Positivismo e instrucción pública en México a finales del siglo XIX. Las ideas educativas
de Gabino Barreda y Justo
Sierra
Positivism and Public Instruction in Mexico at
the End of the 19th century. Gabino Barreda and
Justo Sierra’s Educational Thoughts
Enrique Pérez Morales[1]
Resumen
Después de su victoria sobre
el Segundo Imperio en 1867, el gobierno de Benito Juárez se dio a la tarea de
reconstruir y consolidar la República liberal. Fue menester no sólo afianzar el
“orden material” en la nación, sino sobre todo inculcar en sus ciudadanos un
nuevo “orden espiritual”. Juárez pensaba que dicho orden sólo se alcanzaría a
través de la educación y la instrucción pública. Para tal fin, el presidente
encomendó a Gabino Barreda la planeación y reorganización de todo el sistema
educativo mexicano. Posteriormente, Justo Sierra retomaría, modificaría e
impulsaría el sistema educativo creado por Barreda. Lo paradójico es que dicho
sistema tuvo su inspiración en una ideología contraria al liberalismo
revolucionario: el positivismo comtiano. La pregunta
es ¿Por qué el gobierno liberal mexicano puso sus ojos en teorías y modelos
europeos de corte conservador como el positivismo?
Palabras clave: liberalismo, conservadurismo, orden, progreso, educación, ciudadano,
sociedad.
Abstract
After
the victory over the Second Empire in 1867, the government of Benito Juárez
undertook the task of rebuilding and consolidating the Liberal Republic. It was
necessary not only to strengthen the "material order" in the Nation,
but, above all, to instill in its citizens a new "spiritual order."
Juárez thought that this order would only be achieved through education and
public instruction. To this end, the president entrusted Gabino
Barreda with the planning and reorganization of the
entire Mexican educational system. Later, Justo Sierra would retake, modify and promote the educational system created by Barreda. The paradox is that this system was inspired by an
ideology contrary to revolutionary liberalism: the positivism. Why did the
Mexican liberal government put its eyes on conservative theories and models
such as positivism?
Keywords: liberalism, conservatism,
order, progress, education, citizen, society
Recibido: 2021-01-28
Aceptado: 2021-05-31
1. Introducción
Tras la victoria definitiva
sobre monarquistas y conservadores en 1867, la tarea que tenía por delante el
gobierno liberal encabezado por Benito Juárez era bastante complicada:
reconstruir y reorganizar un país que se encontraba destrozado por conflictos
bélicos casi ininterrumpidos desde el comienzo de su independencia. Así, con la
instauración definitiva de la República lo urgente e ineludible ya no era la
lucha armada, sino la conciliación y la reconstrucción ordenada de la joven
nación. Estas acciones encaminadas a establecer el tan anhelado y necesario
orden material, no serían suficientes sin una ideología que las justificara y
complementara. Como afirmó Leopoldo Zea (1953, p. 74), “la ideología
revolucionaria liberal pretendía transformarse en una ideología del orden, y
para lograrlo se iba a servir de las ideas propuestas por el positivismo”.
De esta manera, si después de 1867 el liberalismo dejó de ser una
ideología en lucha contra unas instituciones, un orden social y unos valores
heredados, y se convirtió en un mito político unificador ¿Por qué los mexicanos
pusieron sus ojos en teorías y modelos europeos como el positivismo? Más aún
¿Por qué el positivismo si en su fundamento es una ideología conservadora contraria
al liberalismo revolucionario? ¿Qué fue lo que a políticos e intelectuales
liberales les atrajo de ella?
Como veremos, lo que pareció tan
atractivo de estas propuestas es que el positivismo señalaba la necesidad no
sólo de un orden material, sino también, para ocupar los términos de la época,
de un “orden espiritual”. Este “orden espiritual” propugnado por el
positivismo, e interpretado como una regeneración moral de la sociedad, se
presentaba como un instrumento adecuado para establecer, según la divisa de
Gabino Barreda, la Libertad, el orden y
el progreso en la Nación. Por tanto, es en este contexto reformador y de
control estatal donde se inserta y tenemos que pensar las propuestas educativas
del positivismo y su posterior institucionalización.
Esta institucionalización está
determinada por las personas que se ocuparon en hacerla. Su historia es también
la historia de las ideas y hombres que las crearon. Es aquí donde Gabino
Barreda y Justo Sierra juegan un papel principal en el tema educativo. El
primero fue pieza clave en la introducción de las ideas positivistas y su
institucionalización. Esto se reflejó en la Ley Orgánica de Instrucción Pública
en el Distrito Federal (2 de diciembre de 1867) y en la fundación de la Escuela
Nacional Preparatoria (1 de febrero de 1868).
El segundo tuvo un papel activo en el
desarrollo y mantenimiento de la institución educativa positivista. Reflejo de
esto fue su participación no sólo como profesor de la ENP, sino también como
presidente de los Congresos de Instrucción (el primero celebrado entre
diciembre de 1889 y marzo de 1890, y el segundo entre noviembre de 1890 y febrero
de 1891; su objetivo fue la unificación y homogenización de las leyes, métodos
y planes de estudio) y en la creación de la Universidad Nacional en 1910. En el
presente ensayo se verá cómo a través de ideas de influencia comtiana, Gabino
Barreda creó un plan de estudios positivista para la ENP. Ideas que quedaron
plasmadas en una carta que el propio Barreda (10 de octubre de 1870, s/p) dirigió
a Mariano Riva Palacio el 10 de octubre de 1870. Igualmente se describirá su
influencia sobre la Ley Orgánica antes mencionada. Finalmente se hablará sobre
la participación de Justo Sierra en los Congresos de Instrucción y en la
creación de la Universidad Nacional, para, finalmente, evaluar la influencia de
sus ideas en la institucionalización de la educación laica, gratuita,
obligatoria y uniforme.
2.
El contexto
histórico
El 15 de julio de 1867,
después de ser derrotadas las aspiraciones monarquistas y conservadoras, Benito
Juárez entró triunfante a la Ciudad de México y con el siguiente manifiesto se dirigió
a la Nación:
[…] Mexicanos: Encaminemos ahora todos nuestros
esfuerzos a obtener y a consolidar los beneficios de la paz. Bajo sus
auspicios, será eficaz la protección de las leyes y las autoridades para los
derechos de todos los habitantes de la república. Que el pueblo y el gobierno
respeten los derechos de todos. Entre los individuos como entre las naciones,
el respeto al derecho ajeno es la paz. Confiemos en que todos los mexicanos,
aleccionados por la prolongada y dolorosa experiencia de las calamidades de la
guerra, cooperemos en lo adelante al bienestar y a la prosperidad de la nación,
que sólo pueden conseguirse con un inviolable respeto a las leyes, y con la
obediencia a las autoridades elegidas por el pueblo. En nuestras libres
instituciones, el pueblo mexicano es árbitro de su suerte. Con el único fin de
sostener la causa del pueblo durante la guerra, mientras no podía elegir
mandatarios, he debido, conforme al espíritu de la Constitución, conservar el
poder que me había conferido. Terminada ya la lucha, mi deber es convocar desde
luego al pueblo, para que sin ninguna presión de la fuerza y sin ninguna
influencia ilegítima, elija con absoluta libertad a quien quiera confiar sus
destinos. Mexicanos: hemos alcanzado el mayor bien que podíamos desear, viendo
consumada por segunda vez la independencia de nuestra patria. Cooperemos todos
para poder legarlas a nuestros hijos en camino de prosperidad, amando y
sosteniendo siempre nuestra independencia y libertad (“Manifiesto a la Nación”,
15 de julio de 1867).
Con estas palabras se daba por
concluida una larga y costosa guerra que terminó con la definitiva victoria del
bando encabezado por Juárez. Esto significó que, por primera vez en la historia
independiente del país, un solo grupo, un solo proyecto de nación, el liberal,
pudiese poner en práctica su programa político sin la amenaza constante de un
contrincante. Sin embargo, las cosas no eran tan sencillas como parecían, y
Juárez, tan curtido después de 10 años de luchas políticas y militares, lo
sabía muy bien. La tarea que tenía por delante era bastante complicada:
reconstruir y organizar un país que estaba destrozado por conflictos bélicos
casi ininterrumpidos desde el comienzo de su independencia.
Tras la instauración de la república
liberal, la nación mexicana debía enfrentar una multitud de serios problemas:
la tesorería en bancarrota, una exorbitante deuda pública, la carencia general
de vías de comunicación, la falta de empleo y con ello el aumento del
bandolerismo y rebeliones campesinas, el caudillismo y regionalismo en todo
México y, como telón de fondo, una población multiforme y excluida (en el caso
de los indígenas) del proceso social, cuyos problemas más graves eran el
analfabetismo y la carencia de un sentido de pertenencia nacional. Ante ello,
Juárez declaraba que “una sociedad como la nuestra que ha tenido la desgracia
de pasar por una larga serie de años de revueltas intestinas se ve plagada de
vicios, cuyas raíces profundas no pueden extirparse en un solo día, ni con una
sola medida” (en David R. Maciel, 1984, p. 97). El programa de acción liberal
juarista consistía, en lo político, poner en práctica la Constitución de 1857,
reorganizar el ejército y controlar el regionalismo; en lo económico vigorizar
la hacienda pública, construir la infraestructura interna y atraer la inversión
extranjera; en lo social y cultural, el fomento de la educación, la
aculturación del indígena y la construcción de un sentimiento nacional por
medio de las artes y las letras.
Juárez pronto comprendió que si habría de gobernar y llevar a cabo exitosamente su programa,
debía hacerlo sobre la base de la paz, el orden y la estabilidad política. La
imposición por las armas llevaría irremediablemente a otra guerra que el país
ya no podría soportar. Así, la única vía era gobernar con la premisa de la
conciliación y la unidad nacional. Sin embargo, y esta paradoja también la
conocía muy bien, la única manera de lograr aquello era a través de la
autoridad y control de una figura presidencial lo suficientemente fuerte para
hacer respetar las leyes a lo largo y ancho del país. De esta manera, fue
necesario ejercer una política nacional, es decir, crear una maquinaria
política para fortalecer el ejecutivo central, debilitar el caudillismo
regional y cimentar las bases de un Estado fuerte. Para este fin, Juárez
propuso una serie de reformas constitucionales cuya expresión es la famosa
Convocatoria a elecciones del 14 de agosto de 1867.
En dicha Convocatoria Juárez exponía
cinco cambios constitucionales.[2]
Entre los más significativos se encontraba la creación de un Senado (como
contraparte a la Cámara de diputados) y la concesión del veto presidencial. El
poder de veto era uno de los instrumentos que usaría el gobierno para llevar a
cabo su intento de centralización, pues una tercera parte de los diputados
podía impedir que el Congreso pasara sobre el veto presidencial. Además, el
gobierno juarista proponía permitir que los empleados federales ocuparan una
curul como diputados. Esto equivalía, como dice Walter Scholes (1972, p. 164),
a que toda la burocracia pudiera emigrar a las bancas del Congreso: “las
curules serían la golosina política que se entregaba en recompensa por apoyar a
la Administración”.
Por otro lado, para continuar con la
reordenación y control del país, Juárez llevó a cabo una política pragmática
clientelista con los gobernadores y los militares. El objetivo era
contrarrestar el caudillismo regional y la oposición política apoyando su
gobierno en gente que le expresara lealtad y confianza. De esta manera redujo
el número de tropas con los que contaba el ejército nacional, a la sazón entre
60 mil y 80 mil hombres, a 20 mil efectivos repartidos en cinco divisiones y
comandadas por generales de su confianza: Mariano Escobedo, Juan Álvarez,
Porfirio Díaz, Ramón Corona y Nicolás Régules.
Además, destituyó de su cargo a León Guzmán y Juan N. Méndez, gobernadores de
Guanajuato y Puebla respectivamente, sustituyéndolos por Florencio Antillón en
Guanajuato y Rafael J. García en Puebla. Esto debido a que se opusieron a la
aplicación de las reformas de la Convocatoria en sus Estados. Así, el círculo
de influencia quedaba sólo en las manos de los políticos afines.[3]
Ahora bien, estas acciones encaminadas a
establecer el tan anhelado y necesario orden material, no serían suficientes
sin una ideología que las justificara y complementara. Como afirma Leopoldo Zea
(1953, p. 74), “la ideología revolucionaria liberal pretendía transformarse en
una ideología del orden, y para lograrlo se iba a servir de las ideas propuestas
por el positivismo de Gabino Barreda”. Dentro del plan juarista de desarrollo,
la educación jugaba un papel fundamental. Una educación moderna y nacionalista
serviría para lograr el deseado cambio de conciencia ideológica y cívica en los
ciudadanos. Ella fomentaría la asimilación del indígena (por medio de la
alfabetización), la victoria definitiva sobre la influencia de la iglesia y,
sobre todo, la creación de ciudadanos responsables y obedientes de la ley, es
decir, ciudadanos conscientes de sus derechos, pero también de sus obligaciones
para con el Estado.
3. Gabino Barreda y la
institucionalización de la educación positivista
El célebre discurso
pronunciado por Gabino Barreda el 16 de septiembre de 1867 en Guanajuato, la
“Oración Cívica”, marca el inicio de la influencia positivista en México. Cabe
mencionar que el positivismo, como ya lo hizo notar Charles Hale (1991), no sustituyó
la tradicional influencia liberal, antes bien, la complementó. Es innegable que
Gabino Barreda adaptó los supuestos positivistas comtianos
a la nueva realidad liberal mexicana. La recepción del positivismo en México no
fue puramente pasiva o dogmática; esta ideología convivió con diversas formas
de entender la política, la sociedad y la cultura nacional. Se puede afirmar,
siguiendo a Elisa Speckman Guerra (2002, pp.
221-222), que las ideas profesadas por los intelectuales mexicanos a finales
del siglo XIX muestran un panorama ideológico entremezclado.
Lo atrayente de la doctrina comtiana fue la forma en que ésta interpretaba la realidad
social. Barreda, quien fue alumno de Augusto Comte, se convenció de que México
necesitaba de ella para “progresar”. En términos generales, el positivismo,
como teoría del conocimiento, agrupa una serie de propuestas sobre el método
científico como la única vía válida de obtener conocimiento “verdadero” sobre
la realidad. Los positivistas creían que el método de la ciencia (cálculo y
experimentación) podía ser aplicado de manera efectiva al estudio de la
sociedad. En otras palabras, se pensaba que el mundo social podía ser conocido
y apropiado por las ciencias del mismo modo que lo hizo con el mundo natural.
Fue en el tema educativo donde el
positivismo comtiano tuvo su mayor influencia en
México. Barreda pensaba que al ser conocidas las leyes con que se regía y
funcionaba toda sociedad, estas, a través de su enseñanza y aplicación al
panorama nacional, debían llevar a la tan anhelada reconstrucción material y
espiritual de la sociedad. Al mismo tiempo, la educación inculcaría en los
futuros ciudadanos una conciencia de sus obligaciones tanto morales como
políticas, un tipo de homogenización ideológica que terminaría con el largo
periodo de anarquía en el que México se encontraba desde su independencia
(Hale, 1991, p. 246). La diferencia con Comte estribaba en que mientras éste
abogaba por una educación libre en todo sentido, Barreda defendía una educación
dirigida exclusivamente por el Estado, la instrucción pública.
El primer esfuerzo por institucionalizar
la educación positivista se dio en el año de 1867 cuando el presidente Juárez
formó una comisión para reformar la instrucción pública. El resultado de la
“Comisión Juárez” fue la ley de 2 de febrero de 1867. Dicha ley tuvo dos
efectos importantes: en primer lugar, se consagró la secularización de la
educación al transferirse su dirección de la iglesia al gobierno (el cual debía
inculcar el nuevo estado de las cosas).
En segundo lugar, se ordenó la construcción de una escuela preparatoria y la
creación de un plan de estudios para ésta. Además de la escuela preparatoria,
también se ordenaba la construcción de escuelas primarias y secundarias
“costeadas por los fondos municipales y en número que exijan su población y
necesidades”. Una innovación de suma importancia se encuentra en el artículo
cinco de esta ley: “la instrucción primaria es gratuita para los pobres, y
obligatoria en los términos que dispondrá el reglamento de esta ley. El
esfuerzo por homogeneizar la enseñanza se deja sentir en la rigurosa selección
de las materias a impartir. Para cada escuela había un determinado número de
ellas, bien seleccionadas y con un objetivo específico como más adelante
veremos. El artículo ocho, por ejemplo, muestra las materias a impartir por la
escuela preparatoria, donde destacan por su mayor número las del ramo de las
ciencias exactas y naturales (y por supuesto, esto no es ninguna casualidad).[4]
Es en la creación de la Escuela Nacional
Preparatoria donde la institucionalización de la educación positivista tiene su
más grande influencia. Esta escuela abrió sus puertas en febrero de 1868 y
Gabino Barreda estuvo al frente de su dirección por diez años. Su objetivo
general era preparar (de allí su nombre) a los estudiantes de una manera
homogénea y básica, para que después estos ingresaran a las escuelas de
estudios especializados como medicina, jurisprudencia, ingeniería, comercio,
enseñanza, etc.
Barreda y sus colaboradores crearon un plan
de estudios acorde a este fin y, evidentemente, acorde a la visión positivista
de la enseñanza. Si el comienzo de la institucionalización fue la Ley Orgánica,
la ENP fue quien la consolidó. El plan de estudios diseñado por Barreda buscaba
la divulgación de “los conocimientos útiles, sólidos y positivos”. Un aroma de
pragmatismo lo envolvía por todos lados. Así, el plan de estudios se estructuró
de tal manera que comenzaba por la enseñanza de las matemáticas, concluyendo
por la lógica:
[…] interponiendo entre ambos el estudio de las ciencias naturales,
poniendo en primer lugar la cosmografía y la física, luego la geografía y la
química, y por último, la historia natural de los
seres dotados de vida, es decir, la botánica y la zoología. […] [Todas juntas]
forman una escala rigurosa de conocimientos útiles y aun necesarios, que se
eslabonan unos a otros como una cadena continua, en que los anteriores van
sirviendo siempre de base indispensable a los que siguen, y de medio adecuado
para facilitar y hacer más provechoso su estudio (10 de octubre de 1870, s/p).
El plan de estudios se basaba
en el riguroso método científico de conocimiento: el método
deductivo-inductivo. La enseñanza-aprendizaje de las matemáticas y las otras
materias exactas y naturales no era su objetivo en sí mismo. La razón de
incluirlas iba más allá. La ENP y su plan positivista tenía como propósito
formar un grupo de hombres con una mentalidad distinta a la tradicional;
hombres que pensaran de manera homogénea, lógica y racional, que pudieran
afrontar y resolver los problemas sociales, políticos y económicos de una
manera sistemática y eficiente. Barreda estaba convencido de que “el orden
intelectual que esta educación tiende a establecer es la llave del orden social
y moral que tanto habemos menester” (10 de octubre de
1870, s/p). ¿Cómo se lograría aquello? La respuesta del director de la ENP es
muy sencilla: uniformando la educación. Sólo así, enseñando las mismas verdades
a todos, se superaría la anarquía:
[…] [Con] una educación en que se cultive a la vez los elementos y los
sentidos, sin el empeño de mantener tal o cual opinión, o tal o cual dogma
político o religioso, sin el miedo de ver contradicha por los hechos esta o
aquella autoridad; una educación emprendida sobre tales bases, y con el deseo
de hallar la verdad, es decir, de encontrar lo que realmente hay, y no lo que
nuestro debiera haber en los fenómenos naturales, no puede menos de ser, a la
vez que un manantial inagotable de satisfacciones, el más seguro preliminar de
la paz y del orden social, porque él pondrá a todos los ciudadanos en aptitud
de apreciar todos los hechos de una manera semejante, y por lo mismo,
uniformará las opiniones hasta donde esto sea posible (Barreda, 10 de octubre
de 1870, s/p).
Barreda pensaba que la ventaja
del método de las ciencias positivas es que éste, al descubrir la realidad
natural y social “objetivamente”, “tal cual es”, “como verdaderamente es”,
obligaba a terminar con el dogmatismo y la opinión falaz para unificar u homogeneizar
los criterios personales, trayendo consigo el orden y la paz social.
Precisamente por esta forma de entender la educación, la institución de las
ideas positivistas gozó del apoyo gubernamental. Así, el plan educativo ideado
por Barreda tenía el objetivo de inculcar “los métodos más propios, más seguros y más probados de encontrar la verdad”, y, según
esto, el estudio de las ciencias positivas era la única manera de hacerlo. Así,
se procedía desde el razonamiento deductivo más sencillo hasta las más complicadas
inferencias inductivas. Se debía partir primero de las matemáticas, pensaba
Barreda, porque “serán siempre la mejor escuela en que todos podrán aprender
las verdaderas reglas de la deducción y el silogismo”. Parafraseando a Stuart
Mill, Barreda afirmó que “el valor de la instrucción matemática consiste no
tanto en la aplicabilidad de sus doctrinas, sino en la de su método” (Barreda, 10
de octubre de 1870, s/p).
Después de las matemáticas continuaban
los estudios de cosmografía o astronomía elemental, “por la razón de que entre
todas las ciencias ésta es, después de la mecánica, la que se ocupa del estudio
de los fenómenos más simples que se presentan realmente en la naturaleza”.
Además, afirmó Barreda, “hace las más espontáneas y perfectas aplicaciones de
los teoremas matemáticos” (Barreda, 10 de octubre de 1870, s/p). La astronomía
permitía develar las verdades de la naturaleza aplicando el método lógico,
mostrando con eso su utilidad para el conocimiento racional.
Posteriormente, se continuaba con el
estudio de la física. Su importancia radica en que “exige ya la aplicación de
nuevos métodos y medios de investigación”. Más aún, creía Barreda, sus verdades
elementales tienen un carácter más francamente experimental y de la
observación. Así, “primero raciocinio puro, después observación como base del
raciocinio, y luego, observación y experimentación reunidas, van formando la
escala lógica por la que debe pasar nuestro espíritu”. La química le sigue ya
que:
El método experimental adquiere su más completo desarrollo y es en
donde, por lo mismo, la inducción es el procedimiento lógico predominante. Aquí
las propiedades que se estudian en los cuerpos son mucho más numerosas y
complicadas, y así el espíritu va poco a poco ascendiendo en complicación de ideas
y en complejidad de métodos (Barreda, 10 de octubre de 1870, s/p).
La botánica y la zoología, el
estudio relativo a los fenómenos de los seres vivientes, le suceden. Aquí,
afirmó Barreda, la observación, la experimentación y la comparación “son los medios
que nos proporcionan los conocimientos que en estas ciencias se adquieren”.
Estas materias llevarían al estudiante a la obtención de dos de los “más
importantes de los artificios lógicos”: la clasificación y la hipótesis. Estas
últimas ciencias cerraban el círculo científico y lógico que se quería
proporcionar a los educandos. Dentro del plan de Barreda, entonces, era
necesidad absoluta que el alumno recorriera el ciclo completo de las teorías
científicas, “sin cuya condición no podrán nunca considerarse suficientemente
preparados para desempeñar sus respectivas funciones sociales, con el acierto y
el tino que exige la estabilidad y el progreso” (Barreda, 10 de octubre de 1870,
s/p).
Pese a su apoyo gubernamental, las
reformas educativas de Barreda no fueron bien recibidas en el ámbito
intelectual mexicano. Como afirma Leopoldo Zea (1968, p. 345), la crítica se
centró en la cuestión de dar poca importancia a materias como la filosofía y la
historia, a su vez que se quería imponer fuertes bases del pensamiento lógico.
Justo Sierra, en un principio crítico de Barreda pero
posteriormente defensor de la educación positivista, fue quién más aportó al
debate. La crítica desterró de la educación preparatoria la enseñanza rigurosa
de la lógica científica, dando cabida a algunas materias “espirituales”, sin
embargo, se conservó la escala enciclopédica de Comte. Finalmente, después de
diez años al frente de la dirección de la ENP, Gabino Barreda, a través de sus
ideas, logró institucionalizar con éxito la educación positivista en México.
4. Justo Sierra y las reformas a la educación positivista
A través de su vida política
Justo Sierra demostró una postura ambivalente frente al positivismo. De
criticar las posturas positivistas pasó a defenderlas, posteriormente regresó a
una postura más escéptica. Pese a ello, esto no se debe interpretar como una
indecisión, sino como una muestra de su riqueza de pensamiento y reflexión.
Justo Sierra nunca fue ni un positivista ortodoxo ni tampoco un liberal
dogmático, más bien buscaba un eclecticismo práctico que ayudara a la Nación a
llegar al tan ansiado progreso. Él mismo se consideraba, junto con el grupo de
intelectuales que en el periódico La
Libertad expresaban sus ideas, un “liberal nuevo” en oposición a los
“liberales viejos” de la Reforma. Este “liberalismo nuevo” se consideraba a sí
mismo conservador, pues conservador significaba, en esta interpretación del
liberalismo tradicional, mantener el orden social y político. Así, para Justo
Sierra este liberalismo-conservador se volvió correlato de la política
científica que defendía.
Al igual que Barreda, Sierra pensaba que
el problema que enfrentaba el país en esos momentos era el eterno problema de
las naciones modernas: la transformación de la libertad en orden. Para nuestro
educador campechano se hizo evidente que el régimen de Porfirio Díaz debía
resolver dos cuestiones fundamentales: 1) la reconciliación entre los miembros
de la facción liberal y 2) hacer del gobierno un poder fuerte que pudiera
contrarrestar la anarquía. Junto con el grupo de La Libertad, proclamó la necesidad en el gobierno de más “administración
y menos política”, en el sentido de llevar a cabo acciones efectivas para el
desarrollo del país. El éxito definitivo del régimen de Díaz,
pensaba, dependía de la formación de un plan científico de administración y
política basado en el conocimiento de las condiciones biológicas, sociales y
económicas del país.
El
“liberalismo viejo”, decía, era una ideología apta para la revolución, pero en
un tiempo de paz como al que llegó México, ella podía llevar a la anarquía. Los
principios del liberalismo clásico los calificó de abstractos y metafísicos,
pues se basaban en dogmas y utopías más que en hechos. La era de paz, pensaba,
debía guiarse por los principios positivos de la ciencia, la observación y las
leyes que rigen el comportamiento humano. Al contrario de los “liberales
viejos” que pensaban en el individuo como la base de la sociedad, los
“liberales nuevos” veían a la sociedad como un todo orgánico que a través de la
historia evolucionaba hacia uno mejor. Un individualismo mal interpretado llevaba
al caos, mientras que uno visto como integrante del todo social llevaba al
orden. La visión orgánica de la sociedad era, como lo demostró Sierra a lo
largo de su obra, una necesidad práctica y filosófica además de
fundamentalmente histórica.
Y, precisamente, fue esta consideración
histórico-filosófica del devenir social la diferencia que separaba las ideas de
Barreda y Sierra. En efecto, para Sierra la filosofía jugaba un papel
primordial en la empresa educativa: “hay en el hombre algo espontáneo y original
[…] y eso no pertenece ni a la física ni a la química ni a ninguna ciencia
experimental, eso entra en la zona de las ideas, eso son los derechos del
espíritu, eso es la filosofía” (Sierra, 1948, p. 75). Sierra estaba en contra
de la mayor jerarquía de la lógica frente a las humanidades, sin embrago, no
dudaba de la superioridad de la enseñanza de la ciencia y el positivismo frente
a otras doctrinas. Pensaba que la educación podía ayudar a México a resolver
sus problemas políticos y sociales. Sólo con una educación uniforme para todos,
gratuita y laica, el sueño de la modernidad se realizaría.
Dentro de sus intervenciones en la
institucionalización de la educación positivista, dos fueron de suma
importancia. Primero su participación en los dos Congresos Nacionales de
Instrucción Pública (en ambos como presidente); y, segundo, su iniciativa para
la creación de la Universidad Nacional. Comenzaré por el primer punto. El
primer congreso se reunió del 1° de diciembre de 1889 al 31 de marzo de 1890.
Su objetivo primordial era extender la educación primaria obligatoria, gratuita
y laica en todo el país (decretada ya para todo el Distrito Federal en 1888).
Esta iniciativa de ley, propuesta y defendida entre otros por Sierra, causó gran debate debido a la supuesta violación de
la autonomía de los Estados. En su réplica a esta objeción, Sierra argumentaba
que la necesidad social es superior a la estatal. Para él, la sociedad en su
conjunto es un ser viviente con necesidades y derechos. Por tanto, la
instrucción, como instrumento de progreso, es una de sus necesidades primarias:
“Así debemos considerarla; se trata de una necesidad, y en esa necesidad se
funda el derecho de la sociedad a progresar y a vivir, es decir, a instruir,
que es comunicar a las unidades constitutivas del organismo social las fuerzas
que exigen para realizar el progreso y la vida” (Sierra, 1977, p. 223).
El Estado, como supremo representante de
la sociedad, es el órgano encargado de transmitir esa actividad en el ser
viviente social. Así, de él nace el derecho a imponer y a exigir la
instrucción, pensaba Sierra. De esto se desprendía su argumento sobre la
instrucción gratuita. Como necesidad (ya que redunda en beneficio de la
sociedad) y obligación del Estado impartirla, la instrucción es un servicio
público y, por tanto, debe ser gratuita.
La idea de la instrucción laica se
fundamentaba en la creencia de que ninguna doctrina podía corromper la armonía
del Estado (el orden). Como perturbador del orden civil, las ideas religiosas
no tenían cabida en la política y en las teorías modernas de la sociedad y el
Estado. La obligación del Estado, y por ende el papel fundamental de la
escuela, no es reprimir las ideas religiosas, sino prevenir los conflictos
entre ideologías que pongan en peligro la estabilidad de aquel. La escuela
laica enseñaría al alumno a convivir con su fe y con sus obligaciones sociales.
Había, por otro lado, una razón más por
la cual debía aprobarse su proyecto. México era una nación heterogénea y
pluricultural con mayoría indígena; esta raza no estaba fuera de los planes
progresistas de Sierra, y de nuevo, la educación sería la clave. Pero ¿cómo
llevarla a las comunidades rurales y para qué fin? Para nuestro autor, esto se
llevaría a cabo creando escuelas primarias gratuitas, laicas y obligatorias
donde se enseñará a los indígenas elementos rudimentarios de educación
científica. Porque lo que quería, señala, “es concluir con la superstición,
acabar con las explicaciones que por medio de causas sobrenaturales da a todo
fenómeno el indígena y que ha sido una consecuencia necesaria, indispensable,
de su educación”. Por eso era preciso llegar a este fin con un programa
educativo; era esta la condición sine qua
non el proyecto progresista funcionaría. El indígena no era excluido, al
contrario, era parte de la sociedad. Se buscaba la “regeneración moral” del
hombre mexicano.
Al final de su argumentación, Sierra
decía a los miembros del congreso: “De estas consideraciones he inferido un
proyecto de reforma a la parte resolutiva del dictamen, en estos términos: ‘Es
posible y conveniente un sistema nacional de educación popular sobre el
principio de la uniformidad de la instrucción primaria obligatoria “gratuita y
laica’” (Sierra, 1977, p. 228). Acto seguido, su moción fue adoptada por veinte
votos contra cinco.
El segundo Congreso, llevado a cabo del
29 de noviembre de 1890 al 28 de febrero de 1891, consideró otros niveles
educativos, dirigiendo principalmente su atención a la instrucción
preparatoria. Su extensión uniforme a todo el país se aprobó rápidamente. Más
significativa fue la cuestión de cómo organizar el plan de estudios y qué
filosofía debía guiarlo. El resultado de estas deliberaciones fue una
aplastante victoria para el positivismo y el programa clásico de Barreda. El
plan de estudios que este Congreso adoptó se convirtió en ley, con algunas
modificaciones, en 1896.
Una vez más la intervención de Sierra fue
importante en la defensa del positivismo y la educación científica. En la
sesión del 7 de febrero que discutía, precisamente, el dictamen relativo a la
uniformidad, extensión y programa del plan de estudios de la enseñanza
preparatoria, Sierra rechaza la enseñanza de la gramática latina por
considerarla “lengua muerta”. Esta consideración se basaba en la fidelidad al
plan de Barreda: un plan general que prepare de manera práctica a los alumnos
preprofesionales. La enseñanza del latín no era indispensable ni practicable
por la razón de que “esto recargará por manera extraordinaria la memoria de los
alumnos con una carga abrumadora que haría imposible crear un plan unitario”
(Sierra, 1977, p. 267). Además, agregaba, “el latín no es una necesidad
apremiante en nuestra época […] porque se tiene que perder una parte de la
enseñanza científica para adquirir esta parte de la enseñanza literaria; y el
hecho es que el latín no se aprende ya” (p. 270).
La participación de Sierra en ambos
congresos puso de manifiesto su compromiso con la institucionalización de la
educación cientificista. Apoyó el positivismo convencido de que daría
soluciones a los problemas del país. Sus iniciativas y reformas se convirtieron
en leyes constitucionales, demostrando con esto que sus ideas fueron
fundamentales en el proceso que venimos estudiando. Esto se hace más evidente
cuando él mismo lleva acabo la planeación de la creación de una nueva
institución educativa que sería, después de la Secretaría de Instrucción
Pública y Bellas Artes[5], la
“máxima rectora educativa del país”: la Universidad Nacional.
Desde el 7 de abril 1881 Sierra presentó
a la Cámara de Diputados su propuesta para crear la Universidad Nacional.
Dentro de los 10 artículos que constituían este proyecto de ley, se establecía
que la Universidad sería una corporación independiente formada por la Escuela
Preparatoria, la Secundaria de mujeres, de Bellas Artes, de Comercio y Ciencias
Políticas, de Jurisprudencia, de Ingenieros, de Medicina y Normal y Altos
Estudios. El plan era formar una junta de Gobierno única para estas escuelas,
con cierta autonomía, cuya función sería crear planes de estudio, otorgar títulos
profesionales y nombrar profesores. Tenía el derecho de adquirir y vender
propiedades, así como administrar sus recursos; todo esto sería su parte
autónoma. El director general sería nombrado por el presidente de la República.
Igualmente, el ejecutivo quedaba autorizado para reglamentar las funciones de
la Junta de Gobierno, así como vigilar (por medio de supervisores) sus
funciones, otorgar recursos económicos según sus deseos y reformar los planes
de estudios vigentes, restaurando en esencia el plan de estudios positivistas
de Barreda (véase Proyecto de Ley Constitutiva de la Universidad Nacional, 7 de
abril de 1881). La sección I del artículo 7° señala que la enseñanza
preparatoria sería enciclopédica y rigurosamente elemental, basada, igual que en
las escuelas profesionales, en el método científico. También señala que los
estudios fundamentales seguirían la jerarquización propuesta por Barreda, es
decir, de las matemáticas, la física y la química, hasta la zoología, geografía
e historia.
Dentro del esbozo de ideas que hemos
venido señalando, una salta a la vista: la relación Estado-educación. Para
Sierra, como para Barreda, el Estado desempeñaba una función fundamental.
Aceptaba la intervención de éste siempre y cuando fuera necesaria para el avance
de la organización social. El progreso exigía la compenetración del Estado ya
que la instrucción es una necesidad social. La Universidad, aunque guiada y
financiada por el Estado, era autónoma desde el punto de vista académico: la
visión era crear una institución que empujara a la sociedad a constituirse bajo
el régimen científico (Hale, 1991, pp. 314-315).
Este primer intento no cristalizó debido
a los reclamos de católicos y liberales ortodoxos hacia el plan de estudios
positivista. Sin embrago, fue hasta 1910 que el sueño de Sierra se hizo
realidad. La ley definitiva para la constitución de la Universidad Nacional fue
expedida el 26 de mayo de dicho año. Sin grandes cambios respecto a la
propuesta original, la Universidad dependería pecuniariamente del Estado (una
cláusula autorizaba a la Universidad recibir recursos por donaciones) y el plan
de estudios para los estudios preparatorios y profesionales sería el mismo plan
positivista.
5.
Consideraciones
finales
La introducción de la
filosofía positivista en México a fines del siglo XIX responde al complicado
contexto político, económico y social del país. Lo que pareció tan atractivo de
estas propuestas es que el positivismo señalaba la necesidad no sólo de un “orden
material”, sino también de un “orden espiritual”. Este “orden espiritual”,
interpretado como una regeneración moral de la sociedad, se presentaba como un
adecuado instrumento para establecer, según la divisa positivista, la Libertad, el orden y el progreso. De
esta manera, intelectuales como Gabino Barreda y Justo Sierra estaban
completamente convencidos de que fomentar la “doctrina científica” a través de
la educación, ayudaría al país a salir de su profunda crisis.
Sin embargo, esto no significó que el
positivismo se acogiera de manera acrítica a la realidad nacional, y mucho
menos que sus defensores adoptaran una postura homogénea al respecto. Entre las
ideas de Gabino Barreda y Justo Sierra hay similitudes, pero también profundas
diferencias. El primero, con su plan de estudios para la ENP, consideró formar
alumnos con una rigurosa instrucción dentro del método científico
(nomológico-deductivo) a través de la enseñanza de materias “duras” o
“positivas”. Su objetivo no era tanto el conocimiento en sí mismo de las
matemáticas o de la física, sino inculcar en el alumnado el pensamiento
racional y lógico. Es por lo que Barreda excluyó de la formación académica
materias sociales y humanistas como la historia o la filosofía.
Por su parte, Sierra criticó el plan de estudios original por
considerarlo bastante cerrado. Para él, la formación rigurosamente científica
crearía alumnos con pensamiento mecánico y automático. En contra de este
mecanicismo, Sierra defendería una visión organicista de la realidad. Lo verdaderamente
humano, decía, es el ámbito de las ideas, del “espíritu”, que se desarrolla por
el pensamiento reflexivo; éste sólo puede ser inculcado por la filosofía. La
visión orgánica de la sociedad era, como lo demostró Sierra a lo largo de su
obra, una necesidad práctica y filosófica, además de fundamentalmente
histórica.
Bibliografía
Barreda, G. (10 de octubre de 1870). [Carta dirigida al Sr. D. Mariano
Riva Palacio]. En Estudios (3ª edición).
México: Universidad Nacional Autónoma de México.
Barreda, G. (1992). Estudios (3ª
edición). México: Universidad Nacional Autónoma de México.
Cosío Villegas, D., et al.
(1976). Historia General de México (tomo II). México: El Colegio de México.
González y González, L. (1976). “El liberalismo triunfante. Regreso de
Juárez y del civilismo”, en Villegas, C. y et al. (1976). Historia general de
México. Tomo II. México: El Colegio de México.
Hale, C. (1991). La transformación
del liberalismo en México a fines del siglo XIX. México: Vuelta.
León-Portilla, M. et. al.
(2013). Historia documental de México
(tomo II). México: Universidad
Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Históricas.
Scholes, W. (1972). Política
mexicana durante el régimen de Juárez 1855-1872. México: Fondo de Cultura
Económica.
Sierra, J. (1948). Obras completas
(vol. I). México: Universidad
Nacional Autónoma de México.
Sierra, J. (1977). Obras
completas. Educación, (vol. VIII).
México: Universidad Nacional Autónoma de México.
Zea, L. (1953). El positivismo en
México (2ª edición). México: El
Colegio de México.
Zea, L. (1968). El positivismo en
México. Nacimiento, apogeo y decadencia. México: Fondo de Cultura
Económica.
Hemerografía
Maciel, David R. (1984). Cultura, ideología y política en México,
1867-1876. Revista Relaciones,
México, vol. 5, núm. 19.
Fuentes Mares, José. (1965). La Convocatoria de 1867. Revista HMex, vol. XIV, núm.3 [55].
Fuentes electrónicas
Ley Orgánica de la Instrucción Pública en el Distrito Federal, 2 de
diciembre de 1867. Recuperado de
http://www.sep.gob.mx/work/sites/sep1/resources/LocalContent/110386/3/02.html
[1] Universidad Nacional Autónoma de México, Facultad de Estudios Superiores Acatlán, 893320@pcpuma.acatlan.unam.mx
[2] La Convocatoria de 1867 causó
gran polémica y conmoción entre el grupo liberal, a tal grado que podemos
hablar de una escisión en el partido. La idea de poder reformar la constitución
de 1857 en los términos que se propuso representaba una contradicción del
propio Benito Juárez (Véase Fuentes, J., 1965).
[3] La política centralizadora de
Juárez y el monopolio del poder en su grupo, lejos de dar soluciones, causó más
descontento y revueltas. El gabinete de Juárez prácticamente no varió desde
1858 conformándose, como los llamó Luis González y González, por el “grupo de
los treinta”: Lerdo de Tejada, Iglesias, Lafragua, Escobedo, Balcárcel, Romero,
Sóstenes Rocha, entre otros (Véase González y González, 1976).
[4] De las 34 materias a enseñar,
16 son del ramo fisicomatemático, 9 son de gramática, literatura y lenguas, 3
son de historia, 3 de filosofía y 3 son oficios prácticos. Por supuesto que
esta ley sufrió reformas y modificaciones, eliminándose materias que para los
estándares de la época eran imprácticas.
[5] Antes de 1905 no existía un
ministerio de Instrucción Pública propiamente dicho. Esta cartera y sus
obligaciones (fomentar y desarrollar la educación en México) eran ocupadas por
el ministro de Justicia. Debido a esto, en el año antes mencionado, por
iniciativa del propio Justo Sierra se creó la Secretaría de Instrucción Pública
y Bellas Artes siendo él mismo su primer titular (1905-1911).