Itinerario escolar de la pandemia. Doble recuento personal de los efectos de la enseñanza distante durante el encierro provocado por el covid-19

Enrique López Aguilar[1]

 

Recibido: 11-06-21

Aceptado: 17-11-21

 

 

 

Fue a principios de septiembre de 1664 cuando me enteré, al mismo tiempo que mis vecinos, de que la peste estaba de vuelta en Holanda. Ya se había mostrado muy violenta allí en 1663, sobre todo en Ámsterdam y Rotterdam, adonde había sido traída según unos de Italia, según otros de Levante, entre las mercancías transportadas por la flota turca; otros decían que la habían traído de Candia, y otros que de Chipre. Pero no importaba de dónde había venido; todo el mundo coincidía en que estaba otra vez en Holanda.

 

Daniel Defoe, Diario del año de la peste.

 

El origen de la pandemia (noviembre de 2019-marzo de 2020)

 

Todo comenzó como en La guerra de los Mundos, de Wells, o en las novelas de Lovecraft: “se dice que ha pasado algo en Horsell; se dice que en Providence hay indicios de algo”. En noviembre de 2019, se decía que algo ocurría en Wuhan, China, en la provincia de Hubei: una especie de influenza invernal, pero mucho más mortífera, estaba diezmando a la población; luego, ya no era influenza sino neumonía. Sin embargo, eso estaba demasiado lejos, en un entorno demasiado exótico. Hay muchos chinos para contener eso, no va a pasar de allá. Se habló de que los murciélagos o el pangolín podían ser transmisores intermediarios del virus en alguno de esos extraños mercados chinos de comida y animales vivos; también se dijo que el nuevo virus había sido creado en un laboratorio. No obstante la velocidad de las noticias que hoy corren por internet, unas verdaderas y muchas falsas, el Mundo se movió con lentitud para prever los posibles efectos de lo que la misma China, con su cautela y pachorra, hizo público a principios de enero de 2020: “apareció un nuevo virus que ataca al ser humano contra el que no tenemos curación”. El 11 de enero, China ofreció la secuencia genética del nuevo virus. El 13 de enero, se registró el primer caso de coronavirus fuera de China, en Tailandia.

Corrió el tetramestre de diciembre de 2019 a marzo de 2020 antes de que la vida normal de Todomundo quedara abruptamente clausurada por una cuarentena mundial que excedió, con mucho, los cuarenta días y llegó a más de un año y pico de encierros, incluidos los fronterizos y la cancelación de viajes locales e internacionales. El 11 de marzo de 2020, la Organización Mundial de la Salud declaró que el Covid-19 podía caracterizarse como una pandemia[2] y, después de ese mes, la gente creyó recordar (si algo de eso realmente se recuerda) la extensa temporada de la peste negra durante la Edad Media y la gripe española de principios del siglo XX, aunque el siglo XXI aportó la presencia de los escépticos, es decir, de los negacionistas de la existencia de la enfermedad producida por el virus Covid-19 y del virus mismo.

Entre el 20 y el 27 de marzo de 2020 cesaron totalmente las actividades escolares presenciales, tanto administrativas como académicas, en Ciudad de México. En esos momentos, yo me encontraba disfrutando de la parte final de mi período sabático y el viernes 20 todavía pude entregar unos documentos en la División de Ciencias Sociales y Humanidades de la Unidad Azcapotzalco.[3] Mi hija, Milena, se encontraba en la etapa final de su segundo año de secundaria en el Instituto Escuela del Sur[4] y, súbita pero esperablemente, se canceló un paseo escolar que se desarrollaría en las chinampas de Xochimilco el jueves 19 de marzo; y, luego, una estancia en Cuetzalan, Puebla, del 25 al 27 del mismo mes, organizados con anticipación por parte del IE. Mi hija y yo no lo sabíamos, pero ese sería el comienzo oficial de la cuarentena y el balbuciente arranque institucional de la enseñanza distante por medios electrónicos, tanto en la UAM-A como en el IE. Como mi período sabático concluiría en julio de 2020, pude observar los efectos y procedimientos iniciales de dicho proceso mediante la experiencia de Milena durante el último tramo de su año intermedio en la secundaria. Muy poco tiempo después, agregaría mi propia experiencia como docente cuando volví a clases al término del sabático.

 

A mitad de la secundaria en el IE (marzo-julio de 2020)

El último tetramestre del curso lectivo 2019-2020 en secundaria resultó ejemplar para observar los alcances, resultados y posibilidades de un medio cibernético emergente para dar continuidad a las clases con los alumnos.

El IE, la escuela de mi hija, es privada, y responde a los ideales pedagógicos de la Institución Libre de Enseñanza, de los que derivó la fundación del Instituto Escuela, en Madrid, en 1918. Apoyada por la República Española, desapareció en 1939 después del triunfo del fascismo encabezado por Francisco Franco. El actual IE se fundó mediante un grupo de profesores disidentes del Colegio Madrid, en Ciudad de México, en 1987, lo que indica que un buen número de sus fundadores y profesores son hijos de los hijos del exilio republicano en México. La escuela no es multitudinaria (dos grupos de cada grado de secundaria; un grupo de cada grado en prepa; todos ellos con un cupo máximo de 24 alumnos) y fomenta la convivencia escolar y el constante cruce de caminos entre las ciencias y las humanidades.

Interesado en una nueva dinámica de enseñanza-aprendizaje que, lo sabía, iba ser parte de mi trabajo cotidiano desde el mes de agosto, observé con atención lo que pasaba con mi hija, en su calidad de alumna, y en la manera como se las arreglaban el IE y su profesorado para enfrentar el nuevo reto. Lo primero que pude observar fue que el IE, como institución, no contaba con infraestructura propia ni contratada para enfrentar el problema que se les había venido encima y se tuvo que recurrir a los esfuerzos personales de cada profesor, situación que después cambió al iniciarse el siguiente ciclo escolar.

Durante ese primer tetramestre de clases a distancia observé el germen de lo que vería ahondarse durante el año escolar 2020-2021: aburrimiento en los alumnos, déficit en la toma de apuntes de clase, posibilidades de distracción con el teléfono celular (y la televisión, en otros casos) y de ausentarse sin que la falta fuera aparentemente notoria, así como un manejo experimental de tareas y evaluaciones. Por otro lado, cada profesor recurrió a la plataforma a la que buenamente pudo acceder y fue muy evidente que muy pocos de ellos se encontraban preparados o capacitados para enfrentar las clases desde herramientas como Zoom, Blackboard, Wisboo o Google Classroom. La diversidad de plataformas empleadas por el profesorado provocó un desconcierto adicional en el alumnado, que debía cambiar constantemente de canal, muchas veces de manera fallida, pues no faltaba el profesor que ya no permitía el ingreso de algún alumno comprensiblemente rezagado. Por otro lado, no era infrecuente la solicitud de ayuda por parte de Milena, no sólo para cosas relacionadas con su actividad escolar, sino con cuestiones técnicas de la computadora. Adicionalmente, como ejemplo de los síntomas de encontrarse en un medio de docencia inusual, no faltó que el profesor de Formación Cívica y Ética regañara a los alumnos que desayunaban durante la clase (estaban en sus casas) mientras él se permitía fumar durante la misma (está prohibido hacerlo durante las clases presenciales).

Cabe decir que por el tipo de escuela que es el IE, ni alumnos ni profesores presentaban los problemas de otros segmentos escolares con difícil acceso a computadoras e internet, pero eso tampoco garantizó que la comunicación distante estuviera exenta de otros problemas de incomunicación.

El fin de cursos llegó a mediados de julio de 2019 y, si bien es cierto que ya se vislumbraban algunos sobresaltos relacionados con la enseñanza virtual, no sería sino hasta el siguiente curso escolar cuando los gérmenes se convertirían en problemas mucho más hondos y visibles. Milena logró mantener el nivel de calificaciones obtenido durante los meses precedentes, de manera que el año intermedio de la secundaria terminó con los buenos resultados obtenidos desde el primer año.

 

Vísperas del regreso a clases en la UAM-A

 

El testimonio de los colegas que sí tuvieron que enfrentar los trimestres que corrían entre marzo y julio de 2019 no podía ser más desalentador: muchos desconocían las plataformas de Zoom y Google Classroom y tuvieron que “estar listos” para hacerlo con demasiada premura; además, consideraban que el trabajo se había multiplicado porque, de alguna manera, la nueva rutina suponía la preparación de las mismas clases a falta de pizarrón y bibliotecas abiertas, pero de otra manera, por no mencionar que los alumnos podían considerar que los horarios de consulta y asesoría quedaban extendidos durante todo el día y los fines de semana, sin límite de tiempo, no obstante los horarios determinados por el profesor.

En vista de todo eso, decidí comunicarme con la Coordinación de Servicios de Cómputo de la Unidad Azcapotzalco para asesorarme, en lo posible, respecto a Zoom y Google Classroom, plataformas que, evidentemente, yo desconocía. El comentario que me hizo el ingeniero que me atendió, por demás amable y didáctico, y que ponderó las ventajas y desventajas de cada una de las plataformas, sólo corroboró mis intuiciones: “Casi ningún profesor está preparado para manejar las aulas virtuales con eficiencia: se requieren unos quince días para moverse con un poco de soltura en cada plataforma más el tiempo necesario para preparar apuntes destinados a ésta, como los realizables en Power Point o en Word… Además, considero que es bueno apoyarse en otras plataformas como WhatsApp sin olvidar que los alumnos tienen el ‘derecho humano’ de mostrar o no su rostro en pantalla”. El diagnóstico era inobjetable y coincidía con los comentarios de mis colegas.

Adicionalmente, la DCSH comenzó a solicitar, inéditamente, copia del programa que se iba a enseñar durante el trimestre; se debían realizar nuevas listas, copiando la de los alumnos en internet para comunicarse con ellos a sus correos electrónicos, así como solicitar sus números telefónicos celulares para agregarlos a una sala en WhatsApp. Diez veces más del tiempo necesario para obtener una lista impresa antes de presentarse en el salón de clases en los viejos tiempos, con las notorias desventajas que se irían descubriendo a lo largo del trimestre uamero. Una dedicación similar se requería para copiar los números de matrícula y cargarlos en Zoom para invitar a cada alumno a las sesiones de clase. Así es como fui confirmando la velocidad del lápiz y el gis sobre la lentitud de la virtualidad cibernética. Y faltarían otras revelaciones por descubrir con el paso de la cuarentena.

A diferencia del esquema socioeconómico del IE, muchos de los alumnos uameros tenían enormes dificultades para conseguir red inalámbrica o equipamiento cibernético, por no mencionar la falta de bibliotecas familiares, entre otros obstáculos académicos. Algunos de ellos habían conseguido las tabletas electrónicas ofrecidas por la institución para subsanar algunas de las carencias mencionadas, pero no todos los alumnos sabían manejar los programas necesarios para cada asignatura, por lo que el profesor tenía que dar su clase y enseñar el manejo de alguna variedad de programa computacional. De cierta manera, a veces, eso era como volvernos a instruir todos acerca del uso del lápiz y la pluma.

Y sólo era el principio de una dinámica en la que el temor al contagio se acompasaba con la nostalgia de las clases presenciales, en las que la convivencia cotidiana permite establecer vínculos estrechos que van más allá del mero hecho de encontrarse en un aula y permite la percepción de situaciones humanas propias de la docencia.

 

Breve interludio familiar o en México se vive de otro modo

Sería por la saturación de las redes o por las razones que se quieran imaginar, pero entre agosto de 2020 y mayo de 2021 nos ocurrieron a Milena y a mí los mismos problemas, que cancelaron nuestras respectivas comunicaciones académicas.

En el edificio de seis departamentos donde vivimos mi hija y yo, nueve niños y adolescentes encendían sus computadoras desde las 8 de la mañana hasta las 3 de la tarde para asistir a clases virtuales; simultáneamente, cuatro adultos hacíamos lo mismo, con distintos horarios, para realizar nuestras actividades laborales. Eso significaba que trece equipos se encontraban conectados a la red más o menos desde la misma hora, con la consecuencia de que la saturación de ésta podía repercutir en la calidad de la señal recibida en cada departamento. Imaginé que algo así estaba ocurriendo en muchas casas y edificios de los alrededores.

La consecuencia inmediata para los vecinos fue la necesidad de comprar equipos cibernéticos adicionales (que escasearon en ese momento), desde computadoras o tabletas hasta módems para mejorar la calidad de la recepción en cada domicilio. En mi caso, tuve que cambiar la tarjeta de red de la computadora de Milena, así como adquirir un amplificador de señal para ella y un paquete más “poderoso” con mi proveedor de la red telefónica y de internet. Por si eso no fuera suficiente, durante los meses transcurridos entre agosto de 2020 y mayo de 2021, hubo dos desplomes zonales de la red y un apagón que duró hora y media, lo cual provocó que la alumna y el profesor perdieran simultáneamente la conexión con sus respectivas aulas. En mi caso, las experiencias mencionadas me obligaron a ser mucho más tolerante y flexible para los casos en que mis alumnos mencionaban cualquier contratiempo que les impidiera estar en clase o entregar puntualmente sus trabajos: desde fallas en sus equipos hasta problemas con la conexión a internet. ¿Cómo ser intransigente si yo mismo tuve que disculparme con mis alumnos por haberme caído en la red?

Lateralmente, salieron a la luz muchos falsos supuestos por parte de las instituciones educativas (las cuales, por otro lado, sólo tenían la disyuntiva de la opción tecnológica o la suspensión indefinida de las clases): que todos los alumnos y profesores podían estar en clases virtuales, que la docencia distante no implica gastos adicionales de luz y servicios de interconexión para los profesores, que la atención y la disponibilidad para estar en varias sesiones de clase frente a una computadora no termina por ser algo aburrido y extenuante para profesores y alumnos, que alumnos y profesores tenían la capacidad y la información para enfrentar el reto virtual y dirigirlo hacia la actividad docente, que el trabajo a distancia requiere de un esfuerzo y tiempo semejantes y proporcionales para profesores y alumnos.

 

Agosto de 2020: “De poco vale un paisano sin caballo y en Montiel”

El comienzo de las clases uameras me hizo recordar esas coplas de Atahualpa Yupanqui: aparte de la dificultad de manejar una clase con las nuevas herramientas, lo difícil más que la exposición de cada tema— era el reemplazo del pizarrón como auxiliar didáctico. Cierto que ahí estaban Power Point y Word como pizarrones alternativos, pero se volvía necesario construir las clases anticipadamente. Si en las clases “en vivo” el profesor lleva su tema del día en la cabeza y el pizarrón es un apoyo para reforzar la parte expositiva o resolver dudas en el momento, los programas cibernéticos le imprimían una cierta rigidez a la sesión, aparte del tiempo adicional para vaciar el contenido de cada reunión en una especie de síntesis preliminar.

El otro problema ocurría alrededor de algo que sólo se produce en las clases presenciales: el contacto con los alumnos en el aula permite que el profesor sepa no sólo si el tema expuesto está siendo comprendido, sino que le facilita detectar problemas e imponderables que la frontera cibernética impide, como en el caso de las dificultades personales de algunos alumnos para acercarse a la materia. En el nivel más obvio, al terminar una secuencia expositiva suele sobrevenir la pregunta profesoral: “¿alguna duda?” Ahora, en las clases a distancia, las respuestas solían ser unánimes: “no, profesor, todo entendido, todo bien”. El momento de la verdad llegaba con la solución de ejercicios o exámenes, pues ahí se constataba que, en realidad, el tema no había sido comprendido, o algunos alumnos no habían prestado atención a la clase o, peor aún, no habían estado presentes en la clase (entendiendo por “presencia” no sólo el hecho físico de que cada alumno se encontrara frente a su pantalla, sino que no estuviera haciendo otras cosas, como atender su teléfono celular).

Conforme avanzaba el trimestre, me fui dando cuenta de que la comunicación entre el profesor y los alumnos tendía a ser incompleta, por no decir deficiente, lo que dificultaba previsiblemente la plena eficiencia de la UEA[5] al cabo de las 11 semanas de clases previstas. Ni siquiera el recurso del humor, que suele relajar ciertos momentos de las actividades en clase, era demasiado factible: faltaban contextos para ejercerlo oportunamente. Y, en cuanto al trabajo de mis alumnos, no diré que el derrumbe del aprovechamiento fuera catastrófico, pero si el promedio grupal solía estar alrededor de la B antes de 2018, en 2020 la caída fue de una letra completa: S. Aparte, del total de alumnos inscritos, un promedio de cinco nunca aparecía en las sesiones y dos o tres terminaban por abandonar el aula (¿deserción?, ¿cambio de grupo?: vaya uno a saber).

Todas estas percepciones quedaron confirmadas con una nota aparecida en La Jornada:

 

Aun cuando la aplicación del Programa Emergente de Educación Remota (Peer) fue una “respuesta oportuna” de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) para continuar con las clases a distancia, en medio de la pandemia de Covid-19, la evaluación global de dicho programa entre los estudiantes apenas obtuvo 6.2 de calificación, hecho que mejora entre los docentes, al llegar a 8.3.

Además, 67 por ciento de los alumnos refieren haber aprendido total o parcialmente los objetivos planteados en el programa, y el 63 por ciento de ellos aprobó el trimestre, porcentaje menor que en los periodos anteriores, pues en el 19-I fue de 72 por ciento y, en el 18-I, de 68 por ciento (Román, 28 de enero de 2021).

 

Mis colegas comenzaron con el programa a distancia el trimestre 20-I y yo lo inicié el 20-P; sin embargo, al terminar el año 2020, el diagnóstico de que “[…] hay un ‘agotamiento de toda la comunidad’ por la intensidad y forma de trabajo en línea, en la cual la Universidad ya está en su tercer trimestre consecutivo en línea” (Román, 28 de enero de 2021) era válido para todos.

 

El curso 20-21 en tercero de secundaria

 

Cuando comenzó el nuevo ciclo escolar, el IE ya contaba con una plataforma única para todos los profesores basada en Zoom y a los alumnos se les asignó una clave individual de acceso, lo que ya era una ventaja respecto a la parte final del curso anterior, pero el alumnado siempre quedó a expensas de que el profesor aceptara las peticiones individuales para entrar a la clase, o que se conectara… Sospecho que fue igual en todos lados. La diferencia con la UAM es que no aprecié diagnósticos cualitativos ni cuantitativos visibilizados por la institución.

Lo que pude apreciar es que los distractores hogareños se iban volviendo parte de la rutina escolar conforme el cansancio y el tedio hacían presa de los alumnos, a pesar de que el IE diseñó un horario poco extenuante con horarios salteados para impedir que los jóvenes estuvieran seis horas seguidas frente a la pantalla. Mi apreciación concordaba con los comentarios de otros padres y abuelos: “mi nieto está sentado frente a la pantalla de la computadora y tiene encendida la televisión arriba de ella”, “mi hija chatea con sus amigos mientras está en clase”, “mi hijo cierra su pantalla y se pone a hacer ejercicio en su recámara”… Y todo lo anterior ocurría pese a las órdenes o la tolerancia paternas, o los intentos de ayuda de cualquier adulto. Tengo la impresión de que pocos alumnos del bachillerato básico atendían todas sus clases con un 100 por ciento de dedicación continua, a menos de que la amenaza adulta fuera contundente y persuasiva.

Los resultados no tardaron en manifestarse más allá de un bimestre: la caída de las calificaciones fue estrepitosa y eso comenzó a repetirse bimestre tras bimestre, con porcentajes de reprobación alarmantes. Si la calificación es una cifra que representa la medida visible del proceso de enseñanza-aprendizaje, basada en diferentes maneras de evaluación (tareas, trabajos, exámenes), lo que estaba a la vista era el fracaso del proyecto de educación remota. Como docente, percibía ese fracaso con mis alumnos, lo que desnudaba el camino de ida y vuelta entre docentes y alumnos, con las corresponsabilidades del caso; como padre, palpaba ese fracaso en mi hija y sus compañeros de clase y los esfuerzos a veces inútiles de los docentes, algunos de los cuales optaban por una rigidez inconsecuente con la magnitud del problema del encierro derivado de la pandemia. En el caso de Milena, sus promedios parciales de primero y segundo de secundaria, a la altura del mes de abril, habían sido de 8.4 y 8.9; durante su tercero de secundaria, a la altura del mes de abril, su promedio era de 6.7 con riesgo de enfrentar algunos exámenes extraordinarios. Tal caída de dos puntos porcentuales merece la atención y no la negligencia de toda institución educativa: la madre de una buena amiga de Milena decidió retirar a su hija del IE después del primer resultado bimestral con cinco materias reprobadas.

Esta caída generalizada de las calificaciones (guarismo visibilizador del proceso de enseñanza-aprendizaje en el IE y la UAM) acarreaba consigo otros efectos de la cuarentena: el encierro, el aislamiento, el aburrimiento, la frustrada socialización de jóvenes y adultos, y con el paso del tiempo, el hartazgo y los ineludibles riesgos de caer en estados depresivos que traen consigo el síndrome de la inacción, no de la inconsciencia: conocí muchas historias de alumnos y profesores cuya sustancia básica era esencialmente semejante: “sé que debo estudiar y resolver tareas / sé que debo preparar clases y corregir trabajos / pero a la hora de intentar hacerlo, sencillamente no puedo, prefiero dormir o hacer cualquier otra cosa más gratificante” (donde “gratificante” es sinónimo de juego, bebida, distracciones y muchas de esas opciones que caen en el concepto del dolce far niente, según se trate del universo adolescente o adulto).

En muchas ocasiones, mi hija me comentó:

—Ya no puedo con esto. Quiero regresar a la escuela.

Proporcionalmente, yo mismo le dije a muchos amigos:

—Esto es una mierda. Prefiero las clases presenciales.

 

La cuarentena, mientras tanto…

 

Aparte de los colores del semáforo con los que las autoridades mexicanas de salud han avisado a la población del nivel de riesgo local de contagios y del nivel de hospitalizaciones, había otras preocupaciones para muchos de mis colegas: por cuestión de edad, muchos nos encontrábamos en el segmento de riesgo, es decir, éramos cincuentones o sesentones… o más allá. Mucho antes de que aparecieran las vacunas, en 2021, y las campañas de vacunación, la preocupación era la misma: ¿cómo regresaremos a clases presenciales si nos enfrentamos a un universo de estudiantes que son jóvenes postadolescentes, con tendencia a la irresponsabilidad y a no guardar “sanas distancias” entre ellos, lo cual los puede convertir en portadores asintomáticos y fuentes inevitables de contagio? Ya iniciadas las vacunaciones en México, en 2021, la pregunta sigue siendo la misma para muchos profesores, en tanto no se consiga la vacunación garantizada de los grupos de edad que arranquen desde los 12 años.

La UAM cuenta con el Protocolo sanitario de la UAM,[6] en el que se establecen las medidas institucionales correspondientes para regresar a clases, de acuerdo con “las disposiciones determinadas por la autoridad competente”, pero el SITUAM considera que el anunciado regreso a actividades presenciales debe ser materia de una negociación bilateral. El IE, en cambio, incorporado a la Secretaría de Educación Pública, acató la instrucción de volver a clases presenciales, de manera voluntaria por padres y alumnos, desde el 7 de junio hasta el 9 de julio de 2021, para el último mes de clases. Muchos alumnos aceptaron, entusiastas, empujados por la comprensible socialización, pero muchos padres recelosos preguntaron: “¿para qué?”.

La Dirección del IE se manifestó eufórica, aunque respetuosa, dispuesta a mantener una extraña doble ventanilla de atención que, desde mi punto de vista, afecta exclusivamente a los profesores: dar clases presenciales a los alumnos dispuestos a ello y, adicionalmente, ofrecer un cuidado distante, por internet, con trabajos ad hoc, para quienes no hubieran estado de acuerdo con el propósito de volver a las clases presenciales.

 

Ciudad de México permaneció en semáforo rojo durante muchos meses y luego se estacionó en el color naranja. Desde el 7 de mayo se encuentra en color amarillo y para el 25 de mayo ya se había vacunado a 18 millones de personas en todo el país. Hay quien considera que, realistamente hablando, las clases deberían reanudarse presencialmente en enero de 2022, bajo el esquema del número de vacunaciones conseguido (toda la población mayor de 20 años, por lo menos) para alcanzar la llamada “inmunización de rebaño” y con un pleno semáforo en color verde.

Antes de las vacunas, en semáforo rojo y durante la cuarentena, aparecieron muchas esquelas universitarias que hacían sospechar que la persona fallecida había muerto por causa del Covid-19.

Para el Departamento de Humanidades, la pandemia se llevó consigo las vidas de Sandro Cohen y Joel Mendoza, dos queridos amigos y compañeros de la Unidad Azcapotzalco, que serán inevitablemente extrañados. Tan cerca, tan lejos: faltaba relativamente poco tiempo para que hubieran alcanzado sus respectivas vacunas, así que todo comentario al respecto resulta terriblemente banal.

 

Lo que la cuarentena y el Covid-19 han dejado

 

Aparte de los catastróficos efectos socioeconómicos y de salud en México y el mundo, derivados de la pandemia y las cuarentenas subsecuentes, no dejan de ser palpables los efectos que, de manera más inmediata, observamos quienes estamos cerca del hecho escolar, por una razón o por otra, como participantes o testigos.

Considerada la magnitud del problema de salud mundial y la disponibilidad de los recursos tecnológicos, no cabe duda de que la solución de la educación a distancia no sólo fue un acierto, sino la única manera de no fracturar la enseñanza en todos los niveles escolares, habida cuenta del enclaustramiento obligado que afectó a todos los sectores poblacionales. Sin embargo, la solución dejó al descubierto que los sectores más vulnerables tenían un acceso deficiente a dicha enseñanza distante y que los que no padecían esos problemas difícilmente alcanzaron un nivel óptimo en la calidad de ésta.

Esto quiere decir que, desde todos los puntos de vista, se produjo un descenso en la calidad del proceso de enseñanza-aprendizaje con el consiguiente desgaste de alumnos y profesores. Una vez que el retorno a la “normalidad” escolar sea posible, será necesario evaluar el impacto real que la cuarentena sanitaria dejó en la generación escolar que la padeció entre 2020 y 2021 con el ánimo de impedir que, en todos los niveles, se trate de una “generación perdida”.

Cibergrafía

 

Organización Mundial de la Salud. (2021). Cronología de la respuesta de la OMS a la Covid-19. Recuperado de https://www.who.int/es/news/item/29-06-2020-covidtimeline [Consultado el 24 de mayo de 2021]

 

Román, J. A. (2021). Alumnos de la UAM califican con 6.2 el programa de educación a distancia, La Jornada (México). Recuperado de https://www.jornada.com.mx/notas/2021/01/28/sociedad/alumnos-de-uam-obtienen-6-2-de-calificacion-global-a-distancia/

 

uam. (2021). Protocolo sanitario de la UAM. Recuperado de  www.comunicacionsocial.uam.mx/covid-19/informacion/protocolo-sanitario-COVID-19-26-jun-20.pdf [Consultado el 29 de mayo de 2021]



[1]Universidad Autónoma Metropolitana, alapiz@gmail.com

[2] Toda la información mencionada se encuentra en “Cronología de la respuesta de la OMS a la Covid-19”.

[3] En adelante, dcsh-a.

[4] En adelante, ie.

[5] Unidad de enseñanza-aprendizaje, sigla con la que se conoce a las materias en el universo UAM.

[6] UAM, Protocolo sanitario de la UAM.