Tiempos de reafirmación liberal. Un acercamiento iconográfico al primer frontispicio de la revista El Renacimiento por Hesiquio Iriarte

 

Times of Liberal Reaffirmation. An Iconographic Approach to the First Frontispiece of the Magazine El Renacimiento by Hesiquio Iriarte

Juan Alfonso Milán López

 

Resumen

La República Restaurada fue un periodo en el que resurgió con fuerza el trabajo literario encabezado por Ignacio Manuel Altamirano, quien a través de la prensa dilucidó sobre el futuro de la literatura como un medio de reconciliación nacional. Para tal fin Altamirano fundó la revista El Renacimiento. La publicación contó con litografías, sobresalió su primer el frontispicio, el cual, por sus elementos iconográficos nos hace advertir la representación alegórica del resurgir intelectual.

Palabras clave: literatura mexicana, litografía, siglo XIX, iconografía.

 

Abstract

The Restored Republic was a period in which literary work resurfaced with force, led by Ignacio Manuel Altamirano, who through the press elucidated the future of literature as a means of national reconciliation. To this end, Altamirano founded the magazine El Renacimiento. The publication had lithographs, the first frontispiece stood out, which, by its iconographic elements makes us notice the allegorical representation of the intellectual revival.

Keywords: Mexican Literature, Lithography, 19th Century, Iconography.

 

Recbido: 2020-07-14

Aceptado: 2020-11-16


 

Introducción

Hacia el mes de mayo de 1867 el escritor y coronel guerrerense Ignacio Manuel Altamirano se encontraba en Querétaro, como parte del ejército republicano que sitiaba a los últimos imperialistas que sostenían a Maximiliano de Habsburgo. Todo concluyó el 19 de junio cuando el malogrado emperador fue fusilado. Con ese hecho terminaron diez años de guerra en México. Lapso en el que, la literatura nacional sufrió un estancamiento. Pero Altamirano, como muchos de sus contemporáneos intelectuales que habían tomado las armas, volvió a retomar el pulso literario. La actividad creadora era visible y se extendía con fuerza. Esta efervescencia fue atendida por diferentes editores de la capital quienes pusieron sus prensas a las órdenes de los entusiastas escritores para que dieran a conocer sus impresiones sobre la patria, la ciencia, el arte y la historia. Así fue como el polígrafo liberal testimonió ese movimiento: “hoy se están publicano a un tiempo novelas, poesías, folletines, artículos de costumbres y estudios históricos, toda obra de jóvenes mexicanos, impulsados por el entusiasmo que cunde más cada día” Altamirano (1868, pp. 8-9). Este resurgir le dio un respiro al lector acostumbrado a noticias bélicas y debates políticos, pero también fue un esfuerzo pedagógico de los autores por educar a la población sobre la historia nacional y sus costumbres. Fue una empresa que tenía como fin consolidar a la literatura nacional y dotarla de características propias. Materia prima existía de sobra. Allí estaban, como lo refirió también Altamirano, las glorias recién logradas en el campo de batalla, las leyendas coloniales, las ruinas mesoamericanas, los paisajes naturales y las ciudades ornamentadas por ricos estilos barrocos y neoclásicos para que los autores hicieran uso de ellos en sus temas.

Aprovechando esta circunstancia, Altamirano pensó en un órgano editorial que contribuyera a esta tarea, y que fuera, al mismo tiempo, un puente en donde la intelectualidad simpatizante del conservadurismo recién vencido abonara al quehacer literario. En este sentido, Pascual Gay argumentó que el triunfo liberal, en “lugar de estigmatizar a los conservadores, sirvió para congregar a aquellos intelectuales, independientemente de su filiación ideológica y política, interesados en refundar la nación también en lo cultural” (2013, p. 31). Es así, que, desde el título de la publicación proyectada para tal fin, El Renacimiento, se advertía la necesidad que tenía la nación, sobre todo su literatura, de resurgir después de un periodo de inestabilidad política y de poca producción cultural, además de darle cabida a “los escritores más característicos, las corrientes literarias más destacadas, los valores culturales más fértiles, todas ideas y creencias, de todas edades y merecimientos” (Batis, 1963, pp. 78-79).

La idea de establecer esta revista también tuvo su origen en una serie de veladas literarias que comenzaron a finales de 1867 y que se prolongaron durante el año siguiente. Estos eventos se organizaron en domicilios de diferentes liberales connotados, entre ellos: Mariano Riva Palacio y Rafael Martínez de la Torre. En las tertulias se dieron a conocer jóvenes literatos como: Justo Sierra, Martín Fernández de Jáuregui y Gonzalo A. Esteva, entre muchos otros. Altamirano advirtió que estas reuniones eran onerosas, por lo que pidió a los anfitriones regulares suspenderlas y destinar los recursos a la publicación de los poemas y discursos que se habían leído en las primeras veladas.

Para finales de 1868 se informó en la prensa capitalina con bombo y platillo la aparición del primer número de la revista literaria para el 2 de enero de 1869. Los objetivos planteados por su creador quedaron definidos de la siguiente manera en el anuncio del diario La Iberia:

 

Es una verdad que el público mexicano se muestra cada día más protector de las bellas letras y merced a esto el movimiento que ha tenido lugar de algunos meses a esta parte habla en muy alto a favor del progreso intelectual de nuestro país. Con esta confianza y deseosos de impulsar en cuanto nos sea posible los adelantos de la juventud, procurando al mismo tiempo el recreo honroso y útil de las familias, nos hemos decidido a publicar un periódico semanario consagrado exclusivamente a la literatura. Por esta razón, sin distinguir colores políticos, hemos consagrado su redacción a los literatos más conocidos de esta capital; y con ese motivo hacemos un llamamiento a todas las personas que cultivan las bellas artes, a fin de que enriquezcan nuestra publicación con las producciones que sirvan a enviarnos (La Iberia, 1869, 23 de diciembre).

 

La respuesta positiva de los organizadores de las veladas literarias no se hizo esperar, y abonaron a la creación de la publicación. Así se constató en el primer número de El Renacimiento: “La misma familia literaria que estableció las primeras reuniones el año pasado, es la que viene hoy a patrocinar y a plantar este joven árbol que no arraigará sino con la protección generosa de nuestros compatriotas que no pueden ver con indiferencia los adelantos de su país” (Altamirano, 1869, p. 5). Para el escritor guerrerense fue de suma importancia proteger, velar y de algún modo tutelar a la nueva generación de literatos: “Con el objeto, pues, de que haya en la capital de la República un órgano de estos trabajos, un foco de entusiasmo y de animación para la juventud estudiosa de México, hemos fundado este periódico” (Altamirano, 1869, p. 5). La publicación quedó a cargo de la casa editorial Francisco Díaz de León y Santiago White. En el tomo uno, que comprendía de enero a junio, tuvo a Ignacio Manuel Altamirano y Gonzalo A. Esteva como editores e Ignacio Ramírez, José Sebastián Segura, Guillermo Prieto, Manuel Peredo y Justo Sierra como responsables de la redacción. En el tomo dos, de junio a diciembre, Díaz de León y White fungieron como editores y Altamirano como redactor en jefe. Cada tomo estuvo conformado por pliegos que constaban de ocho páginas. El precio de la suscripción mensual valía un peso, los folios sueltos dos y medio reales. La revista se distribuía los sábados en la misma imprenta Díaz de León y White ubicada en la segunda de Monterilla número 12, así como en otras casas editoriales como La Librería J. M. Aguilar y Ortiz (La Iberia, 1869, 23 de diciembre).

La invitación a contribuir al enriquecimiento de la cultura nacional fue escuchada por otra parte de la comunidad artística, muy visible y proactiva durante los últimos años, el gremio de los litógrafos. Cada folio de la revista contó con una litografía a dos tintas, la cual, servía como apoyo visual ya fuera como acompañante de alguna biografía o para remitirse a un espacio geográfico. El frontispicio de tipo arquitectónico se añadió cuando se ofreció al lector todos los pliegos del primer tomo encuadernado. En las siguientes páginas se analizará la representación alegórica de esta portada. Comenzaremos por reflexionar sobre la importancia de la litografía en las publicaciones periódicas y los orígenes de los frontispicios.

 

La litografía en las publicaciones periódicas del siglo XIX

 

Hay que recordar que la técnica litográfica surgió, como lo informa María Esther Pérez Salas (2005), hacia finales del siglo XVIII en Europa, y que encontró cabida en México en la década de los veinte del siglo siguiente, consolidándose un par de décadas más tarde. Las imágenes en las publicaciones periódicas daban “la oportunidad de percibir visualmente lo que no se conocía de manera directa, como objetos, ciudades, monumentos y personajes” (Pérez Salas, 2005, p. 88). Esta autora argumenta que las litografías tenían un fin didáctico, y destacaban los siguientes temas: imágenes científicas, que plasmaban cuestiones sobre la biología y zoología; los retratos, que acompañaban las biografías de personajes ilustres nacionales y extranjeros; las escenas literarias, que recreaban los momentos culminantes de las novelas; las arqueológicas, vistas que reivindicaban el pasado prehispánico, al mostrar ruinas, ídolos y enseres de piedra; escenas costumbristas, modelo importado de Europa, pero que daba tintes nacionales a los oficios, las costumbres y tradiciones arraigadas en el país; el paisaje urbano, copias casi exactas de los edificios y plazas de las principales ciudades; el paisaje natural, la muestra magnificente de un país exótico y rico en bellezas naturales. Habría que sumar a la lista cuestiones sobre religión y moda.

La inclusión de litografías en las publicaciones periódicas fue una práctica bastante común durante la época. En los años previos a la publicación de El Renacimiento, es decir, en la Guerra de Reforma y la Intervención Francesa, el uso de litografía en la prensa sirvió al bando liberal para caricaturizar al enemigo y exaltar los triunfos republicanos por medio de escenas de guerra y retratos de los involucrados. De tal suerte que al restaurarse la república el oficio gozaba de cabal salud, y su incorporación al quehacer literario se dio de manera natural.

 

La estructura de los frontispicios

 

Se llama frontispicio o frontis a la portada que ilustra un libro. Desde el siglo XVI el frontispicio era un espacio reservado para los datos de identificación: título, nombre del autor y de la imprenta. Dore Curvadic (2014) señaló que el uso de frontis se utilizó masivamente en la práctica editorial occidental hasta inicios del siglo XX. “Su estudio pertenece al campo de investigación de las relaciones texto-imagen en la literatura. En su función de paratexto o programador de lectura, supone una excelente manifestación, a nivel visual, de los objetivos y de la visión de mundo de los editores del libro en el que se inserta” (Dore Curvadic, 2014, p. 200). Los frontis solían presentar escenas costumbristas, un individuo realizando un oficio, figuras alegóricas que representaban la guerra o la heroicidad cuando se trataba de alguna novela histórica, o simplemente el retrato del autor. Pero muchos frontispicios también hacían una clara referencia a la arquitectura, como es el caso de la portada de El Renacimiento. Se colocaban fachadas como la de los templos o arcos triunfales, pero también retablos con todos sus elementos decorativos: columnas, basamentos, frisos, frontones, etcétera. Los frontispicios de tipo arquitectónico además de informar sobre las generalidades de la obra también representaban una entrada al contenido, esto con un fuerte componente simbólico sobre el libro, primeramente, como objeto material, es decir, el texto es un templo al que el lector se introduce por esa portada hacia la sabiduría, pero la alegoría tenía que ver también con figuras mitológicas, que se relacionaban con los temas que trataba la publicación.

José Luis Herrera Morillas (2015) nos indica que el origen de los frontispicios proviene de los Países Bajos, y que se introdujo su uso en los textos españoles hacia mediados del siglo XVI. César Manrique Figueroa (2019) por su parte, ha documentado que miembros del clero regular y secular de la Nueva España poseían en sus colecciones textos provenientes de Europa, concretamente de Amberes, región pionera en la utilización de estos recursos visuales. Dos textos que estaban en manos privadas durante las primeras décadas de vida virreinal fueron Biblia sacra hebraice chaldaice graece & latine y Platonis opera quae extant omnia. Margarita Fernández Larralde (2005) comenta en su estudio sobre grabado novohispano que los miembros del clero enseñaban las ilustraciones que traían consigo de Europa a los nativos para así evangelizarlos, pero cosa importante, las imágenes también se utilizaron como modelo para las construcciones religiosas venideras.

 

Los pintores de estos murales –en su mayoría indios– trabajaban en grupos itinerantes dirigidos por un tlacuilotecuhtli (maestro pintor) o por un artista español. Eran adiestrados en las escuelas conventuales de artes manuales y fueron desde tiempos antiguos hábiles en copiar grabados traídos de Europa en cantidades considerables. Estos modelos consistían normalmente en impresos sueltos o frontispicios de libros enviados directamente a las bibliotecas de los conventos o a libreros urbanos (E. de Gerlero, 1990, p. 267).

 

La relación entre los frontispicios en los libros y la arquitectura tanto de las fachadas de los templos al exterior, como la de los retablos en su interior fue tal, que “las litografías sirvieron como modelos a seguir por entalladores, y los retablos, a su vez, como modelo para los grabadores, por eso la estampa arquitectónica adquirió para los tratados arquitectónicos una gran relevancia” (Hernández, 2009, p. 166).

Un dibujo de una persona

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Cuadro de texto: Imagen 1.- Frontispicio Biblia sacra hebraice chaldaice graece & latine, ca. 1569, estructura tipo puerta, calcografía.  

 

 

 


Un dibujo de una persona

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Cuadro de texto: Imagen 2.- Frontispicio, Iqvattrolibri dell architettvra, ca. 1570, estructura tipo retablo, calcografía.  

 

 

 


La estructura compositiva de los frontispicios, es decir, los elementos arquitectónicos que la componen, nos ayudan a clasificarlos, podemos tener puertas, retablos y monumentos. Quizá las diferencias sean mínimas, pero ante los ojos avezados los ornamentos y su distribución permiten conocer el tipo de estructura con la que nos encontramos. Por ejemplo, para saber que es una puerta, basta observar que predomina el vano central, de otros elementos compositivos, hay que decir, que, en todos los casos, en el vano se colocaba el nombre de la publicación, autor, año e imprenta. Identificamos la forma del retablo porque observamos esculturas montadas en las calles, hay, además, hornacinas, predelas o zócalos y áticos.[1] El monumento escultórico suele ser menos elaborado, basta con formas arquitectónicas simples, sin tantos adornos los ejemplos más comunes son los arcos o podemos encontrar monumentos funerarios. El estilo arquitectónico de los frontispicios abarca desde el manierismo hasta el barroco y el neoclásico.

En cuanto al tipo de iconografía que acompaña a la estructura arquitectónica, ésta según José Luis Herrera (2015) se puede clasificar en dos. La ornamental, las orlas vegetales, floreros, columnas, jarrones, roleos, animales fantásticos, mascarones, trofeos, entre otros. La segunda son las alegorías que suelen estar representadas por figuras humanas que hacen referencia a virtudes (fe, caridad y esperanza) o que portan atributos representativos de conceptos tales como religión, política, geografía, artes o justicia. Las alegorías se solían ubicar a los costados del vano central, sobre pedestales, basamentos o delante de pilastras o columnas.

 

Los frontispicios en las publicaciones mexicanas

 

Pero ¿cuándo comenzaron a realizarse frontispicios de tipo arquitectónico en las publicaciones nacionales? Habría que remitirnos a la historia de la imprenta en México. Idalia García (2015) nos comenta que es difícil distinguir las publicaciones españolas de las virreinales a final del siglo XVI, por la razón de que los primeros operarios en tierras americanas eran europeos quienes habían aprendido el oficio en sus lugares de origen. A principios del siglo XVII se observa una disminución en la calidad de los impresos que se editaban en la Nueva España, esto nos habla de la poca destreza de los impresores, pero que fueron perfeccionando con el paso de los años. Para embellecer sus textos, Grañén (1994) nos indica que los editores intercambiaran entre sí sus grabados y sus placas de metal, muchas traídas de Sevilla, lo que revela una fuerte relación entre los impresores novohispanos. No fue sino hasta el siglo XVIII cuando comenzaron a producirse materiales tipográficos en la Colonia “por fundidores de letras y abridores de punzones que formaban ya un gremio particular” (García, 2015, pp. 125-127). A finales de ese siglo y principios del XIX, la relación entre editores y grabadores era estrecha, pues los primeros necesitaban cajistas, tiradores, entintadores, correctores de pruebas y encuadernadores. En lo que toca a los grabados se necesitaba de dibujantes y delineadores, quienes hacían los diseños para grabar, principalmente en placas de metal.[2] Con la introducción de la litografía en México por Claudio Linati, justo después de obtener la independencia, los costos de impresión se abarataron y el grabado con matriz de metal cedió su lugar a la litografía. Los frontispicios con modelo arquitectónico continuaron insertándose en las publicaciones periódicas, portadas garigoleadas que además de servir como gancho publicitario para la imprenta, daban entrada a la historia. Destacaron, por ejemplo, la portada de El Gallo Pitagórico de 1845 (imagen 3), en la que encontramos una puerta de estilo manierista, caracterizada por la abundancia de las formas difíciles y poco naturales, adornada por orlas vegetales en las pilastras; o el arco rebajado de orden neoclásico representado en el frontis de El Museo Mexicano, también de 1845. Llama la atención, el frontispicio tipo puerta de la revista literaria La Ilustración Mexicana (imagen 4) tomo uno de 1851, cuyos personajes alegóricos fueron referente para el trabajo presentado en la portada de El Renacimiento.

 

Un dibujo de una persona

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Cuadro de texto: Imagen 3.- Frontispicio El gallo pitagórico, 1845, estructura tipo puerta, litografía.  

 

 


Un dibujo de una persona

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Cuadro de texto: Imagen 4.- Frontispicio La Ilustración Mexicana, 1851, estructura tipo puerta, litografía.  

 

 


El frontispicio de la revista El Renacimiento

 

¿Cuáles fueron los temas y quiénes los encargados del trabajo litográfico de El Renacimiento? El anuncio de La Iberia sobre la próxima publicación de la revista adelantaba que contaría con imágenes, para “darle mayor atractivo”, y que estaba ya en contacto con varios artistas para que cada número incluyera una litografía, pero no aclaraba el nombre de los artistas o de la casa litográfica que se encargaría del trabajo. En quien recayó la tarea fue Hesiquio Iriarte, un prolijo dibujante, que hacía el final de la década de los sesenta contó con su propio taller litográfico.[3] Las 35 litografías que se presentaron durante el primer tomo se dividen en dos: retratos y paisajes,[4] aunque también tenemos una litografía de antigüedades prehispánicas, un mapa de Jonuta, así como un elaborado frontispicio.

Para la época en que Iriarte realizó este trabajo contaba ya con mucha experiencia. Un proyecto importante fue su colaboración para la revista literaria La Ilustración Mexicana, en donde compartió talento con otro afamado artista del lápiz, Casimiro Castro, éste último se encargó del frontis de aquella revista.

La mayoría de las litografías de las revistas literarias funcionaba para ilustrar un artículo, no obstante, los frontispicios en ocasiones son complicados de leer. Hablemos primero de los ornamentos. En el frontis de La Ilustración Mexicana, tenemos una puerta del gusto neoclásico con columnas corintias y un arco de medio punto con un busto en la clave. Hay figuras femeninas que están allí no por azar, sino que tienen un significado alegórico concreto. Montserrat Gali (1995) comentó que la literatura romántica está llena de asociaciones entre las mujeres y las bellas artes, principalmente la poesía y música, y en este frontis se aprecia esta relación, ya que está bellamente ornamentado “con las artes”. Esta afirmación se puede corroborar por algunos elementos iconográficos que portan las ninfas.[5] En lo que respecta a las que están en base: la del lado derecho lleva una paleta en clara referencia a la pintura; la que está a la izquierda un pergamino que haría alusión a la poesía. La ninfa que se encuentra en el extradós izquierdo del arco lleva un libro en referencia a la literatura.[6]

En cuanto al estilo arquitectónico, el frontis de El Renacimiento (imagen 5) es neoclásico, su composición es del tipo retablo. En la introducción de la revista “se declaró hacer renacer de las cenizas dejadas por el fuego de la guerra el canto del Ave Fénix, que la incertidumbre política había hecho enmudecer” (Castro y Curiel, 2003, p. 487). Iriarte insertó a esta ave mitológica como metáfora del renacer intelectual del país, pero también incluyó cinco figuras femeninas, algunas concuerdan con las que aparecen en La Ilustración Mexicana.

La escena resulta una especie de glorificación enmarcada en un altar con columnas salomónicas que sirven de entrecalles las cuales están adornadas por grutescos vegetales. En la predela, justo en la casa central se encuentra el medallón con el Ave Fénix, flanqueado por un par de querubines.

En las casas laterales tenemos dos ninfas. ¿Quiénes son y cuál su significado para el renacer literario? La presencia femenina para los redactores de El Renacimiento fue importante, sobre todo como fuente de inspiración y de belleza desde la cultura griega, “estos sectores de la sociedad tuvieron una relevancia fundamental a causa de su potencial creativo, maleabilidad y conductibilidad inherentes en aquel estadio histórico”. (Mercado, 2019, p. 117)

 

Un dibujo en blanco y negro

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Cuadro de texto: Imagen 5.- Frontispicio El Renacimiento, 1869, estructura tipo retablo, litografía.  

 

 


Diagrama

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Cuadro de texto: Imagen 6.- Estructura del frontispicio El Renacimiento, 1869.  

 

 


Si atendemos una vez más a la iconografía, la que sostiene una lira representaría a la música, y la que lleva la paleta, a la pintura; empero estas presencias femeninas también podrían estar relacionadas con algunas musas griegas, quienes se identifican por llevar los mismos atributos iconográficos.  

Para explorar esta posibilidad, nos parece pertinente remitirnos a la simpatía de Altamirano profesó por las culturas clásicas, así como su influencia como raíz y modelo para construir la literatura nacional. En Revistas Literarias de México el maestro expresó que era fundamental conocer las escuelas literarias del mundo, mas no imitarlas para crear una propia, pero había que comenzar por las civilizaciones fundacionales de Occidente: Grecia y Roma. ¿Qué aspectos son relevantes para Altamirano de estas culturas? En la introducción de El Renacimiento, el autor guerrerense sentenció que sus colegas “discípulos de las musas”[7] tuvieron que colgar sus liras a consecuencia de la guerra, y que a partir de la nueva escena intelectual los colaboradores de la revista iban a mezclar lo útil con lo dulce, “[…] según la recomendación del poeta, daremos en cada entrega artículos históricos, biográficos, descripciones de nuestro país, estudios críticos y morales” (Altamirano, 1869, p. 5). Utile et dulce, fue la recomendación que hizo Horacio en su Epístola los pisones sobre cómo debían los jóvenes autores escribir sus obras. La frase alude a que el trabajo literario tendría que ser útil y entretenido a la vez. Era útil en el sentido que ayudara a la reconciliación nacional, educara a la población y alentara el patriotismo. Entretenida mientras se ciñera a los cánones del romanticismo: entusiasta de los paisajes, rescatara las costumbres, celebrara el amor y la valentía, es decir, que causara grandes impresiones como los cantos de Tirteo.[8]

Ahora bien, las veladas literarias en donde se poetizaban las epopeyas y la historia patria resultaban similares a la historia oral practicada por los griegos. La dificultad, estaba, en que la palabra hablada —advirtió Altamirano— corría el riesgo de reducirse a ser solo el cuento breve que utilizaban las nodrizas para entretener a los niños. De ahí la necesidad de consolidar la palabra escrita por sus medios técnicos (imprenta) pero también por sus géneros. Si bien los griegos estaban aún lejos de la reproductividad técnica, cultivaron la poesía épica, la poesía dramática, la poesía lírica, el apólogo esópico, la historia y la poesía religiosa. “Se quedó todavía en infancia respecto de la novela” (Altamirano, 1868, p. 18), pero les otorgó el mérito de implantar el embrión del género.

En su estudio sobre la evolución de la novela, en Revistas Literarias de México Altamirano hizo referencia a las características de la poesía: épica, dramática, lírica y religiosa. Si recordamos la mitología griega, son las musas quienes inspiran algunos de estos cantares, cada una de ellas, nueve en total, tenían una descripción particular, misma que ha sido representada en varias ocasiones por la historia del arte. Ellas son Calíope, Clío, Erato, Euterpe, Melpómene, Polimnia, Talía, Terpsícore y Urania.[9] Hay que revisar la iconografía de cada una de ellas para saber de quién se trata. García Villarán (2010) nos menciona que estas deidades menores se representan en numerosas pinturas, dibujos y en vasijas: “usan túnicas blancas, peinado griego, canon de belleza clásico y cada una porta en sus manos el instrumento de su virtud” (2010, p. 7). En la representación de Iriarte, algunas de estas ninfas cumplen las características que enuncia García Villarán, interesa saber aquí, el significado de los objetos e instrumentos que las acompañan. El más obvio es la lira que se encuentra al costado de la figura femenina sedente ubicada en la casa izquierda de la predela. La musa a la que tradicionalmente se le ha identificado con este instrumento es Erato. La etimología de su nombre proviene del dios Eros, se relaciona con el erotismo y con el amor. Es musa de poesía amorosa, la cual Altamirano definió así: “se transmitía por la tradición, y se conserva por la juventud y el amor, que hacían del instinto un libro siempre nuevo” (Altamirano, 1868, p. 19).

En el segundo piso del frontis podemos observar a dos musas de pie sobre peanas laterales en cada una de las calles. La del lado derecho lleva un pergamino en la mano izquierda. Ella correspondería a Calíope, cuyo significado es “de bella voz”, musa de la elocuencia o la poesía épica. Aunque su iconografía ha incluido en la historia del arte instrumentos musicales como la flauta o la lira, también se le representa con un pergamino o papiro abierto en sus manos y la razón tiene que ver “con su condición de divina recitadora” (Rodríguez, 2004, p. 470). Para Altamirano la poesía épica “se aprendía por el entusiasmo y se eternizaba por la gloria” (Altamirano, 1868, p. 20). La musa sedente que se encuentra en el ático sostiene un libro entre las manos, ella podría tratarse de Clío, a quien identificamos precisamente por este atributo, en ocasiones esta musa sostiene un volumen abierto en el que puede leerse una inscripción, indicio de la importancia de la escritura para la cultura, pero también suele retratarse rodeada de otros textos, justo como lo que vemos en esta litografía.  

Pero la interpretación del frontispicio queda abierta a más posibilidades, Nicole Giron (2007), por ejemplo, señaló que la ninfa que descansa sobre la peana izquierda es “una bella dama armada de madera y buril que representa al arte del grabado” (2007, p. 119) y que su compañera es el arte de la palabra, es decir, la elocuencia, quien correspondería a Calíope. Indica también que la fémina del ático es una alegoría que representa al pueblo, pero no desdeña la influencia de la cultura griega, al señalar que “el pueblo discípulo de Horacio se deleita e instruye con libros” (2007, p. 120).

Existen otras dos alegorías en el frontis que sirven para fortalecer la idea del renacer nacional. El primero, es el amanecer que yergue sobre el horizonte, virgen y vigoroso, tal como debería ser la literatura nacional, según Altamirano. La única edificación que se observa es precisamente la estructura neoclásica del frontis, inspirada en la cultura griega, germen de los géneros que inspiran a la novela, y que servirán para moldear el quehacer artístico y literario de México a partir de ese momento. El mascarón del centro es una clara reminiscencia al pasado prehispánico, concretamente a la figura de Tláloc, “con sus ojos de círculos concéntricos y característica bigotera” (Jiménez, 2014, p. 50). Su presencia estaría relacionada con la necesidad de integrar al pasado indígena como un pilar más de la literatura nacional, y por qué no decirlo, otro medio más para la reconciliación. Ahí estaba, por ejemplo, la colaboración constante de José María Roa Bárcena, antiguo imperialista, en las páginas de El Renacimiento, entusiasta del pasado prehispánico quien pidió que se explorara los anales de Tula, Texcoco y México en los días precedentes a la Conquista española. El dios del agua, “parece vivir un idilio con las artes renacentistas llevaría la fecundidad del saber y el progreso a un Anáhuac […] donde alumbraría el sol del oriente” (Giron, 2007, p. 120). Las referencias entre el pasado prehispánico y las culturas clásicas continuaron en las páginas de El Renacimiento. En el tomo dos de la revista, Iriarte utilizó la Piedra del Sol como frontispicio, y continuó con el trabajo litográfico de la publicación incluso en su segunda época, ya sin la presencia física de Altamirano. En la portada de 1893, incluyó la imagen de las estatuas de Colón y Cuauhtémoc, así como la musa Erato junto con su lira en un medallón central. 

 

Conclusiones

 

El frontispicio de El Renacimiento no sólo se puede interpretar como una señal del resurgimiento literario, de la utilidad de la prensa por expandir las letras o la consolidación de la novela como el género por excelencia, vía por la cual, se fomentarían los sentimientos por la patria. Coincide, de alguna manera, con todas las actividades culturales que florecieron en los años inmediatos. No sólo proliferaron las revistas literarias por todo el país, también vieron la luz asociaciones literarias como la Sociedad Nezahualcóyotl (1868), integrada por jóvenes escritores; aparecieron agrupaciones que promovían el teatro como la sociedad Juan Ruíz de Alarcón (1875); se fundó además el Conservatorio Nacional de Música (1868) y resurgió con fuerza el trabajo intelectual en el seno del Liceo Hidalgo (1872). En lo que toca al trabajo litográfico, podemos afirmar, su cenit se presentó justo después de la victoria definitiva de Benito Juárez, fue un arma que se utilizó con eficacia para alentar el espíritu doctrinario del liberalismo en los años posteriores. Durante 1868 y 1869, aparecieron novelas históricas ampliamente reseñadas en El Renacimiento que contaron con la colaboración de artistas como Constantino Escalante o Santiago Hernández. Hesiquio Iriarte contribuyó con el proyecto de El libro rojo (1869-1870) y para 1892 se asoció con Francisco Díaz de León con quien inició un pequeño taller de fotograbado.

 

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[1] El vano central es una apertura o hueco que permite la entrada de luz. La hornacina es un nicho hueco para colocar dentro de él, alguna escultura. La predela o zócalo es la plataforma en que se asienta un altar, mientras que el ático es la parte superior de un retablo. 

[2] Existían dos tipos de grabado: calcografía que tenía por matriz una placa de metal y la xilografía cuya matriz era la madera. Para realizar una litografía se requería de una piedra calcárea, material más barato, y que daba la posibilidad de realizar más copias.

[3] Un aspecto común de las litografías es que al pie de la imagen se solía colocar el nombre del dibujante y el nombre del taller. En algunos trabajos, por ejemplo, en El libro rojo, las estampas fueron dibujadas por Primitivo Miranda y litografiadas en el taller de Iriarte. De tal suerte que, aunque las litografías de El Renacimiento están firmadas por Iriarte, no sabemos con exactitud si él dibujó y litografió las imágenes o si alguien las dibujó e Iriarte hizo solo el trabajo editorial. Carlos Illades, (2004) menciona que en El Renacimiento ocasionalmente, colaboraba con trabajos litográficos Hipólito Salazar, pero las litografías que se le atribuyen no están firmadas.

[4] Los retratos son: Charles Dickens, Vidal Alcocer, Manuel López Cotilla, Fernando Orozco y Berra, Rafael Roa Bárcena, Hernán Cortés, Melesio Morales, Carolina Civili, Emilio Castelar y Florencio M. del Castillo; y los paisajes rurales y urbanos son: Tivoli, El Descendimiento, Vista de Heidelberg, Gran Tonel de Heidelberg, Puente de Santa Cruz, Vista General de Jalapa, Barranca del Muerto, Cascada de Regla, Ferrocarril de Tlalpan, Barranca de Metlac, Volcán de Colima, Tívoli de San Cosme, Vista de Cuernavaca.

[5] Luis G. Pastor (1866) en su diccionario de iconología estableció que las artes se representan por un niño con un fuego en la cabeza, pero que, para identificar el tipo de arte, se les debe añadir “atributos” del arte que se quiera representar.

[6] En la historia del arte hay ejemplos de figuras femeninas representando a las artes. En la pintura “Alegoría de las Bellas Artes”, pintada por Antonio Cortina Farinós, la música se identifica por llevar una lira; la poesía porque escribe en unos papeles; la arquitectura por una escuadra; la escultura trabaja tallando un busto, y la pintura por la paleta y el pincel.

[7] En Revistas Literarias de México, Altamirano hizo otra referencia a las musas, al comentar que ellas habían callado por el fragor de la guerra, y que los polígrafos tuvieron que descender del monte de Helicón, próximo al Parnaso.

[8] Tirteo fue un poeta espartano que combatió durante la segunda Guerra Mesenia (650 a. C.). De su experiencia en la guerra compuso poemas que después fueron organizados en cinco libros de elegías, en éstos se exalta el valor de los guerreros, la necesidad de buscar la concordia entre los ciudadanos para el bien común, así como la afirmación moral de la patria. Sus elegías solían ser recitadas entre los soldados. El valor educativo de sus cantares fue tal, que pronto se expandieron más allá de Esparta.

[9] No siempre se ha representado a las nueve musas juntas, tenemos por ejemplo la pintura “Clío, Euterpe y Thalía, musas de la historia, de la música y de la comedia” de Eustache Le Sueur o “Cuatro musas” de François Lemoyne.