La Coatlicue Trasformada. Un boceto de Saturnino Herrán
La Coatlicue Trasformada. A Sketch by Saturnino Herrán
Francisco Antonio Aguilar Irepan[1]
Resumen:
En este artículo se analiza un boceto elaborado por el pintor Saturnino Herrán en 1915, la finalidad de la pintura era que decorara el friso principal del Teatro Nacional. La obra estaba proyectada en tres paneles, en los que se sintetizaba la identidad del ser mexicano -una fusión de lo indígena y de lo español- pues al lado izquierdo iría una ofrenda de los indígenas, al centro la imagen de la Coatlicue fusionándose con un Cristo, y en el derecho la ofrenda de los frailes y conquistadores españoles.
Palabras clave: Saturnino Herrán, pintura, modernismo, Coatlicue, fusión cultural, identidad mexicana
Abstract:
This article analyzes a sketch made by the painter Saturnino Herrán in 1915, the purpose of the painting was to decorate the main frieze of the National Theater. The work was projected in three panels, in which the identity of the Mexican being was synthesized -a fusion of the indigenous and the Spanish- because on the left side there would be an offering of the indigenous people, in the center the image of the Coatlicue merging with a Christ, and, on the right, the offering of the friars and the military.
Keywords: Saturnino Herrán, Painting, Modernism, Coatlicue, cultural fusion, Mexican identity
Recibido: 08-02-2021
Aceptado:13-06-2022
Volcábase el relampagueo de su talento en ironías acerbas, desquite de su ineptitud para la batalla mesocrática… privilegiado en sus dotes analíticas, cogía al vuelo la deformidad íntima y externa de las gentes…el pintor que hoy celebramos es de los seres con quienes desearía volver a convivir veinticuatro horas.
Oración Fúnebre de Ramón López Velarde a Saturnino Herrán. Noviembre de 1919[2]
Introducción
En el presente texto se analiza un boceto[3] elaborado en 1915 por el pintor aguascalentense Saturnino Herrán, la idea original era que la pintura decorara el friso principal del Teatro Nacional. La obra estaba proyectada en tres paneles: al lado izquierdo iría la ofrenda de los indígenas, al centro aparecería la diosa mexica Coatlicue fusionándose con un Cristo, y en el derecho una ofrenda presentada a ambas imágenes por frailes y militares españoles.
La pintura de Herrán se caracteriza por presentar rasgos realistas en los personajes representados; a través de su obra es posible apreciar una evolución en sus elementos plásticos, pues empleó distintas tendencias artísticas usadas a nivel nacional e internacional. Fue también un artista preocupado por plasmar componentes de la cotidianidad mexicana, entre ellos trajes típicos de distintas regiones del país, oficios de la sociedad mexicana, paisajes rurales y urbanos, así como diversiones y actos de esparcimiento.
Herrán había sido educado y formado académicamente durante el porfiriato y gran parte de sus obras las realizó durante ese mismo periodo, pero tuvo la sagacidad para transitar a la nueva realidad posrevolucionaria y mostrar a través de su obra, que las costumbres, tradiciones y la vida cotidiana sobrepasaban por mucho los cambios políticos del país. Saturnino fue tan consiente de la riqueza cultural de México, que no negó la conquista a manos de los españoles, ni tampoco santificó una herencia indígena, sino que más bien entendió que la mezcla de ambas sociedades le daban cohesión e identidad a la sociedad mexicana tal como se verá a lo largo del artículo.
El texto ha sido dividido en cinco partes. En la primera se abordan los datos biográficos del autor, las obras realizadas durante su formación en la Escuela Nacional de Bellas Artes, los acercamientos que tuvo con sus maestros Antonio Fabrés y Germán Gedovius. La segunda trata de las influencias recibidas por las corrientes artísticas aplicadas en Europa e incorporadas en la plástica mexicana y cómo las mismas fueron adoptadas y moldeadas por Herrán en sus trabajos, llegando a convertirse en el pintor que inició la tendencia nacionalista.
En la tercera parte se presenta una caracterización de la escultura de la Coatlicue a través de una descripción estilística, se dan a conocer sus funciones desempeñadas dentro del panteón mexica y una breve historia de cómo fue encontrada.
La cuarta parte se compone de las descripciones de los tres bocetos que Herrán proyectó para adornar el friso del Teatro Nacional. Se presentan en conjunto los tres paneles ya que no se puede entender el significado simbólico de la obra a estudiar si se extrae de la serie de Nuestros Dioses. Finalmente, en la última parte se incluye el análisis del panel central, conocido como Coatlicue transformada en donde se resaltan los elementos interpretativos de la obra, por ejemplo, la fusión del Cristo con la diosa mexica, qué motivó a Herrán a plasmar esas ideas y cómo ciertos elementos como las serpientes, la sangre, las flores, permiten entender completamente la escena representada.
Apuntes biográficos
Saturnino Herrán Guinchard nació el 9 de julio de 1887 en la ciudad de Aguascalientes. Fue hijo de José Herrán y Bolado de ascendencia vasca y de Josefa Guinchard. Su padre “don José fue hombre polifacético, atraído por múltiples reclamos intelectuales” (Ramírez, 1989, p. 11), ejerció distintas funciones en el gobierno de Aguascalientes como la de tesorero del Estado, fue dueño de una Teneduría de Libros en el Instituto de Ciencias de la ciudad y se le atribuyeron facultades de inventor y literato. En 1902 se trasladó a la ciudad de México para ocupar el cargo de diputado suplente al Congreso de la Unión por el primer Distrito Electoral de su entidad.
La relación de su padre con miembros de la cultura de Aguascalientes influyó en las inclinaciones de Saturnino por adquirir la formación humanística y su gusto por el arte. A los ocho años asistió al Colegio de San Francisco Javier, mostrando su fácil aprendizaje en la práctica del dibujo. En 1901, a los “14 años ingresó en el Instituto Científico y Literario de Aguascalientes, donde cursó sus estudios preparatorios y llevó una asignatura de dibujo, impartida por José Inés Tovilla” (Partido Revolucionario Institucional, 1987, p. 7).
Tras la muerte de su padre en enero de 1903, el joven Herrán se trasladó a la ciudad de México en compañía de su madre; “al año siguiente trabaja en los Almacenes de los Telégrafos Nacionales […] al mismo tiempo asiste a los cursos nocturnos de la Escuela Nacional de Bellas Artes” (Partido Revolucionario Institucional, 1987, p. 8), donde destacó por el desempeño en sus clases y obtuvo una beca para perfeccionar sus habilidades artísticas.
De ese modo Herrán ingresó a la Escuela Nacional de Bellas Artes (ENBA) en un momento coyuntural, pues justo se daba un cambio en los planes de estudio. De esta manera su incorporación a la ENBA coincidió con las enseñanzas de Antonio Fabrés, interesado en el modernismo[4] y el art nouveau,[5] que para sus pinturas tomaba como punto de partida a la gente del pueblo y sus tradiciones, esto influyó en el joven hidrocálido quien también incorporó a sus obras elementos de la vida cotidiana y la exaltación del nacionalismo mexicano.
El pintor catalán impartió a Herrán clases de dibujo de desnudo y de modelo vestido. Pronto se convirtió en uno de los alumnos más destacados. Participó en 1904 en su primera exposición escolar con obras de temas y modos del modernismo pictórico, tal y como se muestra en los dibujos que realizó al carbón. La influencia que tuvo Fabrés en Herrán se concentró en una labor sobre el dibujo, para lo cual debía ver y captar el mundo cotidiano, representando las costumbres, la gente (gestos, vestimenta, trabajos, labores, etcétera), los paisajes y los elementos arquitectónicos.
Fabrés abandonó la ENBA en 1906. Leandro Izaguirre (1867-1941) lo sustituyó en la asignatura de dibujo del modelo vestido y en ese mismo año Germán Gedovius (1867-1937) fue nombrado profesor de colorido, recayendo en manos de éste la formación artística de Herrán, pues como señala Fausto Ramírez “si Fabrés le enseñó a dibujar, Gedovius le enseñaría a pintar” (Ramírez, 1987, p. 10). De este artista, adoptó el gusto por la técnica de pintura pastosa, el uso de la soltura del pincel y de un estricto rigor técnico en la aplicación de los trazos y el empleo de los colores (Ramírez, 1976, p. 18).
Entre 1907 y 1910, por encargo de la Inspección de Monumentos y del Museo Nacional, copió los dibujos de los frescos del sitio llamado el “Templo de la agricultura”, durante las excavaciones realizadas por Leopoldo Batres (1852-1923) en el sitio de Teotihuacán. Esta experiencia y contacto con las pinturas de las sociedades mesoamericanas le sirvió más adelante cuando, ya siendo un pintor consolidado, representó elementos con contenido prehispánico en su obra.
De acuerdo con Fausto Ramírez el periodo de 1908-1911 fue el de la consolidación profesional del pintor. Su cuadro Labor, realizado en 1908, se ha considerado como el arranque de su producción pictórica. Para 1910, Herrán realizó un par de tableros decorativos para la Escuela de Artes y Oficios, inspirándose en los murales de “Frank Brangwyn que pintara en algunos edificios públicos londinenses” que inspiraron la obra de Molino de Vidrio (1909), Vendedoras de ollas, La leyenda del Iztaccihuatl, La Flora” (Ramírez, 1989, pp. 15-16). Durante esta etapa, también pintó La cosecha, Los ciegos, La Leyenda de los Volcanes, entre otras, en las que se aprecian cuerpos estilizados, paisajes mexicanos, oficios y gente del estrato bajo en su vida cotidiana. Ese mismo año, se exhibieron las obras de Herrán en dos exposiciones celebradas en la ENBA, a petición de Gerardo Murillo “Dr. Atl” (1875-1964)[6] para que se exhibieran dichas pinturas como parte de los festejos del centenario de la Independencia de México.
En 1911 realizó La alegoría del trabajo y entre 1912 y 1914 Herrán adquirió su personalidad artística y representó distintos modos de expresión modernista, lo cual se ve reflejado en cuadros elaborados en 1912 como el Vendedor de plántanos y La raza dormida (Ramírez, 1989, p. 16). Durante este mismo año, realizó varias pinturas en las que recreó interiores, fachadas y cúpulas de iglesias coloniales como fueron La Catedral de México, El interior de la Catedral de México y La liternilla de la Catedral.
Para 1913, Saturnino plasmó escenas de la vida cotidiana del pueblo mexicano en pinturas como El Gallero y La Ofrenda, haciendo referencia a la prenda de vestir de las mujeres istmeñas y sobretodo el impresionante tocado que complementaba el ajuar. Asimismo en otras obras plasmó con gran realismo personajes ancianos, como se puede apreciar en El último canto, Los Ciegos, Anciana con esfera de cristal, en las que representó a estas figuras dentro de un entorno urbano, totalmente desolados y con una fuerte expresividad, de ahí que Fausto Ramírez mencione que Herrán “trabajó con singular ahínco las flácidas carnes de los viejos, transmutándolas en prodigiosos poemas de la línea y el claroscuro” (Ramírez, 1989, p. 22). En abril de 1914, el artista se casó con Rosario Arellano, quien posteriormente se convertiría en la modelo de algunos de sus cuadros.
Las obras de Herrán se presentaron en diversas exhibiciones, a pesar de ello, no se cumplió uno de sus anhelos más deseados, el de presentar una exposición individual. Sin embargo, constantemente participaba en los concursos que promovían tanto el gobierno mexicano como la Escuela Nacional de Bellas Artes.
El periodo que comprende de 1915-1918, se tradujo en tiempos difíciles para el arte por los continuos cambios que se daban en el país, debido a la inestabilidad política y social causada por la Revolución Mexicana, por lo que durante estos años Herrán sobrevivió de la elaboración de ilustraciones y viñetas para los libros y revistas publicados por amigos, así como impartiendo clases en la ENBA.
En el año de 1915 realizó las obras Bugambilia y Herlinda; y por iniciativa del director de la Academia de San Carlos, Alfredo Ramírez Martínez, participó en una convocatoria con la finalidad de decorar el friso del Teatro Nacional. Herrán presentó como proyecto el cuadro Nuestros dioses, el cual se compondría de tres partes: en el panel izquierdo se representaría una ofrenda de los indígenas a la diosa mexica Coatlicue; mientras que en el derecho, aparecerían los frailes y militares españoles realizando un ofrecimiento a Cristo; y en el panel central se plasmaría a la Coatlicue fusionada con un Cristo.
El autor trabajó intensamente en estos paneles, pero desafortunadamente los dejó inconclusos. De acuerdo con los bocetos que se tienen sobre el proyecto, es muy probable que dicha obra representara la cúspide del modernismo mexicano, en la cual se mostraría plenamente interiorizada y asumida la historia nacional, y en cuanto a la técnica plástica, sus formas representarían un refinamiento muy definido y delicado. El impacto que buscaba el arte modernista en opinión de Greeley era que:
El modernismo se centraba en la psique del intelectual burgués alienado y en los problemas propios del medio estético en sí mismo, más que en el establecimiento de una conexión abierta con el ámbito social. Así, uno de los aspectos predominantes del encuentro del modernismo mexicano con el simbolismo europeo fue la reorganización de las características ‘privadas’ del hombre burgués en la esfera de lo público (Robin Greeley, 2004, p. 314).
Para el año de 1916, a la par del gran proyecto del Teatro Nacional, Herrán continuó realizando otras obras, entre ellas Las tres edades, La criolla del mango, El rebozo, Nuestros dioses antiguos y Panneau decorativo. Ese mismo año, el pintor abrió un taller en la calle de Mesones que al poco tiempo fue un centro de difusión cultural al que asistían los intelectuales de la época (Topete, 1989).
En 1917 realizó las pinturas El Cofrade de San Miguel, La criolla de la mantilla, El quetzal y La Viejecita, en los que aplicó elementos de la cotidianidad. Para esa época también incursionó en el arte del retrato, como el que hizo del escritor e historiador del arte Manuel Toussaint (Retrato de Manuel Toussaint).
Para 1918 se encontraba pintando el panel correspondiente a los indígenas, llevándolo a cabo con figuras de mayor tamaño que la estatura promedio de los indios, las cuales llegaban a medir hasta 1.76 metros. Asimismo pintó la obra de El de San Luis y participó en un concurso organizado por el gobierno con el boceto un Retrato de Simón Bolívar.
En la cúspide de su carrera, “el 2 de octubre, se sometía al bisturí del doctor Luis Rivero Borrel, tratando de encontrar remedio al mal gástrico que le atormentó durante los últimos meses de su vida. Todo fue inútil: el 8 de octubre moría, a las 31 años, el pintor más representativo de su generación” (Ramírez, 1989, p. 30). No obstante, a pesar de su corta vida, la figura de Herrán quedó grabada para la posteridad como la de un pintor que se esmeró en los auténticos símbolos culturales del ser mexicano: el vestuario, los rituales, las tradiciones de la vida cotidiana, las costumbres funerarias, el pasado indígena y el legado de los conquistadores españoles.
Influencias
Durante los años de aprendizaje, Herrán recibió influencias de distintos artistas, adhiriéndose a diferentes tendencias artísticas para la elaboración de sus obras. Debido a lo anterior, en su labor plástica es notable la influencia del naturalismo, realismo, clasicismo y romanticismo.
En las obras de Saturnino Herrán también se deja ver la originalidad en el uso de los signos iconográficos y los dramas que despliega al lado de ellos, a los que les otorgó una emotiva propagación metafórica, ya que en sus obras se pueden observar novedosas técnicas pictóricas así como su habilidad en el dibujo, el profundo conocimiento para representar el cuerpo humano y la aplicación del juego de luces, convirtiéndolo en unos de los principales exponente de la pintura mexicana.
En sus dibujos se expresan formas sintéticas, empastes visibles y una pincelada suelta. En cuanto a sus elementos paisajísticos, éstos tienen un lugar menos importante dentro de la composición artística, ya que en su mayoría no figuran como un elemento de veracidad en el contexto para las escenas que configura, sino como un componente más tímido, apenas insinuado, y con una línea del horizonte muy alta, que a su vez usa como herramienta para recortar sus escenas.
Un elemento interesante y muy notable de las obras de Herrán es la representación de elementos arquitectónico, entre las que destacan iglesias, casas o calles, pues sus trazos logran ser tan definidos que le imprimen un gran realismo a algunas escenas, tal y como lo podemos apreciar en Los ciegos, La criolla de la mantilla y La Catedral de México.
Herrán retomó elementos simbolistas que también se estaban aplicando en México por aquella época. Para los artistas adscritos al simbolismo el objetivo del arte era “el mundo interno del estado de ánimo y las emociones, más que el mundo objetivo de las apariencias externas” (Dempsey, 2002, p. 41). Este estilo le permitió a Herrán centrarse en el drama de los personajes, cuyos cuerpos ocupan casi todo el espacio compositivo, como se puede percibir en La Tehuana, El Gallero y El de San Luis.
En la obra de Herrán, también se advierte la concepción simbolista del arte como revelación de una visión interior. Los objetos plásticos superan el nivel reproductivo, aparencial para convertirse en signos de una realidad espiritual, que la intuición debe descubrir, por lo que el impulso que perseguía el pintor era el de entablar un diálogo lírico y simbólico con lo interior, debido a lo cual la representación naturalista y el contexto contribuían de mejor manera al momento de plasmar sus ideas (Ramírez, 1989).
Por su estilo plástico y el trazo de sus líneas, así como las representaciones pictóricas que realizó, no es de sorprenderse que se le haya señalado como el creador del sentido nacionalista en el arte, al que dio, al decir de los críticos, carácter y bríos propios, a tal grado que Manuel Toussaint (1890-1955) lo catalogo como “el más mexicano de los pintores y el más pintor de los mexicanos” (Topete, 1989, p. 199).
Además, en la obra del pintor aguascalentense se representan aspectos al mismo tiempo tradicionalistas y modernos: lo moderno en cuanto al valor expresivo y formal asignado a la línea, que paralelamente unificada y estructura del dibujo bidimensional; y lo tradicionalista, por su acusado modelado plástico (Ramírez, 1989, p. 14). A pesar de ello, no se le puede encasillar en una sola tendencia artística, sino que es preciso que se analice cada una de sus obras por separado.
La Coatlicue
En la sala mexica del Museo Nacional de Antropología e Historia de México, se encuentra la escultura de tamaño monumental (2.60 metros), llamada La Coatlicue, que significa “la de falda de serpientes” (véase Fig.1). Esta deidad fue para esa sociedad prehispánica la diosa madre, asociada con la fertilidad y caracterizada por poseer una función dual, ya que daba vida pero también muerte. Dentro de la mitología náhuatl es la madre de la deidad guerrera Huitzilopochtli, asociada con el sol y la guerra. En la cosmovisión náhuatl se narra que Coatlicue se embarazó mientras barría un templo en la montaña de Coatepec y le cayó encima una bola de plumas verdes. En los relatos del México prehispánico, recibió también los nombres de Tonantzin “nuestra madre” y de Teteoinan, “la madre de los dioses (Sahagún, 1999).
Su dualidad quedó representada en la escultura por las dos cabezas de serpiente que conforman su rostro, ambas se unifican al encontrase y dan la forma de una cara frontal, con dos ojos y enormes fauces de reptil, su pecho se ve adornado de corazones y manos, que rodean a sus senos caídos como muestra de la vejes que poseía. En la parte baja de su busto, a la altura del abdomen, se aprecia un cráneo humano. Lleva una falda compuesta de serpientes entrelazadas, bajo su cinturón se observan huesos y cráneos más pequeños que se encuentran a la altura de los glúteos, en correspondencia con las urnas funerarias que se observan en algunos de los relieves de la arquitectura mexica, de entre estos salen piernas fuertes y macizas, y los dos pies con grandes garras, de la falda también emana una serpiente gruesa que cuelga de entre sus piernas.
En forma complementaria, vemos en la parte exterior de La Coatlicue ojos, plumas, corazones, serpientes, manos, caracoles, cráneos y garras. De acuerdo con las fuentes mexicas, la diosa fue representada en la piedra durante el reinado de Ahuízotl hacia 1480. Y sobre los atavíos con que se vestía a la deidad, Bernardino de Sahagún menciona que eran: “1.- Su pintura facial de greda. Tiene puesto su capacete de plumas de águila, 2.-Su camisa blanca, su faldellín de serpientes. Sus sonajas, sus sandalias blancas, 3.-Su escudo con plumas de águila, su bastón de serpientes” (Sahagún, 1999, p. 889). Por sus atuendos también se le conocía como la mujer blanca.
La Coatlicue es un elemento sublime de la escultura azteca: la abstracción en todos los sentidos y un realismo en el detalle. A decir de Justino Fernández, “la figura en su totalidad representa la idea de la fuerza cósmica que da vida y se renueva a sí misma en la muerte” (Fernández, 1954, p. 215). Asimismo muestra la idea cósmico-religiosa de la diosa madre en sus dos roles de dadora de vida y causante de muerte, por lo que la escultura es simultáneamente pasiva y activa, monstruo y víctima. Los brazos están alzados en un gesto de temor y lleva un collar hecho con trofeos de manos y corazones con cráneos que cuelgan por enfrente y por detrás (Patrick, 1999, p. 101).
La escultura se encontró cerca del zócalo de la Ciudad de México en el año de 1790,[7] mientras se realizaban obras de saneamiento urbano, como la construcción y reparación de acequias, drenajes y atarjeas para la correcta conducción de aguas pluviales y negras. De acuerdo con las descripciones de López Lujan “estaba recostada con su cara frontal hacia abajo, en una posición casi horizontal… [pesaba 24 toneladas] y fue llevada junto a la Puerta del Virrey, la actual Puerta del Honor de nuestro Palacio Nacional” (López Lujan, 2011, p. 210).
Después del descubrimiento y la exhibición de la pieza al público pasó algo inesperado para los españoles, ya que algunos indígenas comenzaron a venerar la imagen de nuevo; esto preocupó a los clérigos pues no querían que se practicaran nuevamente ritos idolátricos. A causa de la perturbación que causó a los indios fue enviada a la Universidad Real y Pontificia.
Por su aspecto, en algunas descripciones se le daba la categoría de una figura monstruosa, hasta que se valoró científicamente por Alexander von Humboldt, quien en 1803, tras su viaje a la Nueva España mencionaba que:
[…] entonces lo vimos acostado, y es cierto que asombra la enorme masa de este coloso, antiguamente suspendido en el aire. Acompañé al obispo a su convento y luego regresé a la universidad para contemplar aquel coloso una vez más; pero él había vuelto a ver la luz del día por tan sólo 20 minutos, pues cuando yo llegué ya lo habían enterrado de nuevo. Según dice el público malintencionado, la universidad teme que si este monstruo es expuesto ante sus ojos, los jóvenes se entreguen a la idolatría (Pimentel, 2003, p. 61).
La escultura fue ocultada por la noche a escondidas bajo tierra donde permaneció por varias décadas, hasta que a principios de 1887, cuando nuevamente fue desenterrada para ser trasladada a la sala de monolitos para conmemorar la Independencia de México, evento que se realzaría el 16 de septiembre del mismo año. En la actualidad se encuentra en el Museo Nacional de Antropología e Historia en la ciudad de México.
Nuestros dioses
Como ya se mencionó en 1915, el director de la Academia de la Escuela Nacional de Bellas Artes, Alfredo Ramírez Martínez emitió una convocatoria para la decoración del friso del Teatro Nacional, el cual fue ganado por Saturnino Herrán. El proyecto original estaba compuesto de tres paneles, el del lado izquierdo correspondía a la ofrenda de los indígenas, el lado derecho la ofrenda de los frailes y militares españoles, y en del centro iría una escena conformada por la diosa mexica Coatlicue, de la cual parece que esta emanando un Cristo. Actualmente los tres bocetos del proyecto se encuentran resguardos por el Museo Aguascalientes, ubicado en la calle General Ignacio Zaragoza #505, en la zona centro de dicha ciudad.
La obra que corresponde al lado izquierdo, está conformada por la ofrenda indígena, fue elaborada en crayón y acuarela sobre papel, con una dimensión de 88.5x62cm. En esta escena aparecen doce personas a lo largo de la ella, ninguna está de pie, aparecen de rodillas (indicando humildad y adoración) y otras están postradas con el cuerpo boca abajo y las manos sobre la cabeza. Algunos tienen las manos extendidas y otros hacia arriba. En cuanto a los ojos, varios los tienen cerrados mientras que otros observan a la imagen de la Coatlicue (véase Fig.3).
De acuerdo con la composición podemos distinguir tres grupos de personas con base en las actividades que están realizando. El primero de ellos carga una ofrenda de fruta y flores sostenida por cuatro personajes. Entre algunos frutos se pueden distinguir uvas, plátanos, manzanas y naranjas. Uno de ellos lleva un tocado de plumas y en su mano derecha lleva un escudo (chimali), su vista está hacia el frente. Parece que está vestido con una especie de túnica.
El segundo grupo, está conformado por tres personas que están hincadas realizando oración. Uno de ellos tiene un tocado de plumas, un arete circular dorado y un escudo redondo ricamente adornado, también viste una túnica. Frente a este conjunto se encuentra una vasija, de la cual sale humo probablemente copal, utilizando en los rituales indígenas.
El tercer grupo se compone de cuatro personas, son los que aparecen más cerca de la imagen que se está venerando, dos de ellos están hincados, se puede observar que uno trae puesto un tocado de plumas en el cual, en la parte superior, se deja ver un pájaro que hace juego con las plumas del tocado, tiene unos pendientes dorados largos conformados de varias capas, en su brazo derecho se observa un brazalete dorado, en sus manos sostiene un plato con algunas frutas y sus pies están calzados con unas cotaras (sandalias). Los dos están postrados. Frente a ellos, en la parte superior, se observa un chimali y en la inferior, una vasija decorada, de la cual emana humo. En el fondo de la escena se contempla un paisaje con nubes y una montaña. Los trazos con que está presentada esta composición corresponden a líneas precisas.
Este panel fue el único que Herrán logró pasar del boceto a la pintura, la cual cuenta con las medidas de 5.32 metros de largo por 1.76 de alto, y al parecer fue terminado en 1918. Este cuadro quedó resguardado en Bellas Artes, para ser exhibido por algunas temporadas. En el periódico El Universal, apareció una nota el día 4 de noviembre del 2013 en la que se señala que dicha obra se subastaría por parte de la Casa de Subastas Morton el 14 de noviembre del mismo año, junto con otras 246 obras de 138 artistas latinoamericanos.[8]
El panel del lado derecho está dedicado a la ofrenda española. Fue realizado en crayón y acuarela sobre papel con dimensión de 57.5x175cm. Aparecen doce personas a lo largo de la pintura, vestidos con la ropa típica de soldados y de frailes que portan estandartes. Algunas personas están de pie, otras de rodillas y unas más postradas con el cuerpo boca abajo. Se aprecian sus manos a la altura del pecho, en forma de oración y extendidas hacia arriba. Tienen los ojos cerrados mientras que otros miran a la imagen que se va a adorar (véase Fig.4).
De igual manera que el primer panel, podemos dividir éste en tres grupos. El primero, cerca de la imagen ofrendada, se compone de cuatro personajes, tres frailes y un militar, que se distinguen por la forma de su vestimenta. El militar esta de rodillas, a su lado izquierdo se encuentra su casco, en la mano derecha sostiene una espada y en su armadura se aprecia una cinta de color rojo. El segundo grupo se conforma por tres personas que están hincadas haciendo oración, son dos frailes y un militar. El tercer grupo corresponde a cinco personas, la mayoría de ellos son frailes, los cuales llevan una virgen que es sostenida por una manta y dos varas. La virgen, en comparación con los cuerpos de los personajes, es de tamaño pequeño, está coronada y se encuentra bajo un arco de flores. En el fondo de la escena se observa un paisaje de formas imprecisas, entre las que se alcanzan a distinguir nubes y una montaña. Esta sección de la obra fue iniciada por el pintor, sin embargo, no fue concluida.
El panel central titulado Coatlicue transformada, consiste en un boceto realizado con crayón y acuarela sobre papel de 88.5x62.5cm. En el primer plano se observa la escultura prehispánica de la Coatlicue, de la cual pareciera que emana un cristo crucificado, lo que nos advierte la transformación de la diosa que aparece sobre un fondo abstracto. En la parte superior de la Coatlicue, justo donde se unen las dos serpientes para formar la cabeza de la diosa, entre los ojos de ambas aparecen las siglas INRI (IESVS NAZARENVS REX IVDAEORVM), traducido al español como «Jesús de Nazaret, rey de los judíos» símbolo utilizado comúnmente en los cristos crucificados (véase Fig.2).
De la boca de la Coatlicue, conformada a su vez por las fauces de las dos serpientes, emana la cabeza coronada y a su vez caída del cristo muerto, cuyo rostro aparece cubierto por su cabello; en la parte superior se puede observar una aureola.
De la garganta de la diosa aparecen los hombros del cristo y se observan algunas partes del torso con la herida en el costado en tono rojizo, de donde fluye poca sangre. Debajo de dicha herida se encuentra un cráneo humano con la mandíbula incompleta. Asimismo, del cuello de la deidad cuelga un conjunto de plantas marchitas, entre las que se distinguen algunos floripondios en las orillas y doce cempasúchil en el centro, las que forman un collar.
En la falda de la Coatlicue se encuentran las piernas del Cristo. Ambas rodillas del crucificado sangran; sobre los pies de la diosa aparece representado un solo pie del Cristo con una herida sangrante en la parte superior. Al lado izquierdo de la deidad se observa un conjunto de frutas. En el cuerpo de la Coatlicue, además del Cristo, es posible percibir elementos prehispánicos de la escultura original, por ejemplo, plumas y caracoles que se encuentran en las piernas de la diosa. El fondo de la imagen no es tan claro, aunque es posible apreciar algunos elementos que podrían ser nubes.
Sobre la composición de los trazos, Fausto Ramírez menciona que se expresan “igualmente mediante una estructura compositiva, en donde triángulos, rectángulos, y segmentos de círculos, entrecruzados, se combaten y se concilian a un tiempo, y constituyen a la vez, en su serena conjunción, una especie de suma finalmente armoniosa de las figuras geométricas” (Ramírez, 1976, p. 29). Este panel solamente se quedó en el boceto, ya que no existen referencias sobre su representación a mayor escala en forma de pintura plástica.
La Coatlicue transformada
Para esta representación Saturnino Herrán retomó los elementos que adquirió cuando se encargó de la realización de los dibujo del “Templo de la agricultura”, además la interacción con elementos arqueológicos le permitió tener un visión más amplia sobre las sociedades del México prehispánico, de ahí que entendiera el papel de la dualidad entre los pueblos mesoamericanos, la cual refleja en la fusión de la indigenización de lo hispano y en la hispanización de lo indígena, dupla que da origen al mestizaje del pueblo mexicano.
La representación del artista aguascalentense también se entiende como un símbolo alegórico del mundo prehispánico en oposición a la idea de que con la conquista había ocurrido una masacre de los habitantes originarios de México. Herrán alude a un sincretismo cultural entre los dos pueblos, en el que se fusionaron ambas tradiciones culturales. Por lo tanto, nos habla de un mestizaje sin recurrir necesariamente a alguna imagen que muestre un mensaje contundente en este sentido, sino que solamente con observar la obra se decodifica su mensaje. De tal modo que el tríptico alcanza una unidad global en formas y conceptos, de gran significado expresivo.
En la escena también se muestra la unión armónica entre dos religiones opuestas, por el lado de la Coatlicue, se representa el culto prehispánico, mientras que el Cristo que emerge de la diosa, es visto como el símbolo de la religión católica. En este sentido, esta obra no es criptica, ya que su apreciación requiere tan sólo de la contemplación sensible y de la proyección de la propia interioridad, para entender el mensaje o como bien dice David Freedberg siguiendo a Dominici “ese poder o eficacia de las imágenes se debe a una cierta identificación entre quienes la miran y lo que ellas representan” (Freedberg, 1992, p. 23).
El boceto remite a un contenido altamente simbólico debido a la representación de dos deidades que poseen coincidencias como que ambas tuvieron una vida terrenal a la que fueron enviadas para dar vida y sacrificarse por la humanidad. En ese sentido, la Coatlicue parió al dios sol y de la guerra de los mexicas dándole la unidad a ese pueblo, para que mediante sus sacrificios tuvieran una vida mejor; de igual manera, Cristo vino a unificar a los pueblos y a salvar a los hombres.
La Coatlicue es la representación de la serpiente, a la que se le concibe como una divinidad poderosa, capaz de destruir, pero también de proteger, de la misma forma en que Cristo viene a romper con el pecado y a proteger a los hombres. Asimismo, como se señala en el Diccionario de símbolos, en el “continente americano […] la imagen de la serpiente con plumas […] constituye un símbolo de unión de lo terrestre con lo celeste, de la vegetación y lluvia de los primeros tiempos… la serpiente suele identificarse también con eternidad” (Serrano Simarro y Pacual Chenel, 2003, p. 227). En ese mismo sentido, Cristo vino a dar la vida eterna a quien cargue su cruz y lo siga.
Donde chocan las dos cabezas de las serpientes, justo en medio se encuentran las siglas INRI (Jesús de Nazaret, rey de los judíos), las cuales resumen el padecimiento que sufrió Cristo, parece que ambas serpientes vigilan cuidadosamente esta inscripción. De las fauces de las serpientes emana la cabeza del Cristo muerto, con su cabeza inclinada, un aspecto interesante ya que tanto las fauces de la diosa y la cabeza del Cristo están cerrados por una aureola.
Sobre la representación del Cristo existen elementos comunes con el que aparece en la obra de Félix de Zuloaga llamada El Cristo de la Sangre, un óleo sobre lienzo de 248x302cm, elaborado en 1911 (probablemente en Segovia) y que desde el año de 1988 se encuentra en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, ubicado en Madrid España.[9] Las diferencias entre ambos son pocas, por ejemplo en la obra de Herrán la inclinación del Cristo es hacia la derecha y en la de Zuloaga a la izquierda, además la sangre que sale del segundo es más abundante (véase Fig.5 y Fig. 6)
Otro elemento que salta a la vista de la imagen es la representación de las flores (floripondios y cempasúchil), que están colocadas sobre los hombros y el pecho de la Coatlicue y que al mismo tiempo rodean la parte superior del Cristo. Los elementos florísticos representan “un signo de renovación cíclica” (Serrano Simarro y Pacual Chenel, 2003, p. 239), lo cual va de acuerdo con las deidades representadas por Herrán. Con la naturaleza se agrega un mestizaje entre una flor traída por los españoles, el alcatraz, y una nativa y símbolo de las ofrendas mesoamericanas, “estas flores que se llaman cempoalxóchitl, son amarillas y de buen olor, y anchas y hermosas”, (Sahagún, 1999, p. 690) y han sido utilizadas para marcar el camino que deben seguir las almas de los difuntos hacia los altares domésticos levantados en su honor.
El cráneo que plasmó entre el cuerpo de la diosa y el Cristo, es disímil al representado en la escultura original, pues la principal diferencia radica en que el de la pintura es más antropomorfo. En la tradición occidental el cráneo o la calavera indica la “naturaleza de la vida y la muerte” (Serrano Simarro y Pacual Chenel, 2003, p. 45) asociándosele con la fugacidad de la vida. Sin embargo, de acuerdo con la cosmovisión de los pueblos mesoamericanos, representa la fusión entre la vida y la muerte (pero la muerte del sol para dar nueva vida). Miguel de León Portilla menciona que ese símbolo de la calavera “no es extraño para la simbología cristiana” ya que a Cristo se le representa en varios pasajes sobre un cráneo (León Portilla, 1989, p. 118).
De la escultura original, Herrán eliminó los senos de la diosa y en su lugar puso el torso del Cristo. Los senos “constituye[n] una fuerte referencia a la maternidad, y a los sentimientos de amor y protección que la inspiran” (Serrano Simarro y Pacual Chenel, 2003, p. 275), de esa forma el pecho del Cristo sirve a manera de escudo como el elemento de protección para quienes le ofrendan.
Se puede advertir que de tres partes del Cristo emana sangre: del pecho, de las rodillas y del pie. La sangre puede ser vista desde el punto de que “vida y alma son también sentimientos y pasiones, lo que provoca la identificación de la sangre con éstos y la costumbre de sellar con ella los pactos y compromisos… Todos los simbolismos mencionados aparecen en cierta medida como consecuencia de un temor evidente hacia la sangre vertida, lo que la convierte en el más preciado objeto de sacrificio” (Serrano Simarro y Pacual Chenel, 2003, p. 271). La sangre implica el sacrificio que para la Coatlicue es traducido en una ofrenda ritual mientras que para Cristo es el alejamiento del pecado.
Salta a la vista que del lado izquierdo de la representación se observa un conjunto de frutas que quizá ya había sido dejado por los indios. Se dice que “la fruta alude también a la naturaleza, pródiga y favorable, que alimenta al hombre. Es también un símbolo de madurez y desarrollo completo” (Serrano Simarro y Pascual, 2003, p. 123). De esta forma los indígenas están agradeciendo por los favores recibidos, pues tanto la diosa mexica como el Cristo son los que dan el alimento a los hombres.
Saturnino Herrán representó así la fusión de dos culturas que dieron origen a la nación mexicana y que durante siglos se decía que una se sobreponía a la otra, o que se establecían jerarquizaciones señalando que una era más civilizada que la otra, pero desde el punto de vista de Herrán, ambas se fusionaron de manera que las dos están en el mismo orden de importancia. Así, La Coatlicue transformada representa el pasado indígena y el pasado cristiano estrechándose en un abrazo y estableciendo un pacto firmado por las dos deidades.
Reflexión Final
A pesar de la corta vida que tuvo Saturno Herrán, su obra ha quedado para la posteridad y a través de esta es posible adentrarse en el México que le tocó vivir, un periodo de gran impulso a los distintos movimientos artísticos y una etapa en la que se estaba buscando la creación de la identidad nacional.
Las obras de Herrán también nos invitan a realizar un acercamiento a las tradiciones que se tenían en distintas regiones de México, tal el caso de la vestimenta del sur a manera de la tehuana, en la zona norte las que usaba el gallero, el vestuario que se portaba en el baile conocido como el jarabe y el uso del rebozo.
Su obra nos muestra los oficios y las actividades que se realizaban en el campo como la cosecha de maíz, las vendedoras de ollas, de plátanos y de flores; así como aquellos que se practican en la ciudad entre ellos los talladores de piedra, los constructores y los molineros de vidrios.
El pintor aguascalentense también permite adentrarnos en el sufrimiento que padecía la sociedad de su época, por ejemplo el caso de los pordioseros, de los ciegos y sobre todo de los ancianos, quienes llevan el peso de su experiencia y de la melancolía de sus mejores tiempos en sus cuerpos encorvados, el cabello blanco y sus arrugas.
La labor plástica de Herrán también sintetizó la identidad del ser mexicano (una fusión de lo indígena y de lo español; un país religiosamente católico, pero a la vez conservador de tradiciones prehispánicas relacionadas con la religión que fundó Cristo), a la vez que fue uno de los iniciadores del muralismo mexicano que tantos beneficios dio a la pintura después de los años veinte del siglo pasado.
A Herrán no se le puede encasillar como participante de un solo movimiento artístico como el modernismo o el simbolismo, sino que en sus obras vemos reflejados rasgos y características de algunas de las corrientes surgidas a finales del siglo XIX. Finalmente es preciso señalar que el análisis de esta obra de arte nos permitió reconstruir un contexto sobre el cual Saturnino Herrán desarrolló su labor plástica, además de que éste es solo un pequeño acercamiento a la gran obra plástica que realizó el autor.
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Anexo
[1]El Colegio de Michoacán, faiz_582@hotmail.com
[2] Saturnino Herrán: Poeta de la Figura Humana. http://poetadelafigurahumana.blogspot.mx/2014/08/saturnino-herran-poeta-de-la-figura.html. Consultado el 15/noviembre/2015).
[3] Los bocetos fueron facilitados en versión digital por el Museo Aguascalientes.
[4] El modernismo ha sido definido por Fausto Ramírez como “un movimiento intelectual y artístico caracterizado por una dialéctica de consolidación y crítica”. (Ramírez, Fausto, 2004, p. 101).
[5] Se caracteriza por la presencia de una ornamentación excesiva y de la representación de elementos de la naturaleza.
[6] A su llegada a México en 1903, el Dr. Atl se convirtió en un importante portavoz del impresionismo, pues su estancia en Europa le permitió mirar de cerca esta corriente pictórica cientificista de fines del siglo XIX.
[7] Una de las primeras descripciones de la escultura fue realizada por Antonio de León y Gama y otros que hicieron interpretación de la diosa fueron Joseph Antonio Alzate y Ramírez, un criollo que escribió bajo el seudónimo Océlotl Tecuilhuitzintli e José Ignacio Borunda.
[8] El Universal. http://archivo.eluniversal.com.mx/cultura/2013/impreso/-8220nuestros-dioses-8221-de-saturnino-herran-protagonizara-subasta-72870.html. Se siguió rastreando la nota con la finalidad de conocer lo que sucedió con la obra después de la subasta, pero ya no se encontró más información.
[9] El Cristo de la Sangre. http://www.museoreinasofia.es/coleccion/obra/cristo-sangre