Uribe,
María Victoria y Juan Felipe Urueña. (2019). Miedo al pueblo. Representaciones y autorrepresentaciones
de las FARC. Bogotá: Universidad del Rosario.
Anderson
Paul Gil Pérez[1]
Recibido: 2020-09-21
Aceptado: 2020-10-28
El
2 de octubre de 2016 se realizó en Colombia el llamado Plebiscito por la Paz convocado semanas atrás por el presidente
Juan Manuel Santos (ago. 2010 - ago. 2018), con el objetivo de refrendar en las
urnas e irrigar con apoyo popular, el acuerdo de paz firmado entre el gobierno
colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) el 26 de
septiembre del mismo año en Cartagena, después de cinco años de negociación. Al
finalizar aquel domingo de elecciones, gran parte de la sociedad colombiana y
la mayoría de la comunidad internacional, quedaron estupefactas al descubrir
que el ganador fue el NO con el 50.2% de los votos frente al SÍ con el restante
49.8%. Ese mismo día circularon en las redes y los medios de comunicación
innumerables análisis que se esforzaban por explicar cómo el nivel de
polarización política generada por la derecha uribista y los errores del
gobierno santista habían llevado a semejante crisis
la “anhelada paz”. Muchas de las respuestas iniciales regresaron al inicio de
la negociación y su prolongada duración; otras señalaron las mentiras,
repetidas hasta convertirse en “verdades”, que fueron expuestas por la
oposición en sus recorridos por todo el país; sin embargo, no tantos analistas
–con cierta razón por la premura que exige el rol del analista contemporáneo:
inmediatez– se remontaron a la larga historia del conflicto armado colombiano y
a la indagación de las relaciones entre el gobierno y las FARC, y estos dos
actores con la sociedad colombiana en general.
Ahora bien, cuando se lee el libro Miedo al pueblo. Representaciones y autorrepresentaciones de las FARC escrito por María
Victoria Uribe y Juan Felipe Urueña, se encuentra un análisis profundo de la
historia del conflicto entre el gobierno y las FARC, y a su vez, muchas pistas
para explicar los resultados de aquel Plebiscito
por la Paz. Como su nombre lo indica, el libro se enfoca en las
representaciones visuales y discursivas de las FARC (y su relación con el
gobierno y la sociedad) entre 1964 y 2017. Su hipótesis principal es que las
FARC y el gobierno construyeron representaciones del uno y el otro que tuvieron
el efecto de enaltecer la posición propia y disminuir la contraria, incluso
hasta el punto de autorizar la aniquilación física y simbólica del adversario
(p. 22-23).
A nivel metodológico seleccionan cinco
coyunturas que denominan acontecimientos de continuidad y transformación, los
cuales influyeron en la manera cómo el gobierno y las FARC se vieron
mutuamente. De los cincos acontecimientos, dos fueron en tiempos de
confrontación directa (toma de Marquetalia y Seguridad Democrática durante los
gobiernos de Álvaro Uribe Vélez) y los otros tres en periodos de negociación (La Uribe, El Caguán y La Habana). Los autores equiparan las
FARC con el Estado colombiano sólo en términos de la investigación académica,
pero no entran a cuestionar o legitimar las razones de su comportamiento
militar y político, y esto lo dejan claro (p. 27).
Uribe y Urueña asumen la representación en
dos sentidos. El primero se refiere a lo figurativo, es decir, lo que se usa
para mostrar algo o dejar de hacerlo (lo oculto y lo visible según quién
produce y observa), y el segundo, como ejercicio de liderar a los actores
sociales y políticos, esto es, la clásica dinámica en la que unos ciudadanos
entregan a uno de ellos la capacidad de tomar decisiones importantes en nombre
de todos. Así mismo, proponen que las representaciones en el contexto de la
violencia y el conflicto colombiano ayudan a delimitar un marco social entre aquellos
que están “adentro” de la legalidad y los que están “afuera” de ella (contexto
del adentro y el afuera, en palabras de los autores).
Las dos concepciones anteriores son
articuladas con las fórmulas de
representación, definidas como aquellas “que refieren a un conjunto de
dispositivos culturales que han sido conformados históricamente y, al mismo
tiempo, gozan de cierta estabilidad, de modo que son fácilmente reconocibles
para el lector o espectador” (p. 27). En donde las fuentes adquieren dos condiciones,
por ejemplo, las caricaturas son figurativas (acepción 1) y a la vez son
contextualizadas en tanto que son situadas en una época histórica concreta
(acepción 2). De esta forma, la representación les permite analizar la tensión
entre los dos ámbitos de la misma (lo figurativo y lo representado) y,
asimismo, sirven para “establecer y hacer prevalecer determinadas concepciones
del mundo y de los modos como los hombres se comportan y se organizan
políticamente” (p. 19). Un aspecto crucial es que Uribe y Urueña entienden la
construcción de las representaciones como un ejercicio de poder que puede dar
continuidad a la dominación social o bien investigar las relaciones de fuerza
que las produce.
¿Cuál es el sentido práctico que proponen
Uribe y Urueña frente a las representaciones? Éstas, producidas en un conflicto
largo y complejo como el colombiano, llevan a las partes inmersas en el mismo a
hacerse una idea propia y de su oponente, considerando las suyas como las
verdaderas y las del otro como las estereotipadas o tergiversadas, generando un
“dialéctica ciega” o que impide el entendimiento mutuo. En este sentido, los
autores encuentran que las caricaturas son dispositivos que permiten hacer una
lectura –estereotipada, deformada y desfigurada– de la manera cómo un lado
simplifica las complejidades del otro lado, y viceversa (p. 21).
Con base en estos fundamentos teórico-conceptuales,
Uribe y Urueña establecen cinco fórmulas de representación recurrentes en la
relación entre las FARC y el gobierno colombiano a lo largo de los más de
cincuenta años de confrontación: la primera, corresponde a la metáfora de David
y Goliat usada por el grupo guerrillero para significar la desequilibrada
capacidad bélica, en especial para criticar el abuso de la capacidad área de
las fuerzas militares, y utilizada por el gobierno para representar la
dificultad estratégica para combatir actores insurgentes que usaban armas
irregulares como cilindros bomba y minas antipersona. La segunda, tiene que ver
con el uso del binomio miedo/seguridad, sentimientos intensificados en la arena
pública a lo largo de los sesenta años de estudio, pero que cobraron mayor
valor durante los gobiernos de Álvaro Uribe Vélez, cuando con el discurso de la
guerra contra el terror fortaleció el temor ciudadano y lo avocó a un deseo
–incluso desbordado– por la seguridad sin importar sus costos. La tercera,
atiende al tópico de los acuerdos, también presente en varios momentos, que se
acompañó de desconfianza, traiciones y desacuerdos. La cuarta, se centra en la
figura de las mesas de negociación como espacios ironizados en los que fueron
puestas armas, ataúdes o autopsias, antes que ideas; y, la quinta, tiene que
ver con la paz y su símbolo más recurrente: la paloma, a la que usualmente se
le representa en medio de agresiones (pp. 37-38).
En el capítulo dos se desarrolla la gran
apuesta de la obra. Hay un significativo ir y venir entre la teoría, las
fuentes y las fórmulas de representación. Su exposición toma los cinco
acontecimientos de continuidad y transformación para revisar en cada uno de
ellos, cuáles fueron y cómo se configuraron las representaciones de las FARC y
del Estado colombiano,[2] salvo por el último (Los
Diálogos de la Habana), donde optan por presentar problemas. Desde la toma de
Marquetalia hasta el periodo de Seguridad Democrática de Uribe, es visible la
construcción histórica de representaciones recurrentes entre la sociedad
colombiana para nombrar y explicar a las FARC. La ubicación entre dos planos
sociales (el adentro y el afuera) que los autores postulan, reiteradamente,
posibilita entender esa progresiva constante en la que las FARC se transforma
de ser un grupo de autodefensas campesinas –dubitativo entre el comunismo y la
insurgencia liberal– que se protegen del Estado y la violencia bipartidista,
pasando por el periodo en el que son el ejército revolucionario con la ambición
de tomar el poder e imponer un nuevo Estado y que simbolizan agregando la sigla
EP a su denominación, hasta llegar a ser los terroristas objetivo de la
seguridad democrática y la lucha contra las drogas, dispuestos a negociar con
el gobierno ya no por la transformación del Estado (el gran objetivo), sino por
la participación política (un objetivo muy importante, pero menor en relación
al primero).
Entre tanto, Uribe y Urueña van mostrando
las representaciones de las FARC, aparecen paulatinamente los contextos
históricos de cada época: la violencia bipartidista, el tránsito al gobierno
militar de Gustavo Rojas Pinilla y su caída en manos de la coalición liberal y
conservadora. Es el plano anterior del que no se habla mucho, aunque que sí
está muy presente en las primeras páginas, en particular, cuando se refieren al
análisis de Marquetalia, aquel mito fundacional de las FARC. Luego, en el mismo
periodo las particularidades de la dinámica política que impone El Frente
Nacional y las divergencias en el abordaje de lo guerrillero (discursivo, legal
y militar) entre, por ejemplo, Carlos Lleras Restrepo y Guillermo León
Valencia. Más adelante, en los diálogos de La Uribe es visible que las
representaciones se vuelven todavía más complejas porque están presentes los
acuerdos con otros grupos guerrilleros, la inestabilidad o limitación para el
control de las fuerzas militares por parte del presidente Belisario Betancur,
el surgimiento de los narcotraficantes como actores de inestabilidad y las
aspiraciones de una Asamblea Nacional Constituyente plural que permitieran su
acceso a las FARC, algo que al final no fue posible.
La narración entre representaciones y
contexto continúa con las negociaciones de El Caguán durante el gobierno de
Andrés Pastrana (1998-2002) al hacer visible el fortalecimiento militar de las
FARC, la implementación de nuevas formas de ataque al ejército y la policía,
las tomas guerrilleras a municipios alejados del país urbano y moderno, los
problemas generados por el despeje territorial de 42.000 kilómetros entre los
departamentos del Meta y el Caquetá, la ambición de las FARC de recibir
reconocimiento de la comunidad internacional con el estatus de beligerancia, la
intervención de Estados Unidos con el Plan Colombia, pero, especialmente, la
voluntad y desconfianza de los actores (FARC y gobierno) por llegar a un
acuerdo. Esta desconfianza fue más visible, aunque no exclusiva en las FARC, a
partir del acto conocido periodísticamente como la Silla Vacía. Ante el fracaso de la negociación promovida por el
presidente Pastrana, hubo un ascenso expedito del estilo de gobierno del
presidente Álvaro Uribe Vélez y su famoso lema, “mano fuerte, corazón grande”,
que no fue más que la apuesta discursiva y representativa de llevar a los
colombianos hacia el miedo a la violencia, y, a la vez, exhibir la violencia
estatal como la única respuesta posible para garantizar la seguridad, lo que
significó la inscripción formal de Colombia a la narrativa de la guerra contra
el terrorismo, manifiesta en la entrega de la inteligencia militar colombiana
al control de Estados Unidos, además de los grandes y promocionados operativos
contra los comandantes de las FARC, el Mono Jojoy y Raúl Reyes, lo cual devino
en unas FARC, si bien no derrotadas, sí mucho más menguadas militar y
psicológicamente.
Frente a los Diálogos de la Habana
(2012-2016), durante los gobiernos del presidente Santos, que son el último
acontecimiento, los autores destacan: la “desterritorialización” [sic] de las
conversaciones, lo que permitió superar algunas de las viejas y vigentes
desconfianzas creadas desde La Uribe y El Caguán. Lo que además sirvió para
enfrentar la reticencia de parte de la opinión pública en Colombia por los
posibles alcances de las rondas de negociación y la pugna constante a la que la
oposición política, en cabeza de Álvaro Uribe Vélez, sometió tanto la
negociación como la refrendación de los acuerdos firmados por Timoleón Jiménez
(Timochenko[3]) y Juan Manuel Santos. En ese mismo contexto, se destaca el papel
de la gran prensa que mutó desde la desconfianza inicial hacía el optimismo y
la esperanza en un nuevo comienzo donde “la tensión entre armas y palabras” se
soluciona en favor de estas últimas, aspecto que fue más visible en algunos
reportajes realizados por The New York
Times, Semana y Vice.
Frente a las representaciones y la manera
cómo las muestran Uribe y Urueña, se deben destacar algunos elementos: primero,
las fuentes que utilizan enriquecen mucho el análisis porque incluyen la gran
prensa bipartidista, las tiras cómicas realizadas por las FARC, la caricatura
política de distintos espectros ideológicos, algunas pinturas, la
historiografía y la crónica. Esto permite que frente a temas claves se tengan
varias miradas y, por lo tanto, se observen heterogéneas estrategias dentro de
las fórmulas representativas generales. Segundo, la apuesta por las fórmulas de
representación permite abordar un periodo sumamente amplio y con múltiples
divergencias en la forma cómo se visualizaron los grupos guerrilleros, y
consecuentemente, establecer dichos límites permite dar una explicación más
esquemática y hacer visibles las representaciones de continuidad o permanencia,
con aquellas que fueron surgiendo coyunturalmente en cada acontecimiento.
Tercero, los binomios adentro/afuera y
amigo/enemigo con base en el Leviatán de Hobbes resultan muy
interesantes cuando muestran que la ubicación de las FARC en el afuera fue
creciendo durante cada década y se aceleró en algunos momentos, especialmente,
después de la fallida negociación de El Caguán. Y, cuarto, la síntesis en
formulas representativas que despliegan en el apartado Diálogos en La Habana: primero, armas
y palabras, segundo, alegoría de la
muerte, tercero, manos estrechándose,
cuarto, mesa de diálogo y,
quinto, la paloma de la paz (pp.
190-231).
Uribe y Urueña, al final del capítulo 2,
en el apartado Intentos de ver el rostro
más allá del tipo, comienzan a transformar su objeto de análisis de las
representaciones y autorrepresentaciones de las FARC hacia
la explicación de las causas que dificultaron la negociación en La Habana y la
posterior implementación de los acuerdos. Concluyen que el mayor problema que
enfrentó este proceso fue el aislamiento social, político y simbólico que las
FARC sufrieron, irremediablemente, a través de los cincuenta años de su lucha
armada, y que a través de representaciones públicas los mantuvo en el lugar del
otro, el enemigo, el afuera, lo
que se manifestó en el campesino, el comunista, el narcoguerrillero y, por
último, en el terrorista. Calificativos diversos que cobraron sentido en los
distintos contextos de cada uno de los cinco momentos abordados y que, según
Uribe y Urueña, prueban que las FARC todavía al final de los Diálogos de La
Habana se ubicaban en el “espacio fantasmal de la sombra del inconsciente cuyos
habitantes son incluso comparados, hasta cierto punto, con las tribus aisladas
del Amazonas. En el mejor de los casos, con la narrativa compasiva del buen
salvaje, y en el peor con la terrorífica del caníbal” (p. 236-237).
El capítulo 3 de la obra no trata tanto de
las representaciones de las FARC, sino del análisis de un escenario complejo
para el Proceso de Reincorporación de los exguerrilleros. Uribe y Urueña lo
señalan como una mirada, sucinta por demás, a la transición del afuera hacia el
adentro, que tuvo tres fases: revuelta, liminalidad e incorporación
(pp. 240), con distintos momentos como la elección de la lucha armada
(momento individual, no histórico), la firma del acuerdo, la entrega de armas,
el asentamiento en las Zonas Veredales de Transición y Normalización (ZVTN)
–convertidas posteriormente en Espacios de Reincorporación y Capacitación–, y
la incorporación final. Los principales riesgos se encuentran cuando los
excombatientes están en las ZVTN porque allí comienzan a enfrentarse al rechazo
de la sociedad, al peligro en acecho que son las fuerzas militares y los
paramilitares, al temor histórico por la forma cómo fue exterminada la UP
(Unión Patriótica) a finales de los ochenta, y las diferentes “trabas”
burocráticas para ser parte del adentro
(bancarizarse, tramitar cédula y recuperar su nombre) y recibir apoyos
(transferencias monetarias, educación, emprendimiento).
Este último capítulo señala rutas de
análisis para un proceso más denso sobre el cual la sociedad colombiana apenas
está transitando (cojeando y en medio de la polarización que implicó la retoma
del poder político-institucional por parte de la extrema derecha en agosto de
2018 con la victoria de Iván Duque Márquez, el candidato de Álvaro Uribe
Vélez). Sin embargo, es un capítulo que no está del todo conectado con la obra.
Primero, porque va más allá de las representaciones y autorrepresentaciones
de las FARC, que es el marco de análisis que los autores plantearon en la
introducción y el capítulo 1. Segundo, porque no es claro cómo lo vinculan con
el apartado teórico, en cuanto a las fórmulas de representación. Es posible que
aun cuando los autores no lo digan, este capítulo sea el inicio de un nuevo
proyecto donde podrían comparar la incidencia de las representaciones
construidas en más de cincuenta años de lucha entre las FARC y el gobierno en
el proceso de reincorporación de los exguerrilleros, lo que sin duda será el
camino para nuevas formas de verse y contarse de los excombatientes (los que
estén afuera y adentro del partido FARC) y de la sociedad en su conjunto, en
una todavía muy vigente disputa porque una porción de colombianos lleguen al
“adentro” y logren romper con esa “dialéctica ciega” en la que los actores se
han representado durante poco más de medio siglo.
[1] Universidad Autónoma de Sinaloa,
andersonpaulgp@gmail.com
[2]
Más que en las representaciones del Estado colombiano, los autores se centran
en las representaciones del gobierno y las fuerzas militares, aunque en algunos
casos dan cuenta de otras instituciones y de los medios de comunicación. Sin
embargo, las instituciones del poder judicial y legislativo están muy ausentes,
con lo que no es claro si las FARC representaron al gobierno como un cúmulo de
ejecutivo, judicial y legislativo, o no fabricaron una representación
particular de jueces y senadores (aunque frente a esto último, se incluyen
representaciones desde la FARC hacía los políticos, en un sentido muy general y
siempre desde la óptica de la corrupción).
[3]
Timochenko una vez reincorporado
recuperó su nombre, Rodrigo Londoño Echeverri.