Doble
ventana al mar. Miramar reconstruida en los discursos de la literatura y la historia
Double Window at
The Sea. Miramar Reconstructed in Literary and Historic Discourses
María del Carmen Rivero Quinto[1]
https://orcid.org/0000-0001-7453-7968
Resumen:
Se
analiza la descripción de Miramar desde los
discursos de la literatura y la historia. Primero se hace una lectura comparada
de la reconstrucción del palacete en textos de Fernando del Paso y de David
Miklos. Después, con el castello como punto
medio entre literatura e historia, se pretende demostrar que, mientras Miklos
construye un final romántico para el emperador y su castillo, Del Paso devanea
entre la evocación literaria y la reflexión histórica, a partir de la
aristotélica del hacer del poeta y del historiador.
Palabras clave: David Miklos, Fernando del Paso,
historia, literatura, Miramar.
Abstract:
The text analyses the
description of Miramar in the discourses of literature and history. First, it
makes a comparative reading of the reconstruction of the palace in Fernando del
Paso’s and David Miklos’ texts. Then, with the castello
as a middle point between literature and history, it analyses the romantic
final that Miklos creates for the emperor and his castle and Del Paso’s swing
between literary evocation and historical reflection, according to the Aristotelian
of the making of the poet and the historian.
Keywords:
David Miklos, Fernando del Paso, History,
Literature, Miramar.
Recibido:
26-02-2021
Aceptado:
13-10-2021
A
la memoria de Rubén Carlos Rivero Díaz
Miramar
nos persigue,
el
palacete blanco que parece un eterno suicida
con
el Adriático a sus pies,
ese
mar en donde comienza el mundo.
“Diario
triestino”. David Miklos
Castillo de Miramar. Litografía de
Llano y compañía. Reproducida en Recuerdos de México (1866-1867) de Samuel
Basch. Manuel Peredo (trad.) (México, 1953).
Introducción. Frente al Adriático histórico y
literario
El
Segundo Imperio es un periodo de la historia de México fructífero en
investigaciones de carácter histórico, desde distintos enfoques y
temporalidades. Los agentes que tomaron parte, a favor o en contra, entre ellos
la emblemática pareja que reinaría en territorio mexicano, Maximiliano de
Habsburgo y Carlota de Viena, también ha sido objeto de numerosos estudios
históricos. Por otra parte, según sugiere el epígrafe, Miramar, el emblemático
palacete que se aferra a los linderos de Trieste, y cuya blancura desafía al
Adriático, se ha convertido en un motivo literario.
Esto resulta significativo porque su
presencia se traduce en que es la historia la que aún persigue a su
contraparte, la literatura, de la que fue separada más por la fuerza de la
delimitación de los saberes y el fundamento de que el discurso histórico, para
enfatizar su cientificidad, carece de narratividad, que por voluntad allá en el
siglo XIX, el siglo del imperio
que nunca fue, y cuyo recuerdo se evoca en las páginas de la literatura mexicana
reciente.
La frase doble ventana al mar
define los objetivos de este trabajo. En primer lugar, se comentará la
reconstrucción del palacete de Miramar mediante la lectura comparada de fragmentos
recuperados de las obras Noticias del Imperio de Fernando del Paso
(1987)[2]
y de La hermana falsa (2008), La vida triestina (2010) y Miramar
(2014), textos del escritor David Miklos.[3]
Ello para apreciar la reconstrucción del inmueble y su contenido en estas
ficciones y cómo éste configura a los relatos y los personajes en especial de
Miklos.
Miramar, en tanto punto medio entre
literatura e historia, funciona como un gozne. Por un lado, Miklos
narra un final romántico e idealista del lugar, así como su relación con
Maximiliano, pues se debe recordar que el emperador no regresó a morir en él, mientras
que el narrador de Del Paso oscila entre la evocación literaria y la reflexión
histórica sobre el final del emperador y la morada italiana, lo cual implica
retomar el principio aristotélico del hacer del poeta y del historiador.
Dado que Maximiliano no regresó a su amado
castello y Miklos y
Del Paso potencializan la ensoñación sobre su final, la historia rigurosa abre su
ventana para que entren los testimonios de Sebastian
Basch,[4]
médico personal del emperador, junto con la historiografía de Jan Morris sobre
el devenir fáctico de Miramar. El método se basa en el análisis narratológico y
el del discurso; mientras que los datos históricos se recuperan de expertos
como Érica Pani y Konrad Ratz.[5]
Trieste y su emblemático palacete, uno de
los puntos turísticos más destacados de la región italiana, pertenece, en
realidad, a una comunidad que la ha adoptado como un lugar propicio para las
historias. Trieste pertenece a la literatura. Ahí, Rainer Maria
Rilke escuchó el vuelo de los ángeles elegiacos; ahí late el corazón de las
páginas de El Danubio de
Claudio Magris; ahí, Jan Morris asienta el cambio de
su género en Trieste and The Meaning of
Nowhere, por mencionar algunos ejemplos. Trieste,
entonces, no es un lugar entre mapas amarillentos o perdido entre fojas de
archivos, su palacete, Miramar, y sus inquilinos siguen presentes en la mente
de los escritores del siglo xx
y lo que va del xxi,
allende el siglo decimonónico y su encanto ha rebasado los límites de lo
referencial.
Noticias
del Imperio, obra monumental de más de mil páginas,
es quizá la novela que identifica primordialmente la producción literaria de Del
Paso, aunque sea en realidad su tercera, después de José Trigo y Palinuro de
México. A la investigación sobre el imperio y sus figuras, Del Paso dedicó
dos años. Mil páginas que evidencian la longitud y duración del delirio, la
prolongación de la memoria y el eterno correr de los recuerdos, así como la
infinita añoranza de un pasado que ya no es y que, al parecer de historiadores
y de Carlota personaje, no fue el mejor evento del pasado de la historia de
México ni de la efímera pareja imperial.
Si bien el libro de Del Paso es reconocido,
el artículo pretende hacer énfasis en permitir que la obra de David Miklos
hable de Miramar, pues el autor adapta (y adopta) el palacete en tanto elemento
significativo para la configuración de los relatos “Diario triestino” y “Vacas
flacas”, ambos incluidos en el libro La vida triestina, y en las novelas
La hermana falsa y Miramar.
Miramar literaria
Para
David Miklos, Miramar es un umbral por el cual el personaje de La vida
triestina debe cruzar camino a su destino final: Budapest, capital húngara
y patria de la ascendencia adoptiva del escritor, punto de su peregrinaje rumbo
al origen que tanto busca y también es el umbral para sus personajes, ahí
inician sus historias.
Así, cuando Lena, personaje de La
hermana falsa, viaja de vuelta a su lugar de origen y describe el recinto
donde se encuentran sepultados los miembros de su familia, la mujer, en un
simple gesto como trasponer el umbral del cementerio, trastoca las barreras
referenciales y evoca en el presente de la narración un elemento relativo a
Miramar como lo son sus árboles y el eufemismo con el que también fue conocido
Maximiliano: “al trasponer el umbral del cementerio, la gran verja de hierro,
abertura única entre la amplia cerca redonda de pinos centinela, traídos a este
lado del océano gracias al capricho del emperador que no fue” (Miklos, 2008, p. 105).
Al salir del panteón decorado con frondas
traídas del castillo italiano, la mujer está lista para dejar atrás la historia
de su linaje e iniciar la suya con un nombre distinto: “Hoy, pasada la
ceremonia, el regreso de todos los míos, comenzaré a llamarme Lena Dunaluft, no más Shul” (Miklos, 2008, p. 45). La renuncia al nombre que la afilia a
un linaje supone ganar una identidad propia, aunque desenmarcada,
del “yo era” al “yo soy sin”.
El motivo del viaje de Lena a su lugar de
origen se debe a la notificación de que el cadáver de su abuela ha sido
recuperado (luego de una serie de peripecias relativas al exilio y las dobles
identidades). El mensaje de notificación, señala Lena,
“venía de allá lejos, del otro lado del océano, de donde provienen los pinos
centinela que la nunca emperatriz mandó sembrar alrededor del lote del
cementerio, para que velaran por siempre a su marido, a los restos mortales del
emperador que nunca fue” (Miklos, 2008, p. 107). Los
eufemismos que evocan a Carlota y Maximiliano suenan en la ficción como ecos de
la historia que nos recuerdan el trágico final de la pareja real y delimitan el
lugar de donde llega la información: Viena, última morada del joven militar.
La historia, en voz de Konrad Ratz, certifica la afición de Maximiliano a la botánica y
la jardinería, manifiesta en la decoración de los jardines de su amado
castillo. Esos árboles se enlistan en un archivo de Viena que contiene una
lista “manuscrita con escritura elegante, en la cual Maximiliano apuntó las
plantas mexicanas que quería trasplantar a Miramar” (Ratz,
2002, p. 50):[6]
Maximiliano
mandó plantar junto al castillo un vasto parque que se extiende en pendiente
suave y ondulada hacia la carretera que va de Duino a
Trieste. El centro del parque es un parterre de flores circundado de bosques
con árboles exóticos, los cuales Maximiliano había traído de sus viajes
marítimos. Hay senderos que serpentean a través de la sombra de árboles y
arbustos de adelfas (Ratz, 2002, p. 48).
Si
la evocación del palacio funciona en Lena como acto de renuncia a su linaje, en
Miramar, Nicolás se confiesa listo para escribir su primera novela en
cuanto traspasa el umbral para salir del palacete.[7]
Miramar es el motivo de las notas del personaje-escritor en el libro homónimo
de Miklos, de 2014. Libro híbrido, a veces novela, a ratos diario de viaje,
cuyo título, en tanto paratexto, ya adelanta la esencia de su trama, y en el
que la forma del palacete y sus interiores se imponen a los ojos del personaje
y también a los ojos del lector.
A lo largo de este texto, Miramar, un
edificio que pasa de padre a hijo, mudará de función con el paso del tiempo y
según el capricho de sus dueños. Así, el inmueble de nombre homónimo, como
suele ocurrir con tantas construcciones históricas, será un hotel, después será
un edificio de oficinas y finalmente, un estudio. Esto debido a que el padre
del amigo del personaje, un arquitecto como aquel Carlo Junker,
a quien Maximiliano confiara su sueño de piedra blanca en marzo de 1856,[8]
hiciera realidad ese proyecto: “El arquitecto que lo planeó y luego supervisó
su construcción era amigo de mi padre. Mi padre era el dueño de Miramar. Ahora, el edificio es mío [...]
poco después dejé de rentar los apartamentos. Cuando se fue el último
inquilino, solicité el cambio de uso de suelo y transformé a Miramar en
un edificio de oficinas” (Miklos, 2014, pp. 51 y 54).
Por otra parte, si para Lena y Nicolás Miramar
es un lugar de tránsito y cambio, el castello
es un recuerdo perdido para una anciana recluida en un asilo en “Diario
triestino” y para Aniv, personaje de “Vacas flacas”,
relatos que abren y cierran La vida triestina. En estas narraciones, el
castillo está capturado en una fotografía que acompaña a ambos personajes en
sus respectivos devenires. Este objeto visual también funciona como umbral hacia
un pasado que ha dejado de ser y sólo significa en sus memorias.
La anciana recluida en un asilo, que se
antoja sea Carlota, añora Miramar y pregunta por el viaje a América, mientras
mira hacia donde estaba colocada una fotografía del palacete: “¿Es ése el barco
que nos llevará a América? La voz resuena como un eco en una cuenca vacía, los
recuerdos de la mujer que dicen las palabras fugadas de su cabeza, la vista
concentrada en la huella de un cuadro sobre la cabecera de su cama” (2010, p. 13).
Recluida en una soledad silenciosa, sabremos
de su callada nostalgia por Miramar a través del discurso referido de la
enfermera que la atiende, y que hace una descripción de aquel palacete que se
llamaría así porque siempre miraría al mar. El recinto de blanco pulcro se
reduce a una fotografía en sepia que la mujer guarda en su habitación y
desaparece, un signo ausente que significará, precisamente, por no existir más
que en la alterada memoria de la mujer:
–¿Qué
cree que mira? –le pregunto a la enfermera. Ella vuelve la vista allí adonde se
posa la mirada de la anciana, repasa el rectángulo vacío, la huella de un
cuadro sobre el muro.
–Miraba
una fotografía, el retrato de un palacete blanco al borde del mar.
–¿Quién
se lo llevó, por qué no está más allí?
–Lo ignoro. Nadie
venía a visitarla, nadie salvo usted, ahora. […] Era una foto vieja, algo
borrosa, impresa en sepia, ya sabe, procedente de un tiempo que ya no es. Una
tarde, no estaba más allí, pero ella no pareció extrañarla (Miklos,
2010, p. 20).
Con
Trieste lejos, sólo en la memoria, lejos de Miramar, en tierra mexicana, los personajes
se contentarán con Chapultepec, su imagen sustituta. En La vida triestina, ellos
evocan a los falsos emperadores, ya sea en recuerdos o en sueños. La joven
emperatriz se manifiesta en los sueños del personaje-narrador ambientados en la
Ciudad de México. La escena inaugural del libro es la narración de uno de esos
sueños en los que el personaje, a ratos desde la vigilia, cree decir a su
acompañante: “Yo te explico la ciudad, te digo que fue construida para que
fuera vista desde el castillo, un palacete si se le mira bien, […] la ciudad ya
estaba allí cuando erigieron el edificio, un capricho del archiduque y otro
regalo para su esposa, un exilio pactado al margen del corazón del imperio,
lejos y cerca a la vez” (Miklos, 2010, p. 11).[9]
Por su parte, Aniv,
personaje de “Vacas flacas”,[10]
último relato de La vida triestina, lleva consigo la fotografía en sepia del palacete,
ese hueco sobre la cama de la anciana que se descubre al inicio del libro en “Diario
triestino”: “Apenas cumplió trece años, Aniv se
marchó del campo. Lo único que se llevó consigo fue el retrato en sepia de un
palacete blanco junto al mar, la imagen venida del terruño del fundador de
Rancho Triste, un extranjero fugado, como Aniv mismo,
de su realidad” (Miklos, 2010, p. 166).
Rancho Triste es, por paronomasia, un
punto geográfico e histórico: Trieste, lugar donde se levanta Miramar,
residencia real, y aquel “extranjero fugado de su realidad”, fundador del
rancho, según el relato, es, podríamos inferir, de nuevo a través de un
eufemismo, Maximiliano. Por tanto, la fotografía resulta más que un afiche, deviene
en un medio que concede a Aniv el atributo de
“extranjero fugado” de su terruño a la ciudad y con el que el narrador
califica, de forma indirecta, al emperador fallido.
Miramar resultó del amor de Maximiliano
por Carlota y por sus varias aficiones. Una de ellas se lee en la narración de Del
Paso en la que se enuncia que los domingos los jardines de Miramar se abrían a
la visita pública para regodeo del príncipe por sus dotes botánicas: “El
Archiduque volvió la espalda a las aguas del Adriático para contemplar los
Jardines de Miramar. ‘Mire, mire usted, Herr
profesor: cipreses de California, cedros de Líbano,
abetos del Himalaya... a todos los mandé traer para adornar mis Jardines de
Miramar’” (2006, p. 152).
Tanto para el discurso histórico como para
el literario, la descripción es fundamental, pues es uno de los cimientos de la
narración. Gracias a ella, estas artes verbales suplen la inmediatez visual de
los discursos icónicos. Para lograr la comprensión, señala Carlos Bermejo, el
carácter narrativo de la historia requiere de la descripción, aunque ésta es
parcial, puesto que “una descripción histórica pura es imposible debido a la
ausencia del objeto descrito y a la imposibilidad de corroborar la descripción
[pues] en el caso de la historia, carecemos del referente externo [...] un
acontecimiento histórico [...] tuvo lugar en el pasado o, lo que es lo mismo,
ya no existe” (2005, p. 7). Por tanto, media, entre protagonista e historiador,
un vacío insalvable de espacio y tiempo que impide la compatibilidad de las
perspectivas.
Por su parte, en el campo de la
representación literaria, la descripción es fundamental no sólo porque pone
frente a los ojos del lector al sujeto, objeto o circunstancia narrados, sino
porque es mediante ella que se acepta como verosímil aquello que está siendo
contado dentro de los márgenes del texto. La descripción otorga el efecto de
proximidad y, por tanto, de posibilidad. Si para la historia la descripción es
comprensión, para la literatura es exposición. Este paréntesis permite
comprender mejor el sentido del cambio en la perspectiva y la función de la
descripción de un lugar real con pasado histórico, Miramar, en los límites de
la ficción, dentro de los cuales, sus muros se revisten de un sentido
metafórico y emotivo.[11]
Una vez en Trieste, Nicolás, personaje de Miramar,
hace una pausa para describir el palacete. De inmediato, esta descripción se
entrelaza con las impresiones (tal vez un tanto arrogantes) de los recuerdos
del personaje en un cruce de similitudes entre las habitaciones de los abuelos
paternos del personaje-escritor, y aquellas de los archiduques austriacos:
A
penas entré a la primera recámara, sentí como si me hubieran cobrado por
acceder a mis recuerdos infantiles más tiernos: la habitación del Emperador de
México, Maximiliano, era idéntica a la de mi abuelo, en una casona de las Lomas
de Chapultepec: el compartimiento (frugal) de un barco. La cama era una cama de
soltero y en el muro junto al que yacía pegada se encontraba un retrato enorme
de Carlota, la emperatriz omnipresente (2014, pp. 28-29).
En
Nicolás sucede una proyección en el espacio referencial de un espacio
significativo de la infancia, lo que convierte a estas habitaciones de Miramar
en topofesías, es decir, espacios de la
felicidad, en los que, explica Gaston Bachelard, “la
imaginación trabaja en el ser [que] ha encontrado el menor albergue” (1983, p. 34)
y, si se toma en cuenta que Nicolás proyecta el viaje personal del escritor
(Miklos realizó un viaje a Hungría, en busca de las raíces de la familia
paterna adoptiva, y, a su paso, hizo escala en Trieste, para visitar el
castillo de Miramar), entonces los muros del castello
serán para “el ser amparado [la sensibilización de] los límites de su albergue.
Vive la casa en su realidad y en su virtualidad, con el pensamiento y los
sueños” (1983, p. 35), con la doble nostalgia por el imperio que nunca fue, por
su impronta en la historia mexicana, y por la infancia que ha sido.
En la cita de Miklos se lee que el
compartimiento era el dormitorio del archiduque, mientras que Ratz, en la biografía sobre Maximiliano, constata que: “Su
despacho estaba habilitado como si fuera un camarote, reflejando su amor al mar
y a su profesión marinera, la única en la que se sintió realmente a gusto”
(2002, p. 48), nos encontramos ante la mímesis literaria que modifica la
percepción del lugar al influjo o la necesidad emotiva del personaje de Miklos.
Otros detalles sobre este recinto imperial se pueden rescatar ahora desde el
relato de Del Paso. Carlota añadirá, para reforzar las ideas bachelardianas sobre el simbolismo de los elementos
decorativos de un espacio íntimo, y dar voz a la historia, que ella pidió a la
condesa de Zichy “que ordenara cincuenta yardas de
terciopelo azul para ponerle cortinas nuevas a tu despacho de Miramar” (2006,
p. 181).
El comedor, con un cuadro del castillo de
Chapultepec, “el otro hogar de los emperadores”, según Nicolás, da paso al
cuarto de juegos de Carlota por donde “se escucha un piano con melodías
románticas del s. xix”
para llegar, al fin, a la habitación de la princesa: “cuya cama es inmensa y me
recordó la cama en la que comenzó la larga muerte de mi fumadora abuela en su
pequeño imperio de las Lomas de Chapultepec, a pocos kilómetros del hogar
mexicano de los Habsburgo (Miklos, 2014, pp. 28-29).
Gracias a la descripción de ambos
escritores es posible deambular por Miramar, conocerla mediante sus ojos
narrativos. De la habitación de Maximiliano, accedemos a la biblioteca, cuyo
contenido cautiva al narrador de Del Paso en su andar por el castillo: “Amaba
tanto sus libros, esa espléndida biblioteca de seis mil volúmenes de arte,
historia y literatura. Las novelas de Walter Scott. Los estudios de Leonardo
sobre el vuelo de las aves. Los poemas de Byron, que se había propuesto leer
algún día en voz alta a la orilla del mar Negro” (2006, p. 302).
En cambio, la mirada de Nicolás, personaje
de Miklos, queda absorta por los bustos de los guardines de esos libros: “la
mirada de Goethe se encontraba con la de Homero y la de Dante con la de
Shakespeare ad eternum,
[los] centinelas del recinto que aún contiene la biblioteca de los emperadores”
(2014, p. 29). Además, su mirada se detiene en un elemento de la decoración de
la biblioteca que lo impele a tomar la posición de un istor,[12] al señalar que ese lugar,
de recinto de recogimiento y reflexión, se volvió un espacio significativo para
la historia, aunque funesto, pues en él:
Allí
está la mesa sobre la que Maximiliano firmó su sentencia de muerte ante la
delegación mexicana que lo instaba a sacar al indio oaxaqueño del poder y
meterle orden al país, la mesa es un regalo del papa Pío X, con motivos romanos
en la superficie, finísimas postales del anterior imperio derrumbado, como si
la hubiera comprado en un local de souvenirs
de la plaza de San Pedro, menudo presagio (2014, p. 29).
Los
pasillos de Miramar, por supuesto, rebozan de arte. Así, el narrador de Del
Paso describe algunos cuadros para valerse del discurso icónico e ilustrar
ciertos pasajes significativos. Gracias a su mirada, es posible visualizar
obras cuya narratividad icónica suma a la intención de la narratividad textual
e histórica del relato. La sala XIX
del castillo de Miramar, la de Cesare dell’Acqua,
pintor istrio, cuenta entre sus cuadros con uno sobre
la fundación de Miramar por Maximiliano; otro más que ilustra L’offerta della corona a
Massimiliano: “Este ofrecimiento, hecho por la Diputación Mexicana,
presidida como era de esperarse por el Señor Gutiérrez Estrada, tuvo lugar en
Miramar el 3 de octubre de 1863” (Del Paso, 2006, p. 317), esto luego de
condicionar su aceptación, según explica Érika Pani, por la “falta de intereses
concretos de Austria-Hungría en la aventura mexicana, el joven emperador
tendría que depender totalmente de Francia. El joven archiduque, tras
condicionar su aceptación de la corona mexicana en 1863, parte finalmente hacia
Veracruz en abril de 1864” (2002, p. 51).
Otro cuadro, aún más significativo, es La partenza per il Messico, en el que
“Maximiliano y Carlota están de pie en la barca de ocho remeros que los condujo
a la Novara desde el embarcadero de
Miramar”, en el mástil mayor de la fragata se ve ondear la bandera imperial
mexicana, “otra en la propia barcaza y una más en la torre del castillo” (Del
Paso, 2006, p. 323). La opción por este recurso para narrar la partida del
puerto triestino se contrasta con los hechos documentados por Pani en 2002 y
por Andrés Lira y Anne Staples en 2010.
Nicolás, en cambio, repara en un cuadro
ausente en el lugar ahora museo, pero que llega a su mente antes de abandonar
el primer piso, la planta principal del castillo, “Sólo un cuadro falta en
Miramar –en
realidad, el fragmento de un cuadro: el retrato de Maximiliano mientras es
fusilado a manos del ejército mexicano, obra del genial Goya, expuesto en la National Gallery de Londres”
(2014, p. 29).[13]
Miramar es, pues, el lugar de las
creaciones de Maximiliano en varios sentidos, según ratifica la historia:
“vivía en el castillo de Miramar, dedicado a sus afanes científicos y
artísticos” (Lira y Staples, 2010, p. 470); arquitectura y paisajismo:
“Encerrado en el castillo de Miramar, se dedicaba a catalogar insectos, diseñar
jardines y contemplar el Adriático desde que en 1859 había sido destituido del
gobierno de un [sic] Lombardo-Veneto” (Pani,
2002, p. 50).
De igual modo lo recrea la literatura,
pues en ese lugar, Maximiliano se dedicó al lirismo, según recuerda la memoria
alterada de Carlota: “la víspera de nuestra partida para México te encerraste
en el Gartenhaus
de Miramar a escribir poemas de despedida a tu cuna adorada” (Del Paso, 2006,
p. 43); poemas como este, escrito entre los seis mil volúmenes que contiene la
biblioteca: “¿Debo dejar todo esto a cambio de sombra y mera ambición?,
[Maximiliano] pensó, y decidió escribir un poema: ‘Me fascináis con el señuelo
de una corona, y me tributáis con puras quimeras, ¿deberé prestar oído al dulce
canto de las sirenas?” (2006, p. 302).
A diferencia del narrador de Del Paso,
para Nicolás, el segundo piso de la construcción real, si bien no más
atractivo, merece mención, pues “está amueblado como un hogar moderno de
principios del siglo XX, pero
funciona para digerir lo visto y entender que en México, aunque fuera sólo
durante un breve lapso, se respiró el dulce aire de la mittel
Europa del más extraño de los Habsburgo [...] es una experiencia histórica, sin
lugar a dudas, parecida a cualquier experiencia estética de peso” (Miklos, 2014, p. 29).
Miramar, en fin, lugar de fabulación
incluso de la historia porque en él, Maximiliano imaginó su imperio, cosa que
aquélla corroborará como eso: una ilusión rota por la traición y la muerte.
Miramar, lugar idealizado, cuyos inquilinos se soñaron emperadores y
reivindicarse ante sus respectivas familias reales, las cuales los
desacreditaron desde un principio.
Miramar:
si fuera posible...
Hacia
el final de su monumental novela, el narrador de Del Paso, después de una
intensa revisión novelada de la historia de Maximiliano y Carlota (que parece
de aventuras), oscila, meditabundo, entre la reflexión histórica y la evocación
literaria:
Si
pudiéramos inventar para Maximiliano una muerte más poética y
más imperial. Si tuviéramos un poco de compasión hacia el Emperador y no
lo dejáramos morir así, tan abandonado, en un cerro polvoriento y lleno de
nopales, en un cerro gris y yermo, lleno de piedras. Si lo matáramos, en
cambio, en la plaza más hermosa y más grande de México...
si nos pusiéramos un momento en su lugar, y nos metiéramos en sus zapatos y en
su cuerpo y su cabeza, y a sabiendas de que somos un Príncipe y un Soberano.
[...] En el Palacio Nacional y en el Castillo de Chapultepec, los lacayos
cerrarán todas las ventanas y balcones y correrán las cortinas. Se hará lo
mismo en el castillo de Miramar [...] Simultáneamente se izarán a media asta
todas las banderas del país. Se hará lo mismo con las banderas del Castillo de
Miramar [...] comenzarán a replicar, a duelo, todas las campanas del país.
Harán lo mismo las campanas de las capillas imperiales de Miramar y de Lacroma. (2006, pp. 1011-1012; 1027-1028)
En
estas líneas del narrador meditabundo, la historia, explica Aristóteles (1999,
p. 144), “ocupada en lo real de hecho, expone las cosas tal como pasaron”, y
nos recuerda lo real fáctico: que el emperador murió en ese cerro polvoriento y
lleno de nopales, sin miramientos de los designios liberales. Sin embargo, el
condicional si y los verbos conjugados en pretérito imperfecto, ese
tiempo de las posibilidades hipotéticas, de los sueños, hacen que el discurso oscile
hacia la evocación literaria, gracias a la cual las cosas no se cuentan como sucedieron, sino según la necesidad del espíritu
reflexivo del narrador.
La historia no permitió al emperador que
nunca fue regresar a Miramar. Por él, por ello, David Miklos
sueña el regreso al lado de su alma, sueña para él y su adorado castillo un
final más romántico e idealista, más poético. Gracias a su vocación marinera,
fue el aire, fueron las aves, según se lee en el “Diccionario triestino”,
inserto en La vida triestina, las que
llevaron el alma de Maximiliano de vuelta al palacio encantado: “Nunca volvió. Poco
antes de conocer su destino ante un pelotón de fusilamiento en el Cerro de las
Campanas, Querétaro, [Maximiliano] encargó que le enviaran dos mil ruiseñores
del bosque de Miramar. Murió cuando las aves viajaban en altamar” (2010, p. 150).
En efecto, la ficción da, sino mejores o más justos finales, al menos los más
poéticos. El final de Miklos para el emperador es pura ensoñación poética, en
términos bachelardianos. El vuelo de las aves supone
la imagen del alma que vuela liberada de la prisión corporal y de la cárcel rigurosa
de la historia de regreso al encuentro con su mar amado; este vuelo busca, como
puerto final, Miramar.
Aquí el contrapunto aristotélico, pues en
la Poética, el filósofo griego repara que el poeta, ese “varón de
deseos”, dice los hechos no como sucedieron, sino “cual desearíamos que
hubieran sucedido y trata lo posible según verosimilitud o Necesidad” (1999, p.
144). Crea una realidad más placentera que alivia, incluso, el alma del lector.
Miklos crea, en respuesta a las aspiraciones del narrador de Del Paso, y siguiendo
la praxis aristotélica, un “paraíso más deseable”, camino a Miramar, por
supuesto, para el fallido emperador.
En Bouchot,
donde la ubican la historia y Del Paso, Carlota existe prisionera de la
nostalgia por el palacete junto al mar, en el que la mujer fue recluida antes
de que su locura agudizara: “Quisiera soñar, Maximiliano, que nunca abandonamos
Miramar [...] que nos quedamos aquí, que aquí nos hicimos viejos y nos llenamos
de hijos y nietos, que aquí en tu despacho azul adornado con áncoras y
astrolabios te quedaste tú, escribiendo poemas sobre tus viajes futuros [...] y
me quedé yo, para siempre adorándote y bebiendo con mis ojos el azul del
Adriático” (2008, pp. 19-20).
Imposible no añorar el mar Adriático, si
el agua, según Bachelard “ayuda a la imaginación en su tarea de desobjetivización, de asimilación. Aporta también un tipo
de sintaxis, una unión continua de las imágenes, un dulce movimiento de éstas
que hace levar las anclas de la ensoñación” (2003, p. 25), lo cual se constata
en los pasajes antes mencionados en los que se distingue el anhelo de la mujer
anciana y perturbada por ese recinto cuyas aguas producían ese dulce movimiento
de la ensoñación y la nostalgia por aquel momento de la historia en el que
quizá su adorado esposo debió negarse.
Sin embargo, la historia nos recuerda, con
menos pompa y más dureza, que el final del emperador que nunca fue, ocurrió de
un modo más simple y trágico. Juan A. Mateos y Sebastian
Basch, relatores no presenciales de los sucesos, coinciden, en sus respectivos
relatos, El Cerro de las Campanas y Recuerdos de México, en las
vanas esperanzas de las diligencias diplomáticas para que Maximiliano fuera
absuelto y exiliado a su amada Miramar. Recuerdos de México narra, bajo
la forma de un diario (lo que implícitamente ya denota una marca de discurso
íntimo y subjetivo), el último año del imperio fallido y el de Maximiliano en
suelo mexicano. En las entradas de las páginas finales, se lee que el joven
archiduque moriría con la noticia, anunciada por Mejía, de que Carlota ya había
fallecido, lo cual pareció aliviarlo más para decir que se iba sin “Un vínculo
menos en la vida” (Basch, 1953, p. 293).
Para la historia las cosas sucedieron de
un solo modo, aunque, incluso revisadas desde esta perspectiva, se puede
identificar un halo de tristeza. Del lado de la literatura, si bien Miklos y
Del Paso se esfuerzan en imaginar un final más poético para el emperador y su castello, sus evocaciones son tan melancólicas, que enfatizan
ese halo de los sucesos.
Conclusiones.
“No habría habitación que no mirara al mar”
¿Y
Miramar? ¿Qué fue del castello cautivo del
mar? Maximiliano no regresó a morir ahí, ni sus restos descansan en tal lugar,
sino en Viena. Carlota sólo estuvo una temporada de vuelta en él y ahora el
palacete es un museo. De la nostalgia por su pasado esplendor habla la
historiadora Jan Morris en Trieste and the Meaning of Nowhere.
Trieste, y su blanca Miramar, “possesses still, at least for romantics like
me, a fragrant sense of migh-have-been” (2001, p. 150),
la cláusula del pretérito imperfecto que caracteriza las reflexiones de los
narradores citados líneas arriba, se repite en las reflexiones
de la historiadora y enfatiza lo fáctico ocurrido y el deseo literario.
Si en las citas de Del Paso y Miklos, que
nos llevan por las estancias del palacete, se percibe un aire nostálgico y de
meditación profunda, Morris, a manera de preludio sobre la historia del imperio
austro-húngaro, se suma a ese efecto que le inspira cuando está frente al
castillo y confiesa que: “Whatever has happened to Trieste, however much it
changes, however often I go there,
for more then half a century, the feeling it
stirs in me have remained the same,
and in those moments of sudden stillness,
I am not simply re-visiting the place, I am re-examining myself too” (2001, p.5).
Del castello como museo, Morris testifica que con frecuencia “the museum is closed for refurbishing” y su galería, “is not in the
telephone book and opens only in the summer” (2001, p. 60). Es
fácil perderse en Trieste sobre todo si el referente es el mar, pues casi todo
lo rodea, pero hay una señal, cuya blancura indica el Norte, Miramar: “And look –remember? – across the water
a small white castle stands, all alone, like a castle in a trance” (2002,
p. 76).
En este artículo se ha hecho un breve
análisis sobre la importancia de Miramar y su descripción literaria en los
textos de dos escritores mexicanos. Por una parte, el lugar resulta significativo
porque, según se infiere de la historiografía consultada, Miramar es el lugar
donde Maximiliano fabuló su propia historia. Ahí, en el castello,
imaginó el imperio que su condición monárquica le exigía. Ahí, frente al
Adriático, se le presentó, pues, el llamado a la aventura, aquel con el que
inicia toda narración literaria.
Por otra parte, Miramar significa aún hoy
una fuente de inspiración en la narrativa mexicana actual. La visita a sus
pasillos a través de las páginas de Del Paso y Miklos revela que, además de su
belleza arquitectónica y artística, el castello
cautiva por ser una pieza patrimonial en la que la historia y la literatura se
encuentran y entrecruzan sus discursos para relatar las decisiones pactadas
entre sus muros y describir imágenes literarias inspiradas delante de sus
ventanales que miran al mar.
El último día de Maximiliano, aventura
Vicente Quirarte, “pudo ser cuando salió de Miramar en 1864; o en Orizaba,
cuando abdica, en 1866; o el 19 de junio de 1867, último día del Imperio y
primero de la República” (2021). El análisis de la reconstrucción de un
patrimonio histórico como Miramar, a través de la lectura comparada entre los
textos literarios de ambos escritores, revela que el personaje histórico,
convertido en uno novelesco, resulta tanto o más cautivador que aquel que los
registros conservan, y que su castillo aún genera otras historias, literarias, pues
el poeta, según la aristotélica, crea paraísos más deseables y cuenta los
hechos como desearía que hubieran pasado.
De ahí que Del Paso concluya su novela con
una reflexión anhelante, una frase que vuelve abismal la distancia entre
historia y literatura ¿qué hubiera pasado si... pudiéramos darle otro final
a Maximiliano? A lo que Miklos, cautivo del castillo por ser un vínculo
afectivo con su historia personal, responde con una imagen poética que pretende
llevar de vuelta el alma del emperador que nunca fue a reposar al lugar del
que, a decir de Carlota (y tal vez de la historia misma), nuca debió salir.
La cita que encabeza estas conclusiones, y
que se lee en Noticias del Imperio,
refleja las ambiciones del proyecto arquitectónico de Maximiliano. Una ambición
evidentemente absoluta, pues el castillo de Miramar todo debería ser como un
gran ventanal por el que se mirara hacia cualquier punto del Adriático, como
Chapultepec lo hiciera hacia el lago interior. Ambición absoluta también, por
aprehender lo inasible: el mar; y por aprehender lo absoluto, el azul: “Una de
las ventanas tenía tres secciones, con cristal de diferente color cada una:
así, el Adriático aparecía de un azul morado subido a través de una, de un
rosado-lila si se le contemplaba desde la segunda, de un verde pálido visto por
la tercera” (Del Paso, 2006, p. 142).
Historia y literatura son, en efecto,
miradores que dan hacia todos los puntos del acontecer humano. Podríamos pensar
una de esas ventanas con un marco apuntalado con el rigor que corresponde al
del discurso histórico; otro de esos vidrios, quizás el azul, cuyo simbolismo
nos habla de infinitos, según la propuesta bachelardiana,
permite asomarnos por la panorámica del discurso poético. Del lector depende
por cuál prefiere mirar hacia el mismo mar: el mar de la fabulación de la
realidad pretérita, la fabulación de un imperio y sus consecuencias históricas,
o la fabulación de un motivo literario, cuyas ensoñaciones besan todavía hoy
los pies del castillo blanco de Miramar.
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[1]
Facultad de Humanidades, Universidad Autónoma del Estado de México (uaemex), carmenin9@hotmail.com
[2] Se ha escrito una cantidad
significativa de relatos literarios sobre la pareja imperial en el ámbito de la
narrativa mexicana; citarlos sería producto de otro trabajo. Hasta la fecha
existe una discusión sobre si Corona de
Sombra o Noticias del Imperio son
las cumbres literarias que agotan o abarcan completamente el tema. Según
Andreas Kurz (2014), en una revisión de la producción literaria posterior a
1867, las posturas de Rodolfo Usigli y de Del Paso, sobre que no existen
antecedentes literarios del tema y de estas obras, son injustificables, pues
ahí están las novelas de Vicente Riva Palacio o Ignacio Manuel Altamirano como
“antecesores dignos, a pesar de las deficiencias estéticas de las obras”. La
lista continúa con “Miramar”, poema de Giousé Carducci, o el cuento “Tlactocatzine
del jardín de Flandes” de Carlos Fuentes.
[3] San Antonio, Texas, 1970. Radica y publica en la Ciudad de México. Su
obra, aunque aún discreta, es ya voluminosa. Es autor de las novelas cortas La
piel muerta (2005) o El abrazo de Cthulhu (2013). En 2020 publicó el
ensayo híbrido Paseos del río, un libro a caballo entre la historia y la
literatura, por mencionar algunos títulos. Actualmente es miembro del Sistema
Nacional de Creadores del Arte y profesor asociado en la división de Historia
del Centro de Investigación y Docencia Económica (CIDE), donde también es responsable de la edición de la
revista de historia internacional Istor.
[4] Si bien se encuentran entre los
trabajos historiográficos más renombrados el de José Luis Blasio, secretario
particular del emperador, el de José C. Valdés o el de Victoriano Salado
Álvarez, se ha elegido el texto de Basch por el jocoso debate que produjo con
Hilarión Frías, ambos testigos de los hechos.
[5] Del lado de la historia se han
escrito infinidad de biografías y estudios rigurosos sobre Maximiliano y
Carlota, cualquier aspecto relativo a este periodo, a la pareja y al castillo
del que ambos se despidieron, tiene su relato escrito. “Hay pocos viajes tan
bien documentados como el de la pareja imperial. En México, Austria y Francia
se publicaron, a manera de crónica casi simultánea de los acontecimientos,
varios libros que describen y documentan los acontecimientos desde la salida de
Miramar hasta la entrada triunfal en la capital mexicana. Se trata de obras que
manipulan y tergiversan los hechos, libros escritos y recopilados por autores
que celebran la llegada de los emperadores como la salvación de la nación que
había sido iniciada por las tropas de Napoleón III. Después de 1867, los
escritores e historiadores republicanos tergiversarán los hechos, establecerán
una historiografía nacionalista basada en el heroísmo individual que, a pesar
de Francisco Bulnes y los valiosos trabajos de Edmundo O’Gorman,
sigue predicándose hasta la fecha” (Kurz, 2014).
[6] Ratz
propone la hipótesis de que el esplendor de los jardines de Miramar se debe a
la nostalgia de la infancia de Maximiliano por el “parque estilo francés del
palacio de Schönbrunn, lugar donde nació” (2002, p. 49).
Esta nostalgia por la tierna edad se puede asociar con el eje temático que
atraviesa los textos de Miklos aquí citados y en otros más: el origen y el
camino hacia las edades anteriores por medio de la escritura.
[7] En varias entrevistas, Miklos ha declarado
que fue estando en Trieste, en Miramar, camino a Hungría, cuando descubrió su
voz narrativa, antes de 2004.
[8] Los datos sobre la construcción de
Miramar nos llegan de las páginas de la literatura: “Un día, cuando Maximiliano
viajaba a bordo del buque de guerra Madonna de la Salute, tuvo que
buscar refugio, ante la inminencia de una tormenta, en la Bahía de Grignano, donde pernoctó en la humilde casa de Daneu, un pescador. Allí, en un promontorio decidió
Maximiliano edificar el palacio de sus sueños. [...] De estirpe romántica en su
estilo, se considera a Miramar como uno de los ejemplos más singulares y
completos di residenza principesca del pieno Ottocento” (Del Paso,
2006, p. 140).
[9] En su faceta como investigador de
la relación historia y ficción, Miklos anota, en artículo publicado en el
número 28 de la revista Istor
que “Maximiliano ignoraba, entonces, que sería coronado Maximiliano I de México
y que del palacete de Miramar se mudaría al palacio de Chapultepec, ubicado en
un cerro y con vista al amplio valle que otrora
albergara un lago, un pequeño mar interior” (2007, p. 120).
[10] Escrito en 2008 y publicado en
2010 con motivo de los festejos del centenario de la Revolución, Miklos se
propuso un relato que hiciera lo contrario: una crítica a la muerte de este
suceso y nos hace preguntar ¿quién mató a la Revolución?, pues este personaje,
en el relato, tiene fecha de nacimiento y de muerte.
[11] Según Gérard Genette, las
funciones diegéticas de la descripción generan dos tipos de espacio: el marco y
el metafórico. El primero, “de naturaleza, en cierto modo, decorativa [es] una
pausa para detallar”; mientras que el segundo es una especie de deformación del
espacio marco en el sentido de que “es de naturaleza a la vez explicativa y
simbólica, pues los retratos físicos, las descripciones de vestimenta y de
moblajes, por ejemplo, justifican la psicología de los personajes y se vuelven
causa y efecto” (2002, p. 205) hasta transformar el ambiente en un lugar de
tintes casi irreales.
[12]
“The writer who is forced to narrate events neither witnessed nor observed. In
this distancing posture he approaches the role of the traditional historian who
with retrospective glances attempts to interpret the past” (Woods, 1993, p. 64).
[13] Evidentemente hay un equívoco en
el registro del personaje y su memoria lo traiciona. El cuadro, en efecto, se
encuentra en una sala de la National Gallery, en Londres, sin embargo, la autoría es de Édouard
Manet, el muy conocido cuadro L’Exécution de
Maximilien, de 1867. Se dice que el “fragmento” resultó de la influencia y
admiración del pintor francés por el pincel del artista español. Manet
produjo, sobre el tema, tres pinturas
de gran
formato, un pequeño boceto al óleo y una litografía que en su momento
estuvieron vetadas para su exhibición a petición del gobierno mexicano hasta
1879.