarse si decide continuar con su flirteo mientras ella escucha pasivamente. Así, quien lleva las riendas de esta historia ni siquiera es un personaje humano. La construcción narratológica ya está problematizando el hecho mismo de que un software pueda manipular la perspectiva de toda una vida.  

 

Conclusiones

La transición temática de la ciencia ficción contemporánea puede rastrearse a partir de las últimas décadas del siglo pasado. Ya veíamos la pertinencia de la utopía a comienzos del siglo XX y poco después la aparición de la amenaza postapocalíptica, ambas siempre vinculadas con el futuro, uno que todavía podía enunciarse como tal. En el contexto mexicano, ciertamente las circunstancias críticas del presente proveen temas de interés mucho más apremiantes que el planteamiento de un mundo futurista e imaginario, como las problemáticas aplicaciones tecnológicas en nuestra vida cotidiana y el pleno conocimiento del fin inminente de nuestros días como una actitud real frente a la vida contemporánea. Estos cuentos demuestran que no importa tanto en dónde estaremos en los próximos años, sino la dificultad de enfrentar la situación imperante en el ahora. Ya no interesa mucho las posibilidades ofrecidas por la tecnología de cara al mañana, sino más bien lo que necesitamos que haga por nosotros hoy. Las invasiones alienígenas y los viajes en el tiempo han cedido su espacio a preocupaciones relacionadas directamente con el mundo contemporáneo. Si bien es cierto que esta era digital nos somete a un proceso de repeticiones y simultaneidades, también nos ha enseñado que lo que antes pensábamos que podía hallarse en el futuro, en realidad ya lo tenemos en nuestro presente. Entonces ¿qué es el futuro para nosotros? Acaso un vacío ininteligible y amenazador que ya ni siquiera la ciencia ficción, la literatura que más se preocupaba por imaginarlo, se ocupa tanto de él.

En este momento cabría preguntarnos cómo afrontaremos, fuera de la literatura, la crisis permanente que nos atañe. Antes, en términos literarios, la intervención de lo teóricamente posible –que no necesariamente probable– era la parte medular de la conexión entre lo cienciaficcional y el futuro. Ahora, parece que ni siquiera la ciencia puede arrojar mucha luz sobre el porvenir, sobre el sentido de nuestra enmarañada temporalidad. La ciencia ficción, sabemos bien, no ofrece soluciones; solamente busca estimular nuestra imaginación para repensar el camino andado hasta ahora. Pero, a la luz de nuestra temporalidad y bajo las circunstancias actuales de la ciencia ficción contemporánea, parece que imaginación es lo que menos utiliza esta narrativa, sino intuición; cierto olfato para prever el próximo rumbo de los avances tecnológicos y de las formas en que nos relacionaremos unos con otros. ¿Será posible, en algún momento, enderezar el rumbo y dejar que la ciencia ficción vuelva a ser mera imaginación? El tiempo, en toda su densidad conceptual, lo dirá.

 

 

Bibliografía:

Chapela, A. (2020). Ansibles, perfiladores y otras máquinas de ingenio. México: Editorial Almadía.

 

Chimal, A. (2018). Manos de lumbre. México: Páginas de espuma.

 

Espinoza, Alejandro (2012). El ocaso de las cosas. En Edilberto Aldán (comp.), Así se acaba el mundo (pp. 23-29). México: Ediciones SM.

 

Fernández, B. [comp.]. (2016). Los viajeros. 25 años de ciencia ficción mexicana. México: Ediciones SM.

Gumbrecht, H. U. (2014). Our broad present. Time and contemporary culture. Nueva York: Columbia University Press. [versión electrónica]

 

Hartog, F. (2015). Regimes of historicity. Presentism and experiences of time. Nueva York: Columbia University Press, 2015. [versión electrónica]

 

Martínez Villaseñor, Jorge, ¿Qué papel juega en el conjunto de la ciencia ficción mexicana el escritor que incursiona una sola vez en el género? En La ciencia ficción en México. México: Instituto Politécnico Nacional, 2004.

 

 

Hemerografía

García Roca, J. (2014). Cartografía del tiempo en época de crisis. Revista Crítica, (990), pp. 20-23.

 

Pereira, M. H., Lopes de Araujo, V. Actualismo y presente amplio: breve análisis de las temporalidades contemporáneas. Desacatos (55), pp. 12-27.

 

Cibergrafía

 

Rábago Palafox, G. (2020). “Pandemia”. Recuperado de http://www.lashistorias.com.mx/index.php/archivo/pandemia/  [consultado el 10 de febrero de 2022].



[1] Universidad Autónoma Metropolitana, rodrigo_aragorn@hotmail.com

[2] Pensemos, por ejemplo, en La mano izquierda de la oscuridad de Ursula K. Le Guin, que acontece en Gueden, un planeta distinto a la Tierra. Si el imperio galáctico descrito en esta novela se sitúa en un posible futuro lejano a nuestra humanidad no es algo relevante para el sentido de la trama.

[3] El caso más ilustrativo es el de Julio Verne, quien ayudó depositar nuestras expectativas en el avance industrial y la tecnología gracias, entre otras cosas, a su extraordinario prototipo del submarino en Veinte mil leguas de viaje submarino.  

[4] 1984 de George Orwell y El cuento de la criada de Margaret Atwood son ejemplos bastante estimulantes en este sentido.

[5] En su llamada “saga robótica” (Bóvedas de acero, El sol desnudo, Los robots del amanecer y Robots e imperio), Asimov hace un complejo y exhaustivo estudio sobre las posibles consecuencias sociales, por encima de las tecnológicas, de la evolución robótica. El escritor presenta un progreso tecnológico que sólo subrayaría nuestras propias contradicciones humanas. Así, los conflictos no son raciales o de clase. Se trata, en todo caso, de un conflicto entre humanos versus sus creaciones basado en la exclusión, el repudio, la violencia.

[6] Que, curiosamente, se construye a menudo sobre una atmósfera desoladora propia de la distopía. Ya se verá en el cuento de Alejandro Espinoza.