Arguedas. Una antropología del encierro: la
novela El Sexto
Arguedas: An anthropology of the
confinement
Alejandro Ríos Miranda[1]
Los hombres son ayudas de
cámara… Si hay uno que tiene aspecto de señor, hay muchos más que revientan de
vanidad… pero… aquellos a los que nada doblega están en las cárceles o bajo
tierra… y la cárcel o la muerte para unos… significan la esclavitud para todos
los demás… (Bataille, 1985, p. 89)
Resumen
En la escritura, el autor hace acto de presencia en la
totalidad de la obra, momento inseparable donde historia y obra se funden
indiscutiblemente y en la que la literatura dialoga con las ciencias sociales. El Sexto narra el mundo de la prisión
que concentra y materializa todo lo depravado, inmundo y vil, en un fondo de
podredumbre, donde se representa la escalada de la degradación y el envilecimiento.
La presión es también “laboratorio social” que asoma a los abismos de “lo
humano” donde la interacción se da entre la bestialidad de los presos, el
cinismo de los guardias, la crueldad y brutalidad de prácticas carcelarias, donde
toda experiencia es posible, incluso lo
insospechado puede darse como experiencia liberadora y lo inaudito se encuentra en personajes marginales, mismos que pasan
del sadismo, la abyección y la infamia, a “un proceso fulgurante de
iluminación” y una experiencia
liberadora.
Palabras
clave: prisión, sadismo,
infamia, abyección, experiencia liberadora.
Abstract
In the writing the
author does an act of presence along the totality of the work, inseparable
moment where history and work merge indisputably and the one where literature
dialogues with social sciences. The Sixth narrates about the world of the
prison which concentrates and materializes everything that is depraved, filthy
and vile, in a rotting background where it is represented the escalation of
degradation and vileness. Also a “social lab” that allows a glance to the abyss
of “the human thing” where the interaction is given between the bestiality of
the prisoners, the cynicism of the guards and the cruelty and brutality of
prison practices, where all experience is possible, even the unimagined can be
a liberating experience and the unthinkable dwells in the marginal characters, the same ones that
goes through from sadism, abjection and infamy to a “dazzling process of
illumination” and a liberating experience.
Key Words: Prison, Sadism, Infamy, Abjection,
Liberating experience
Recibido: 17-03-2020
Aceptado: 11-02-2021
El
autor en su obra
José María Arguedas a los 26 años es encarcelado en la
prisión “El Sexto” de la ciudad de Lima, Perú, quizá una forma novedosa de conjugar
la literatura con la antropología, ya que como estudiante interrumpe una
ceremonia oficial del régimen dictatorial: “Se abalanzaron sobre el enviado de
Mussolini, lo cargaron en peso y lo zambulleron en la pila del patio de
Derecho” (Vargas Llosa, 1979, p, 7); con lo que señalaba ya su ruta de que
escribir es actuar, comulgando con Sartre (1969), sabiendo que para un escritor
comprometido, las palabras son como pistolas cargadas, si habla, tira, dispara,
también puede callar, pero si ha optado por tirar, es necesario que lo haga
como un hombre apuntando a blancos y no como un niño al azar, cerrando los ojos
y por el solo placer de oír las detonaciones. Si el escritor se ha lanzado al
universo del lenguaje, debe saber que su función consiste en obrar de modo que
nadie pueda ignorar el mundo y que nadie pueda ante el mundo decirse inocente.
Después de un tiempo, a decir de Vargas
Llosa (1979), “para esa operación de rescate y conjuro de determinadas experiencias
el novelista necesita una cierta perspectiva temporal para trabajar con
libertad los materiales que le impone la vida”, y desde esa experiencia de
encierro Arguedas escribirá la novela El
sexto en primera persona; adelantando a un indigente que me señalaba que
hacía investigación underground: “Yo
antes de investigar primero vivo la experiencia… estoy de indigente para
conocer bien la cultura underground del Centro Histórico, por dentro… y también
por eso tomo (me obnubilo la consciencia), para tomar fotos con el corazón” (Ríos Miranda, 2017). De tal
forma, Arguedas escribirá desde una “emotividad” que le permitirá percibir
mejor cada detalle del mundo y desde un individualismo acérrimo que rescata la
experiencia singular de un conflicto personal con el mundo, producto de cierta
segregación humana toda vez que es un mundo donde reina la violencia de los
poderosos.
Para Bajtín (1982), el universo tiene un sentido, una
“imagen del mundo que se manifiesta en la palabra” y el problema consiste en
hacer hablar el “medio cosístico”, en poder descubrir
en este medio la palabra y el tono potencial, lograr una “transformación de la
cosa en sentido”, así una “cosa” para actuar sobre personas ha de desplegar su
potencial de sentido, llegar a ser palabra, iniciarse en un contexto verbal y
semántico posible; aunque ello sin tener lugar una reducción del todo a un
denominador común: la “cosa” sigue siendo cosa y “la palabra” palabra, ambas
conservan su esencia y tan sólo se complementan mediante el sentido, que en
esencia es profunda y compleja y su manifestación se da en el descubrimiento de
lo existente mediante la visión y su multiplicación, vía creación de una
totalidad conclusa, en tanto obra, y un contexto inconcluso, referente a la
historia. De esta manera, el autor hace su acto de presencia en la totalidad de
la obra, está presente en el momento inseparable donde contenido/forma,
historia/obra, se funden indiscutiblemente. No está en los momentos separados
ni en el contenido separado de la totalidad, sólo lo percibimos en su creación,
no fuera. Así, el conocimiento de las ciencias humanas tiene un carácter
dialógico, en tres etapas: 1, el punto de partida-el texto dado; 2, el
movimiento hacia atrás-los contextos pasados, y 3 el movimiento hacia
adelante-la anticipación y comienzo de un contexto futuro.
Arguedas en su escritura está alejado
de la “frialdad cerebral” de una abstracción teórica que produce espanto y
“deshumanización”, pues la búsqueda hipnótica de “fines” ideológicos olvida los
medios y les vuelve víctimas de una alienación abstracta que produce una
adopción mecánica de ciertas fórmulas doctrinarias que deforman la visión de la
realidad. Visión general que sumerge y pulveriza lo particular, “homogeneizando
lo heterogéneo”, destruyendo a lo singular en la uniformidad. Adoptando esto en
su personaje Gabriel, quien dice: “No
admitiría ninguna disciplina que límite mis actos y mi pensamiento. Estoy
afuera”. Declarándose libre de toda ideología y disciplina, excepto de la de sí
mismo, la de su experiencia singular.
También se debe recordar que en toda
creación intelectual la relación que un actor sostiene con su obra y la misma obra
se encuentran afectadas por el sistema de las relaciones sociales en las cuales
se realiza la creación como acto de comunicación o por la posición del creador
en la estructura intelectual; por ello, en palabras de Vargas Llosa (1979),
Arguedas es como un “francotirador” desde un “idealismo desbocado”. Así escribe
una novela testimonio que denuncia el horror carcelario, pero que en realidad
se sirve de la prisión sólo como medio para representar el drama de la
marginalidad humana, utiliza la prisión como pre-texto. Se ubica como un sujeto del enunciado y vive su
construcción artística, construye un relato aturdido por la violencia de un
mundo en el que no puede integrarse como el ser solitario y singular que es, abrumado
por vivir en la ciudad como un ser desamparado al que desgarran opciones
contrarias; así, desde su “inconsciente cultural” (Bourdieu, 1967, p. 136),
se posiciona en una superioridad estética, la pureza de lo indígena y del
campo, donde construye una superioridad moral sobre lo moderno y lo citadino;
escribe como “el que sueña desde sentado” (Arguedas, 1979, p. 122) y “procediendo
sólo bajo el impulso de los sentimientos, aunque sean buenos” (Arguedas, 1979,
p. 95); asomando así el sujeto pulsional
o inconsciente (Baz, 1998) y sobrepasando al sujeto del enunciado o consciente.
De esta manera, lo citadino es
representado de modo oscuro e instintivo, simbolizando la corrupción humana y
el mal. Dando un asiento espacial a la injusticia y la maldad, donde la
corrupción y el vicio son “flores de la urbe”. Espacio que produce procesos de
corrupción y suciedad que “amargan el corazón”. Sí, en resumen, lo urbano, en
oposición al campo y lo tradicional, es la simbolización del mal; en la prisión está concentrado y materializado
todo lo que hay de depravado, inmundo y vil: asesinos, ladrones, autoridades y
guardias corruptos y cínicos, violadores, degenerados, traficantes de drogas e
incluso de bienes de consumo, sádicos que se divierten a costa del hambre de
los más desposeídos dentro de la prisión; todo en un fondo de podredumbre, una escalada de
envilecimiento humano donde se degradan y representan los abismos del
comportamiento humano.
El
escritor observado
La realidad descrita es en función de un observador, “no
existe una realidad independiente de la observación que se hace de ella, pues
no existe una realidad en sí, ya que una realidad en sí sería aquella que se
expresaría por sí misma, sin la necesidad de un observador” (Mendiola, 2000, p.
511), ya que toda obra es producto de esquemas de percepción que median un
lenguaje histórico social para producir miradas sociales comunicadas que dotan
de existencia social sea en pintura, historia o literatura; así se posibilita
la construcción de temas sociales donde el narrador necesariamente aparece en
lo que narra. Pero si desde la modernidad no existe una realidad sino varias,
Mendiola sugiere “cuando hay diversas opiniones de un mismo tema, observar al
observador” (2000, p. 513); y para reintroducir al observador en la explicación
de la realidad es necesario reconstruir los contextos de emisión del observador
que plasmará en textos sus observaciones.
Para varios autores la obra literaria de Arguedas,
escrita desde los márgenes (la sierra, lo indígena y la marginalidad social),
conmovedora y trágica, igual que fue su propia vida, es un ejemplo del trabajo
del escritor latinoamericano, pues forma parte del grupo de escritores que hace
originales e innovadoras propuestas narrativas de la literatura
latinoamericana. Vargas Llosa (1973) considera a Mariano Azuela, Alcides
Arguedas, Eustasio Rivera, Rómulo Gallegos, Jorge Icaza, Ciro Alegría, Jorge
Amado y José María Arguedas (Andahuaylas 1911 – Lima, Perú 1969), como los
autores que constituyeron una nueva actitud que históricamente significó una
toma de conciencia de la propia realidad, una voluntad de reivindicar a los
sectores segregados y de fundar a través de ellos una identidad nacional;
dejando de imitar a los europeos, ahora copiaban la realidad pero además se
advertía una originalidad temática. “Ahora sí, el historiador y el sociólogo
tienen un abundante material de trabajo: la novela se ha vuelto censo, dato
geográfico, descripción de usos y costumbres, atestado etnológico, feria
regional, muestrario folklórico. Se ha poblado de indios, cholos, negros y
mulatos…” (Vargas Llosa, 1973, p. 185).
Tragedias, temas sociales y personajes que aparecen en la
literatura no por lo que son sino por lo que representan. “¿Y qué representan?
Los valores autóctonos o telúricos de América” (Vargas Llosa, 1973, p. 185).
Pero donde además existe un afán de crítica social y de ser novelas, se
convierten en documentos y “alegatos contra el latifundio, el monopolio
extranjero, el prejuicio racial, el atraso cultural y la dictadura militar, o autopsias de la miseria del indígena” (Vargas
Llosa, 1973, p. 185).
Para Díaz Ruiz (1991), esta actitud
de crítica social la define también como novela regional, aunque con rasgos
positivos y relevantes que le dan vigencia y significación ya que la incursión
de estos temas en la literatura contribuyen al conocimiento de la realidad
económica, política y social de diversas zonas geográficas del continente, como
descubrimiento y reconocimiento de una realidad por muchos vivida aunque
ignorada como tema social y de literatura. “Documental, con apariencia de
testimonio, esta literatura hace una radiografía social; busca en el contexto
sus temas; se nutre de un amplísimo espectro de problemas y ofrece un catálogo
de denuncias” (Díaz Ruiz, 1991, p. 7). Lo que constituyó un hito en la historia
de la cultura y de las ideas, al convertirse en un acto de reflexión profunda
que históricamente significó una toma de consciencia de la realidad, al
plantear temas y problemas identificados con una perspectiva económica, social
e histórica, realidades que hasta entonces no habían sido observadas.
Según Díaz Ruíz (1991), Arguedas es
influido por las corrientes ideológicas y estéticas de la época, por Mariátegui
y por la corriente indigenista, incluso por vocación y experiencia, orientará
su obra al núcleo indígena y a revelar aspectos y registros de una sociedad
marginal aunque altamente representativa de la realidad peruana, incluyendo en
sus relatos aspectos individuales y biográficos, donde se incorpora su novela El Sexto (1961) como registro y denuncia
social de lo que acontece en las cárceles del Perú y quizá de América Latina,
en donde pulirá lo rudimentario e inmediato de su regionalismo para incorporar
aspectos testimoniales innovadores y situarlo entre los ejemplos más notables
de la narrativa hispanoamericana; siendo esta superación del regionalismo hacia
una narrativa crítica, donde la experiencia vital y la conciencia social
adquieren relieve, lo que definen la narrativa de Arguedas. “Su convivencia con
el mundo indígena se convierte en clave determinante de sus relatos; su
experiencia biográfica transforma su narrativa, la irrupción personal del autor
como personaje define sus relatos” (Díaz Ruíz, 1991, p. 12).
Arguedas relata: “En 1932 me dieron un puesto en la
Administración de Correos de Lima. Trabajé allí hasta 1937 en que me apresaron
en la Universidad… En 1937 estudiaba el último año de Letras, en la Sección de
Literatura. Estuve preso un año. Salí en junio de 1938” (Oquendo, 1993, p.
192). De esta manera “a través de sus propias manifestaciones biográficas se
encuentra un preciso juego de relaciones y correspondencias con su creación
literaria que permiten y exigen –entre otras formas de aproximación a su
literatura- un análisis de esta naturaleza” (Díaz Ruíz, 1991, p. 13). En este
sentido para Oquendo (1993), en Arguedas el ejercicio de la literatura obedeció
al propósito de revelar la realidad, rescatada de tergiversaciones y
malentendidos, así el escribir fue una misión social, una forma de actuar sobre
las conciencias, en combate contra la ignominia y por la justicia. “Mundo que
no asume como una creación suya sino como una transcripción en esencia fiel de
la vida como la vivió y la vio en determinados espacios sociales y geográficos”
(Oquendo, 1993, p. 9).
Finalidad que lo motiva a escribir y
que determina la elección de sus temas, sus voces y sus ámbitos; conformando
así esa nueva corriente de novelistas latinoamericanos anunciada por Vargas
Llosa. En voz de Arguedas: “... cuando estaba en el cuarto año, uno de los
buenos Dictadores que hemos tenido me mandó al Sexto, prisión que fue tan buena
como mi madrastra, exactamente tan generoso como ella. Allí conocí lo mejor del
Perú y lo peor del Perú, salí y fui enviado como profesor al Colegio de
Sicuani, luego volví a Lima y concluí estudios de Antropología” (Oquendo, 1993,
p. 199). “Aunque antropólogo, para Arguedas la literatura fue una vía, más
eficaz y de mayor alcance que la ciencia, para conocer y dar a conocer a los
hombres y las sociedades que conforman” (Oquendo, 1993, p. 9). La literatura es
más un medio que un fin, para representar con la mayor autenticidad posible el
“mundo cargado de monstruos y de fuego”, experiencias vitales que renueva con
su imaginación y las objetiva en palabras, para así comunicar verdades que son
necesarias difundir en el vínculo que construyó entre su literatura, su vida y
la realidad. “Si algún sentido tenía para él ser escritor era ese: un
compromiso con la verdad que elevó a razón central de su vida” (Oquendo, 1993,
p. 11).
Además de transformar el regionalismo
y el indigenismo latinoamericano, en El
Sexto aparece un tema nuevo: la prisión, objeto de investigación nuevo que
parece mediar entre el mundo de lo indígena y de los terratenientes criollos,
ubicándose mayormente en el mundo moderno y mestizo que veía plasmarse cada vez
más en la realidad social. “Es un libro que quiero mucho, porque lo he
padecido. Aunque sé que es una novela que no está en la línea del resto de mi
trabajo literario, tengo debilidad por ella, pues esas páginas las he vivido
–en la prisión- con dolor” (Barreiro Saguier, 1992, p. XIX). Obra donde hacen
intersección su biografía, la literatura, la antropología y el folclore aunque ahora sea carcelario, cumpliéndose otra
afirmación: “Sus intervenciones revelaban el antropólogo que conocía sus temas
por haber vivido las situaciones no como un simple investigador que observa los
fenómenos desde el exterior” (Barreiro Saguier, 1992, p. XIX). Aunque
finalmente la literatura remacha otra sentencia sobre él “El novelista peruano
José María Arguedas ha opacado, hasta casi hacerlo desaparecer, al etnólogo
peruano José María Arguedas, de tal modo que este nombre, encabezando un
conjunto de ensayos de antropología cultural… puede comportar sorpresa para
muchos lectores de sus narraciones” (Arguedas, 1981, p. IX).
Una novela
etnográfica del encierro
La literatura como producto y artefacto humano que es,
intermedia entre la ficción y la realidad, que media entre las disciplinas
literarias y antropológicas, ha recobrado un gran empuje desde la antropología
posmoderna como material apto y válido como dato o fuente etnográfico y/o
etnohistórico (De la Fuente Lombo, 1997). Campo en que se entiende que la
finalidad de la antropología consiste en ampliar el universo del discurso
humano, que aspira a la instrucción, al entendimiento, al consejo práctico, al
progreso moral y a descubrir el orden natural de la conducta humana; por otra
parte se ha considerado que la virtud de la etnografía no depende de la
habilidad del autor para recoger hechos o construir datos sino depende del
grado en que es capaz de clarificar lo que ocurre, de reducir el enigma al que
dan nacimiento hechos no familiares, que surgen en escenarios desconocidos.
Arguedas (1979), antropólogo y
escritor, describe un mundo de la prisión donde los “valores negativos” del
mundo exterior se agravan en una pesadilla que se vuelve todavía aún más
insoportable. La prisión del Sexto
está estratificada según un sistema jerárquico rigurosamente parcelado en tres
pisos según clases sociales: abajo los vagos, delincuentes habituales y
facinerosos asesinos, en medio los ladrones principiantes y arriba los políticos.
Pero dejando al margen de esta marginalidad misma del mundo de la prisión a tres
personajes importantes que rescataremos más adelante, el pianista, el japonés y el clavel, pues su importancia radicará
en que están excluidos de este sistema marginal y sobreviven desde los “bordes”,
en el límite carcelario.
En una descripción de la vida
cotidiana del Sexto se enuncian
atrocidades comunes a la literatura carcelaria: iniciando por la corrupción,
complicidad y complacencia de las autoridades y guardias de prisión, que dejan
ver su cinismo y sadismo; un autogobierno que impone orden mediante el terror,
la crueldad y perversión de prácticas carcelarias; tráfico de alcohol y drogas,
colusión de internos y guardias en estas prácticas; vejaciones y envilecimiento
humano, robos, extorsiones y violaciones, homosexualismo y prostitución
forzada; terminando con una comida hedionda, escasa e incluso “nula para los
más débiles”. Todo un breviario de inmundicia y envilecimiento, donde la
interacción humana se da entre la bestialidad de los presos, el cinismo de los guardias
y la crueldad y el sadismo de prácticas carcelarias; un terror de autogobierno carcelario
que se hunde hasta encontrar “matices propios de lo horrible” donde los vagos
se distraen buscándose los piojos y arrojándolos a los distraídos, comiendo de
la basura, tragando desesperadamente desperdicios de comida tirados en el suelo
y lamiendo sangre derramada de sus mismos compañeros presos.
Matices
propios de lo horrible
En la prisión del Sexto
además del hacinamiento físico y la pestilencia de sus excusados y del
basurero, se vive en una atmósfera de vertiginosa brutalidad donde el sadismo
es un deporte generalizado, la abyección se mira en el patio de la prisión y la
infamia se adivina detrás de los barrotes, prácticas culturales y vínculos
sociales donde se aniquila toda “esperanza humana”. Lugar donde nadie parece
concebir que se pueda obrar sin interés ni cálculo sino por simple amor al prójimo,
donde quizá “el encuentro con el otro” ya se ha olvidado; ambiente sórdido que
se vive en prácticas crueles y perversas que denotan una nominación de lo
innoble: sadismo, abyección e infamia.
a)
Sadismo. Sin hacer una descripción elaborada que esté, exenta de una elaboración
más profunda, se entenderá al sadismo como: “Placer morboso del que se complace
en presenciar o cometer crueldades. Perversión
sexual en que el instinto genésico sólo se excita y se satisface maltratando o
atormentando a otra persona” (Gran
Diccionario Enciclopédico Ilustrado, 1990, p. 3349). También refiere a “la
perversión sexual en la que el orgasmo depende de la tortura que se inflinge a
otros o de causar dolor, mal trato y/o humillación al prójimo” (Sade, 1973, p.
12); remarcando la dependencia en que
una satisfacción sexual se encuentra
en relación a las acciones de crueldad
asociadas, por tanto, un sádico no disfruta únicamente siendo cruel, sino que
su satisfacción depende de ello. Aunque de un modo más amplio que la “perversión
sexual en la cual la satisfacción va ligada al sufrimiento o a la humillación
infligidos a otros” (Laplanche y Pontalis, 1993, p.
390). Por último, se denomina sadismo
al mero ejercicio de esta violencia, aparte de toda satisfacción sexual, por
ello, en el presente se hace referencia a una brutalidad que no puede reconocer
límite, brutalidad de una pasión sádica y sin freno que exhibe una subjetividad
que parece ya no tener objeto, límite
ni ley, materializada en “el mal” como la depravación moral completa.
En este sentido, en la obra se tiene
que al japonés, por considerarse representante del militarismo japonés
al llegar a la prisión vestido con uniforme de soldado, uno de los matones llamado
Puñalada le ha prohibido cagar
inmóvil y debe hacerlo a la carrera o a escondidas, pues a golpes y
humillaciones no le permitía defecar:
Lo empujaba. El japonés pretendía acomodarse
sobre algún hueco de los ex-wateres, y el negro lo
volvía a tumbar con el pie. No eran puntapiés verdaderos, porque con uno habría
sido suficiente para matar a ese desperdicio humano. Jugaba con él.
El japonés acababa por ensuciarse, echado como
estaba, sobre sus harapos. El negro se tapaba las narices, y reía a carcajadas,
mientras sus “paqueteros” lo aplaudían (Arguedas, 1979, p. 43).
En otro pasaje se lee que:
El japonés observó, anhelante, que los huecos de
los antiguos wáteres estaban desocupados; busco con la vista a “Puñalada”, a “Maraví”, Al “Colao” y a “Pate´Cabra”. No estaban afuera, en el pasadizo.
El japonés corrió hacia uno de los huecos, se
bajó el trapo que le servía de pantalón y, sin atreverse a quedar en cuclillas,
agachado a medias, se puso a defecar. Los otros presos comunes que lo vieron le
dejaron hacer. Algunos miraron hacia las celdas casi con el mismo terror que el
japonés y se agruparon, como formando una cortina; otros se reían y volvían la
vista de los wáteres a las celdas… El japonés defecó en pocos segundos; dejó
parte de sus excrementos sobre el piso; no podía tener la puntería que los
otros, a causa del miedo. Luego se amarró los pantalones, anudando algunas de
las muchas puntas de las roturas del trapo.
El japonés se buscó los sobacos, hurgó con los
dedos su cuerpo, y empezó, con su costumbre habitual, a echar piojos al suelo.
Se apagó el relámpago de dicha que animó su rostro, empezó a caminar con la
torpeza, como fingida, con que solía andar (Arguedas, 1979, pp. 41-42).
b) Abyección. La
abyección de un ser humano es negativa en el sentido formal de la palabra, ya
que tiene como origen una ausencia:
la incapacidad de asumir con fuerza suficiente el acto imperativo de exclusión de las cosas abyectas, base de la
existencia colectiva; así compromete una pasividad y un sufrimiento:
La mugre, los mocos, los piojos bastan para
convertir en innoble a un niño de corta edad, cuando su naturaleza personal no
es responsable de ello y solo únicamente el abandono o la impotencia de los que
le cuidan. La abyección general es de
la misma índole que la del niño, al ser sufrida por impotencia debido a unas
condiciones sociales determinadas: es formalmente distinta de las perversiones
sexuales en las que las cosas abyectas son buscadas y que entran en el ámbito
de la subversión (Bataille, 2006, p. 326).
De esta manera, la abyección humana
procede de la incapacidad material de evitar el contacto de las cosas abyectas:
no es más que la abyección de las cosas comunicadas a los hombres que las
tocan. Los hombres desdichados son obligados a la abyección sin el menor gusto
por ella y pueden compartir incluso el horror de la abyección
pero no en el embotamiento y en la fatiga; no obstante, para Bataille, “el gusto por la abyección representa ya una
forma diferente y cae bajo la subversión” (2006, p. 502), entendiendo esta
última como “la abolición de las reglas que sustentan la opresión” (2006, p.
324).
Por tanto, se
observan dos formas de abyección: la de aquellos excluidos sociales, obligados de
forma física e histórica, y los otros que denotan un “gusto” por la abyección, donde
se observa un placer erótico fundamentado
en la duración del proceso y que “introduce la posibilidad de una alteración”,
un goce.
En la prisión del Sexto
se tiene que la comida es hedionda y podrida, además de escasa y nula para los débiles;
así los vagos deben contentarse con devorar cáscaras y pepas, lamer el suelo y
englutir los escupitajos y sobras de los fuertes e incluso lamen la sangre
derramada por otro preso (Arguedas, 1979, p. 52):
Tocaron la campanilla, anunciando el rancho de
los vagos. Les servían una sola vez al día.
Un negro alto y recio y un muchacho traían la
comida para los vagos, en dos ollas grandes. El negro entraba armado con un
palo.
No lograba conseguir que los vagos formaran cola.
Había entre ellos muchos idiotizados y casi locos. Se acercaban en tumulto
donde el ranchero, con sus latas pequeñas en las manos. Algunos tenían platos
de fierro despostillados, y otros sólo cartones y trozos de periódicos, o nada.
El negro ahuyentaba con el palo a los demás, mientras alguno recibía la especie
de mazamorra renegrida que les servían. Todos huían lejos con su lata o el
plato llenos; y devoraban la masa de arroz, fideos y frijoles agusanados, en un
instante. Se llevaban la masa a la boca, con las manos. Y volvían en seguida,
pretendiendo recibir más. Giraban alrededor de las ollas y el negro. Los
débiles se quedaban frecuentemente sin recibir nada, y si alcanzaban a llegar
hasta el negro y conseguían un cucharón en las manos, o sobre algún papel
sucio, no podían correr lo suficiente como para huir de los más fuertes.
Tragaban la ración en plena carrera. Se metían los frijoles a la boca con
cartón o papel y todo; o se mordían sus propias manos. No tenían casi tiempo de
masticar. Los fuertes los seguían; les abrían las manos para capturar los
restos; los lamían; y lamían entre los dos el piso, si en la huida el vago
perseguido dejaba caer parte o toda la ración al suelo (Arguedas, 1979, pp. 123-124).
Además están los casos del ya citado japonés y del pianista:
[…] los vagos seguían cerca de la gran reja. No
hablaban; daban vueltas, casi en el mismo sitio. El japonés no estaba entre ellos; apoyado en una especie de estaca que
había frente a los huecos de los ex-wáteres, se comía los piojos, sonriendo;
los masticaba con dificultad (Arguedas, 1979, p. 84).
[…] el “Pianista” apareció del fondo del penal,
corriendo. Solía hacer ejercicios; y siempre caía al suelo, porque se le
rendían las piernas. Esta vez se detuvo cerca de la celda encortinada; no cayó;
se sentó conscientemente en el suelo, con la cara hacia la celda. Empezó a
“tocar” en el piso y a mover la cabeza. Cantaba; podía oírle desde la altura.
Su voz delgada, temblorosa, como la que sale de un vientre vacío, intentaba
seguir alguna melodía. Luego se calló y quedó como pensativo, con la cabeza
apoyada sobre el pecho. Tenía las piernas al aire por las roturas del pantalón;
la piel de su espalda, cubierta de mugre, casi no se distinguía de la oscura
tela del saco que no alcanzaba a taparle sino los hombros y los costados del
cuerpo. Su cuello estaba escondido por los cabellos crecidos en crenchas
apelmazadas por la suciedad… “¿Cómo puede funcionar aún el cuerpo de un hombre
así aniquilado, convertido en esqueleto que la piel apenas cubre?” me
preguntaba. Pero el “Pianista” se animó de repente; cantó de nuevo, tocando el
piso con los dedos entusiasmado. Levantó la cara hacia la celda donde estaba
“Clavel” (Arguedas, 1979, p. 62).
El “Pianista” (al momento del rancho de los
vagos) esperaba que el negro dispersara a los otros con su palo, luego de
reconocer que había servido a todos y repetido a muchos. Entonces se acercaba
temeroso, como ante una fiera, al negro. Le estiraba las manos separadas. Con
mucho desprecio, el ranchero le llenaba una y otra mano. El también tragaba la
ración ahí mismo, delante del negro. El ayudante del ranchero se le acercaba
para protegerlo.
Con su cara fluida, sus barbas abundantes y la
melena que le cubría el cuello, sus ojos hundidos relampagueaban un poco,
cuando recibía la yapa. Sonreía, se humillaba ante el ayudante, que era su
protector, se inclinaba hacia él. El negro lo insultaba.
El “Pianista” se iba, haciendo ejercicios de
respiración. Tenía la obsesión de la fuerza física. Pero frecuentemente se
quedaba sin rancho. Llegaba adonde el negro cuando ya no quedaba nada en la
ollas…
Pero aun cuando no recibía nada, se alejaba
haciendo ejercicios de respiración, como si hubiera comido (Arguedas, 1979, pp.
125-126).
Ejemplos que parecieran una novela etnográfica del
encierro que retrata una atmósfera inmunda de sadismo y abyección:
[…] “Puñalada” tumbó al japonés junto a los
huecos de los wáteres; y cuando vio que ya se hacía, llamó a gritos al
“Pianista”: “¡Ven, mierda; ven huerequeque!” le gritó. Lo arrastró junto al
japonés. “¡Toca sobre su cuerpo, carajo!” –le ordenó-. ¡Toca un vals! “Ídolo”.
Aunque sea “La Cucaracha”. “¡Toca, huerequeque!”. Lo hizo arrodillar. Y el
“Pianista” tocó sobre las costillas del japonés, mientras el desgraciado se
ensuciaba. El negro se tapó las narices; “¡Toca hasta que acabe!”, gritaba. El
pobrecito siguió recorriendo las costillas del japonés, moviendo la cabeza,
llevando el compás, con entusiasmo, como has visto que toca el filo de las
barandas. “Puñalada” y sus socios se reían […] (Arguedas, 1979, p. 44).
Catálogo de “basura humana”, donde Arguedas
refiere que incluso para comer las sobras del alimento y vivir de la basura se
deben tener fuerzas para luchar por ellas y ahuyentar a los otros (1979, p. 126),
pelear por las sobras con el afán de sobrevivir. Siendo “el mundo y la cárcel
en él, lo que da lugar a que esto suceda” (1979, p. 43).
[…] mientras la llovizna caía o el sol terrible
de verano pudría los escupitajos, los excrementos, los trapos; no los
desperdicios, porque apenas alguien echaba restos al botadero, los vagos más
desvalidos se lanzaban al depósito de fierro y se quitaban los trocitos de
zanahoria, las cáscaras de papa y de yuca. Las cáscaras de naranja las
masticaban con locura, y las engullían, sonriendo o sufriendo” (Arguedas, 1979,
p. 31).
c) Infamia. El diccionario la refiere como descrédito y
deshonra, maldad y vileza (Gran Diccionario Enciclopédico Ilustrado, 1990, p.
1940). Llevadas al extremo en estas prácticas carcelarias crueles y de un sadismo
de tal brutalidad que no reconoce límite, materializada en una pasión sádica
bestial e inhumana, donde parece enaltecerse “el mal” como la depravación moral
completa. Esta se inscribe en el personaje de El clavel:
Un muchacho de pelo largo estaba apoyado en la
pared de enfrente. La luz hacía reasaltar su rostro blanco y sus cejas delgadas.
Parecía un sonámbulo.
[…] estaba llorando; la luz fuerte hacía resaltar
sus lágrimas. De sus ojos cerrados, desde sus pestañas largas, muy negras,
seguramente pintadas, brotaban a torrentes las lágrimas. Seguía recostado
contra la pared; su piel parecía suave como la de una criatura (Arguedas, 1979,
p 51).
Éste, cuando llegó de la calle desde hacía meses, fue
llevado directamente a la celda de Maraví, traficante que controlaba el negocio de ron, coca y
“pichicata”, en complicidad con guardias y el comisario; y no salía de esa
celda sino a ratitos y vigilado por otro preso, pues era celado como su mujer.
Después, como prebenda con la finalidad de que no rompiera el equilibrio de los
grandes negocios en El Sexto, de
contrabando y complicidades, le fue entregado a Puñalada quien le encerró en su celda y colocó un trapo de cortina
para cubrir lo que sucedía en el interior. Pero Puñalada se cansó de él y lo puso a prostituirse, alquilándolo a
los demás delincuentes por cinco libras cada visita y cuando los guardias
encierran su celda con cadena y candado (Arguedas, 1979, p. 168), a fin de que
no entrarán más clientes a ella, el negocio prosigue pues los clientes lo
fornican desde la reja cerrada (Arguedas, 1979, p. 175), continuando el negocio
a través de la reja, entre el pasillo y el interior de la celda, mientras otros
hacen fila y algunos más forman una especie de cortina humana.
Incluso cuando ha muerto Puñalada y parece que sacaran de su
infamia al Clavel, este es llamado por
los guardias, alumbrándolo en la oscuridad de su celda con una lámpara, encontrándole
acurrucado en un rincón y semidesnudo de la cintura hacia abajo, cuando éste “se
levantó con gran esfuerzo. Descansó un instante, luego se volteó de espaldas y
fue retrocediendo, agachado hacia la puerta” (Arguedas, 1979, pp. 212-213).
Descendiendo aún más hondo en esta “cueva de Lima”, convirtiendo al Clavel en una bestia, borrándole la
pequeña llama de loco que tenía y haciendo de él una bestia silenciosa, ya sin sentidos y que no tendrá ya sosiego,
pareciendo que “la noche no va a terminar nunca” (Arguedas, 1979, p. 177), pues
“a nadie, ni aún en El Sexto, habían
desgraciado de esa forma” (Arguedas, 1979, p. 195).
Deshonra, maldad y vileza impensable,
como el ejemplar caso que Borges (1981) ilustra con “El espantoso redentor de
Lazarus Morell”, por la abyección que requiere y su fatal manejo de la
esperanza, en un desarrollo gradual semejante a una pesadilla; ya que este
personaje engañaba a los negros esclavos del Sur de Norteamérica, ofreciéndoles
ayuda para escapar de sus amos, para luego venderlos y nuevamente ayudarles a
escapar, con la promesa de que al final recuperarían su libertad y una parte de
las ganancias por su venta; convenciéndoles y vendiéndoles una y otra vez hasta
que el negro, ya más desconfiado y desahuciado que fatigado, terminaba
recibiendo una puñalada y siendo hundido en los pantanos, sacándole ganancia a
su humanidad hasta el grado de aniquilar toda esperanza en ellos.
Prácticas
carcelarias: bestiario de podredumbre
humana
Prácticas carcelarias que desfilan cruelmente en el patio
y ante la mirada de todos los presos, algunos de los cuales contemplan gozosos el
suplicio, entretenidos viendo cómo se tortura con sumo sadismo y hasta la
infamia, martirios que se regocijan con la sangre y el dolor humano expuestos,
horror que fascina y repele al mismo tiempo. Incluso en un pasaje metafórico,
los vagos lamerán la sangre del piso, sangre derramada de Clavel, con el afán de sobrevivir. Una violencia que ya no es sólo
política y social como en el mundo exterior, manifiesta en la explotación
económica, la represión política y las desigualdades sociales, sino que ahora en
el encierro contamina todas las
acciones humanas con una “maldad inmanente” del hombre, entonces la especie humana es cruel y el
hombre en sociedad es malvado, a decir de Arguedas. Una “violencia salvaje” la
que se vive en la experiencia del encierro, que contamina, perturba y altera el
orden social establecido, asomando esa “maldad inmanente del hombre”, que Bataille
(2007) nombra la parte maldita.
Atmósfera brutal que trastorna a
muchos, enloquece a unos, empuja al suicido a otros, deshumaniza en mayor
grado, endurece hasta a los cobardes y aquellos que logran adaptarse y
sobrevivir se traicionan entre sí y se matan a puñaladas. Lugar donde todos
están contra todos y donde “el peor enemigo de un preso es el otro preso” (Bettelheim, 1973) pues el horizonte inmediato es “sobrevivir”.
Aniquilando todo vínculo de solidaridad humana. Así, en palabras de Vargas
Llosa: “La única ley imperante en esta selva es la fuerza. No existe ningún
principio de solidaridad, una moral que merezca este nombre; no hay otra vida
de relación que la de amos y sirvientes o enemigos que se miden esperando el
momento propicio para destrozarse” (1979, p 15). Por ello, lo que une a los
hombres no es un sentimiento fraternal sino la obediencia de cada grupo a un
jefe y una cierta obcecación sectaria que vigila los intereses propios de cada
mezquina individualidad. Surge un enigma: ¿en este lugar qué tipo de “moral”
merece el nombre de “solidaridad”? Cuando todo pareciera indicar que aparece la
creación de un nuevo lazo social: la desconfianza y la traición por excelencia.
Descripción de un “bestiario” de podredumbre humana que
retrata una sofocante acumulación de iniquidades del horror carcelario, una “demencialidad animal” que raya en “lo irreal” pero que
descubre a la prisión como un “laboratorio humano” donde toda experiencia
humana es posible, incluso la “revelación” y, con ella, la “libertad”, en
lugares insospechados e inauditos. Toda vez que en el presente se tratará de dilucidar
una posibilidad de que lo insospechado
está en la prisión como experiencia liberadora y lo inaudito se encuentra en personajes en que nunca se esperaba,
como el Pianista, el Japonés y el Clavel,
mismos que pasan del sadismo, la abyección y la infamia, a “un proceso
fulgurante de iluminación” (Genet, 1976) y una
experiencia liberadora.Este
proceso será descrito y observado desde la condición marginal del personaje de Gabriel, quien es Arguedas escribiendo
en primera persona, desde un “idealismo desbocado” y con una hipersensibilidad
hacia los hechos atroces de la vida carcelaria, que le hace solidario hacia los
seres más segregados: el Japonés, el Pianista
y el Clavel; “escombros humanos” a quienes la prisión ha martirizado
brutalmente. Así, Vargas Llosa escribirá:
Gabriel es un ser supersensible, extremadamente
apto para sentir la violencia agazapada en todas las formas de vida y, al mismo
tiempo, furiosamente inapto para aceptar que la realidad está hecha así y
acomodarse a ella. Esta aptitud-inaptitud han hecho de él un ser distinto. En
un sentido, una víctima; en otro, un ser superior a los demás. Gabriel es
consciente de ello, ha asumido esa inadaptación que es su tragedia como un
destino, al que se aferra con tranquila soberbia. Hay en él un discreto
masoquismo, una cierta complacencia en comprobar a cada instante, en cada experiencia,
su marginalidad, su rebeldía frente al mundo, su soledad.
De esa contemplación secreta de su marginalidad,
Gabriel extrae un sentimiento de orgullo, una sensación de superioridad moral
–la de mártir sobre los verdugos y los indemnes- que le dan fuerzas para
resistir al Sexto, en particular, y, en general, la vida (1979, pp. 16-17).
De esta manera Gabriel
registra el sufrimiento y la desgracia que lo rodea, llora todas las miserias
humanas, desconsolado, enfermo de piedad y amor, describiendo imágenes de un
combate desigual entre el mundo atroz de los hombres y el confinamiento en una soledad del sujeto que padece infinitamente
por todo y por todos. Finalmente cuando el
japonés y el Pianista mueren, Gabriel afirmará:
[…] en el japonés y el Pianista había algo de la
santidad del cielo y de la madre tierra.
Mordía los piojos; el otro “tocaba piano”. Ambos
caminaban solos a la sombra de estos muros. Los martirizaban de distinto modo…
No los machucaron sin embargo, hasta formar de ellos una masa sin nombre, como
a los otros. En el cuerpo del japonés se arrastraba el mundo, allí abajo;
conservaba su forma, aun su energía. De los wáteres a los rincones, caminando,
o apoyado en la estaca, llevaba un semblante que no muere. El “Pianista” oía la
música de afuera, de la inventada por el hombre, de la arrancada del espacio y
de la superficie de la tierra. El hombre oye, hermano, a lo profundo […] (Arguedas,
1979, p. 18).
Pero la sensibilidad potenciada a este grado puede llevar
a un ser hasta los límites de lo inhumano, volverlo un monstruo para quien la vida resulta literalmente invivible. Vargas
Llosa apunta que sólo existen dos posibilidades para tratar esta
hipersensibilidad. La primera es la
autodestrucción, como el suicidio de Pascamayo, quien ya había
aceptado la muerte en la prisión, y dice a Gabriel:
“Ahora ya no me inquieta nada. Espero el día.
Me trastorno de vez en cuando. Me pegas entonces o me echas agua fría”, “Tan
seguro como de que voy a morir en el
Sexto, mañana o pasado, bien prontito” (Arguedas, 1979, p. 188). La
injusticia de su encierro ya lo había desequilibrado y una extraña enfermedad
lo había trastornado, más ante la imposibilidad de soportar el espectáculo del
negocio infame a través de la reja, espectáculo de depravación insospechada, se
lanza desde el tercer piso contra la misma celda de Clavel, “porque su estado de ánimo no pudo soportar el infierno en
que vivía” (Arguedas, 1979, p. 216).
El cuerpo de Pacasmayo chocó contra la reja de la celda, se rompió el cuello y se
destrozó la cabeza, quedando tendido su cuerpo a la puerta de la misma. De ser
un hombre trabajador y provechoso para la sociedad, un cristiano lastimado, de un
corazón fino que se quebró con las tinieblas de martirios en la prisión, quedó
un cuerpo “doblado en el umbral de la celda del Clavel”. “Nunca un ser vivo puede adoptar la postura de un muerto.
Estaba destroncado, con el cuello roto, la cabeza, en dirección absurda; los
brazos como alas quebradas” (Arguedas, 1979, pp. 211-212). Metáfora del extremo
proceso de deshumanización vivido en la experiencia del encierro. Primero el Clavel hecho esa “triste miserableza” que cuando lo descubren los guardias anda
hacia atrás, camina de espaldas, cansado y mostrando su maldición, desprovisto
ya de gestos humanos para la mínima interacción, y después Pacasmayo convertido en cadáver de grotesca compostura, al no poder
soportar del primero “el espectáculo de la desnudez y locura” (Arguedas, 1979,
p. 216); ambos muestran “¡Hasta que extremidades llega el humano en la
capital!, a decir del indio piurano,
pues ¿quién tuerce así el alma del humano?, por ello dirá que “Dios se ha ido
al monte” (Arguedas, 1979, p. 214) y no existe más en la prisión.
La segunda es más prudente pero más
ambiciosa, la destrucción simbólica de
este mundo atroz en su recreación novelesca y así permitir a ese condenado
de la vida poder vivir en su escritura; por ello Arguedas escribe en primera
persona, para que no haya equívoco, como objetor de la realidad escribe una
obra y, a partir de su rechazo del mundo en esta obra-ficción, reinventar otro
mundo posible. De esta manera, “El Sexto
es una parábola sobre la condición del escritor, ese Narciso solipsista que
sólo puede inventar mundos a partir del mundo y hablar de los otros hablando de
sí mismo” (Vargas Llosa, 1979, p. 20).
Obra-texto que aquí tomare de pre-texto para construir una hipótesis que contornea una tercera
posibilidad de este universo novelesco, donde también se logra una destrucción simbólica del mundo
carcelario en el desprecio de la carne y del propio cuerpo, en la degradación de la persona y el
aniquilamiento del “Yo”, para que “renazca un hombre nuevo” desde una experiencia singular y con ello la
posibilidad de inventar otros mundos posibles, teniendo así una construcción de
“otro mundo” desde una “fabricación nueva del hombre”, inventar el mundo desde sí mismo.
Recordemos que Gabriel como víctima es un elegido del odio y de la incomprensión
del mundo, a la vez que un ser superior a los demás, por voluntad decididamente
inapto para aceptar que la realidad está hecha así y acomodarse a ella, por
ello ha decidido asumir esa inadaptación que es su tragedia como su destino, la
marginalidad y la exclusión de un mundo de por sí grotesco y soterrado como la
prisión, aferrándose con una tranquila soberbia que quizá oculte un discreto
masoquismo, inconsciente o “desbocadamente idealista”, que goza con cierta
complacencia en comprobar en cada experiencia su marginalidad y su rebeldía
frente al mundo, reafirmándose así en su soledad. Entregándose a gozar de la
soledad, pues “la soledad se sufre” (Arguedas, 1979, p. 164). Soledad como
“mecanismo fulgurante”, proceso de ruptura con el mundo y el encuentro con el sí mismo, que se extrae en una
contemplación secreta e íntima de su marginalidad y exclusión, de la cual
“fulgura” una sensación de superioridad moral, extrayendo un sentimiento de
orgullo, convirtiéndose en una “fulguración de orgullo en lo inmundo y la
vergüenza” y contorneando una iluminación de sí mismo.
Finalmente, Arguedas escribirá en El
Sexto, en palabras de Cámac, que es su guía en el mundo carcelario: “El hombre
sufre, pero lucha. Va adelante. Y este sufrimiento de nosotros acera nuestro
cuerpo” (1979, p. 54).
Un proceso de revelación: “espacio de
iluminación y experiencia de libertad”
En El Sexto, Arguedas hace una denuncia del
mundo de afuera desde dentro de la prisión, esta es un producto del “mundo de
afuera” y Puñalada es hijo de la
miseria y de las desigualdades del sistema, es resultado de la pobreza del
hombre como resultado de la riqueza de la tierra y del sistema, parafraseando a
Galeano (1971), de los barrios que apestan como el Sexto, hundidos en la explotación y en la mugre, en la porquería y
en la perversidad, producto del mismo sistema. Mundo maldito donde gobierna la
violencia y se ejerce la vileza y la codicia sin fronteras de los poderosos,
lugar donde no es posible disentir sin temer a la brutal represión. Donde “de
noche, el Sexto huele como si todos los allí encerrados estuvieran pudriéndose”;
“Allí, donde aparentemente el hombre debía estar ahogado por la inmundicia”
(Arguedas, 1979, pp. 221-222). Sin embargo, “la cárcel es menos
asfixiante que la calle”, paradoja donde “…la cárcel, negación de la persona,
disforme reflejo de la sociedad, le ofrece al hombre lo que la vida cotidiana
le arrebata: la libertad de comprender y expresarse” (Arguedas, 1979, pp.
13-14).
La prisión como espacio de encierro donde se rescata la
singular experiencia de sí,
encontrándose a sí mismo en la soledad del encierro y en el abismo de lo
inhumano, hondura profunda de una “bestialidad humana”; del cual se dirá de Camac, compañero
de celda de Gabriel: “Tenía 23 meses
de secuestro en el penal; había recuperado allí el hábito de la libertad” (Arguedas,
1979, p. 34). Enunciado interesante e impresionante que contornea la negación de la persona, proveniente y
moldeada en el mundo exterior, pero también el redescubrimiento de sí mismo en una sola experiencia: el encierro y
la soledad.
Aunque Arguedas ve en “la libertad de la palabra” la
única ventaja que el mundo de adentro tiene sobre el mundo de afuera, sin
embargo también permite vislumbrar y construir otros horizontes posibles desde
la singular experiencia de sí mismo y
centrada en el cuerpo, en dos momentos. Primero en la negación de la persona existe
un desdibujamiento de la cultura de
presentación (Goffman, 1981), entendido como aquel rol que incorporó y
asumió en la sociedad, eliminando con ello la superficial y artificial nube de
confort de la vida social (Wilde, 1993), en las constantes mortificaciones del Yo (Goffman, 1981). Después desde la
marginalidad y los límites de la condición humana, donde los vagos, erizos y “laicosos” en sus prácticas de vileza humana, se subjetivan
en la abyección, experimentando una desposesión de “lo humano” (Ríos Miranda,
2012), que hasta ese momento los había constituido y subjetivado como personas,
produciendo un aniquilamiento del Yo,
accediendo a un “trance de iluminación” desde el cuerpo, que produce una grata
sensación de “experiencia de libertad”, en su decir: “¡yo porque debo hacer
esto o aquello que me dicen que debo de hacer!”; a pesar de los severos y
crueles castigos inflingidos por el incumplimiento. De manera que desde la
“negación de la persona”, en la “trascendencia del dolor de la carne”, se
recupera una singular “experiencia de libertad”, entre el cuerpo y la palabra,
resistiendo el cuerpo las prácticas disciplinarias puede enunciar una “libertad
de palabra” y logrando un “redescubrimiento de sí mismo” desde este pequeño e
ínfimo acto de libertad.
Para Wilde (1993), en la soledad de
la cárcel, entre celdas sombrías y sintiéndose desgraciado y arruinado, con un
sentimiento de desamparo total, tanto en noches de angustias, perturbación e
incertidumbre, como al igual que en prolongados días de dolor, produciendo una
desolación abrumadora; también existe un momento de coexistencia consigo mismo,
momento que permite la creación. Al serle arrebatada la posibilidad de observar
el maravilloso mundo del color y del movimiento, en la soledad, como el
artista, se encuentra una atmósfera de paz y silencio que procura una
afirmación e intensificación de la propia “persona” donde, por intenso que sea
el dolor en un ambiente embrutecedor, este momento facilita la creación de sí mismo desde esta experiencia singular
distanciándose del mundo y objetivándose en él, momento de autorreflexión y
autocreación. Proceso de autoinspección
donde se hiere la vanidad hasta lo más profundo, nube habitual de satisfacción
y engreimiento de uno mismo, hasta destruirla por completo pues la
superficialidad de la existencia del mundo exterior, vida frívola y fútil, es
la muralla que no permite conocerse a sí
mismo, siguiendo a Wilde (1993). En este mecanismo se logra una afirmación e intensificación del ser mismo o
de la propia persona y en este
proceso el arte de sí mismo (Foucault,
1999) se revela en formas y cambios de estados de ánimo.
De esta manera, las existencias de
los que viven en el encierro se ven marcadas no por acontecimientos sino por el
dolor, se tiene que “medir el tiempo por ráfagas de sufrimiento y latidos de
amargura”, no se tiene otra cosa en que pensar ya que la pesadumbre es su único
medio de vida que les permite tomar consciencia de que se existe y el recuerdo
de los momentos tristes del pasado resultan imprescindibles como prueba y
garantía de que la identidad propia aún no ha cambiado. Experiencia del dolor de que “se sigue existiendo” en ese mundo embrutecedor de ambiente
innoble y memoria de que aún se es
alguien, dolor que se ancla en la memoria y que llevarán a la melancolía.
Entre la persona que aún es y los
ecos de acontecimientos pasados, que son aquellos que sustentan a la misma
persona, se ha abierto un precipicio tan hondo como la distancia entre la
actual existencia en el encierro y la realidad de esos hechos ocurridos en el mundo
exterior. De tal manera, los muros de la prisión pareciera que se han
incorporado en la experiencia de sí mismo, hasta el punto de que el sufrimiento
rige las existencias de cuantos moradores hay en ella. Una experiencia del
encierro donde prevalecen las prácticas crueles y perversas que vinculan la
trama subjetiva mediante el goce-reconocimiento del otro (Ríos Miranda, 2007), donde
incluso se necesita del sufrimiento como si en todo momento fuera una escalada
de pesar que ha ido evolucionando a partir de movimientos entrelazados
rítmicamente hasta llegar a la tragedia que ha signado el destino, asumiendo el
sufrimiento y dolor que es su tragedia como su destino. Una melancolía que
abruma el pensamiento, absorbe el cuerpo e inhibe el cansancio y el hambre
(Genet, 1976) y produce “escombros humanos”, “espectros”, “cadáveres
ambulantes”, “monstruosidades” del sistema que habitan en los limbos de la cultura carcelaria.
Proceso de un “masoquismo soberbio”:
prácticas carcelarias crueles y perversas que laceran el cuerpo, anonadan la
experiencia, borran la cultura de
presentación, degradan la persona,
aniquilan al Yo y liberan al espíritu. Para Genet (1976), vejaciones
y humillaciones, crueldad y brutalidad, que fustigadas en cuerpos débiles y caracteres
enclenques expulsan a la abyección,
pero que en el mismo acto de insistencia y reverberación engallardan
el envilecimiento, acuñan lo innoble y dotan de una fuerza y fulgor a la
vergüenza, transformándola en orgullo; haciendo “correosos”, “garrudos” y “resistentes”
los cuerpos enclenques, pues ¿de qué otra manera podrían funcionar los cuerpos
de hombres así aniquilados, mugrosos, andrajosos, piojosos y convertidos en
esqueletos que la piel apenas cubre?
Sadismo e infamia
que expulsan a la abyección, bajo los
límites de la vida socialmente aceptable, y que “endurecen la cobardía”,
fortalecen el músculo de la vergüenza, ejercitan lo innoble y transforman lo
inmundo en vanidad, la vergüenza en orgullo y la misma abyección en
“gallardía”, convirtiendo sus estigmas en emblemas y trastocando el orden del
sistema carcelario, jerárquico y vertical, además de cruel y perverso, difuminando
el entramado simbólico de la prisión con su presencia como “espectros
fantasmales” que no pertenecen a ese mundo, “monstruosidades” que “corroen” el
sistema disciplinario en que se sedimenta el mundo de la prisión.
Mecanismos
sado-masoquistas que hacen
“fulgurar” procedimientos del
“abandono de sí”, entre ellos: el
encierro, como ruptura con el “mundo exterior” y la fractura del vínculo
social, la soledad, como
autorreflexión y contemplación divina, y un estado profundo de melancolía, estado de abandono de sí;
para posteriormente aprender a reírse de
uno mismo, donde se “materializa” este abandono del mundo conocido para
reincorporarse en otro-mundo posible,
desde la reinvención de la percepción del mundo. Reinvención que pareciera
delirante. Prácticas disciplinarias carcelarias que consecuentemente “forjaran”
un trabajo sobre sí mismo, mediante humillaciones,
vejaciones, golpes, maltratos e infamias, que rayan en lo inhumano, “encallecen”
hasta la flaqueza y “aceran” la cobardía, un trabajo de sí en el
masoquismo de la abyección que logran un dominio de sí (Foucault, 1999), produciendo una “fuerza fulgurante”
en una “vergüenza gallarda” y acuñando en ella un orgullo innoble (Genet, 1976).
Un cuerpo entregado desde su absoluto
desamparo a la posibilidad de revelación, no era nadie y era todo entonces
desde el envilecimiento, como el Japonés
y el Pianista, pero siendo algo más en un goce de sí mismo de darse en
espectáculo ante el envilecimiento y la abyección, como si quisieran anularse a
sí mismos, ofendiéndose a sí mismos y celebrándose así, “aprendiendo a reírse
de uno mismo” (Genet, 1976), uno bailando y el otro tocando una música
celestial e invisible, para despojarse de todo lo mal habido del mundo atroz. Burlas
e ironías que desdoblan el lenguaje. Cuerpos
envilecidos, mugrosos, harapientos y piojosos, seres abyectos, con úlceras que “muestran con aparente orgullo” (Arguedas,
1979, p. 64); que comen lo que sea necesario para no perecer, comida hedionda y
podrida que se llevan a la boca con las manos y la tragan rápidamente, sin
masticar, para de ser posible alcanzar repetición de ración, lamiéndose de las
manos los restos de comida o lamiendo del piso porciones de alimento tirado (Arguedas,
1979, pp. 123-124). Personas degradadas
que parecieran ya no conservar recuerdos de quienes eran antes, memorias
laceradas en un aniquilamiento del yo,
hasta donde se configuran otros tipos de subjetividad posible. Donde pareciera
que lo innoble del sadismo, la infamia y la abyección se tocan con la santidad
de una ascesis espiritual y experiencia mística.
Para Bataille (1985), seres
convertidos en “detritus”, seres desgastados, residuos de una masa sólida que
se descompone en partículas, degradación de la estructura yoica; pues han caído
todas las desgracias sobre su cabeza, en su soledad se abre en ellos un agujero
negro, comprendiendo que se ha roto todo vínculo social, todo lazo humano y con
ello se revientan, en una pérdida total. Convertidos en despojos humanos,
asemejándose a un cadáver, un “cadáver viviente”. Seres que se vuelven cada vez
más irritables para el trato humano; por lo mismo, olvidándose del encuentro
con el otro. Sumado a que los maltratos, golpes y humillaciones, les alejaban
cada vez más de la condición humana y les sumían en el envilecimiento humano,
les convierten en “monstruos”, anormalidades para el sistema carcelario.
Convencidos también de que ya nada pueden esperar aparte de “aquellos infames
pequeños horrores”, cotidianos y casi sistemáticos. Desahuciados quizá sólo quede en ellos el dolor, dolor que es
síntoma de lo que aún queda en ellos de una vida del exterior, dolor que se
deposita en su memoria y memoria que aviva el dolor. Por ello la memoria debe
de sucumbir junto con lo último que queda de ellos para trascender el dolor.
Vencido el dolor presienten algo vacío en ellos, algo negro, algo hostil que
sienten hacerse cada vez más grande, luego entonces ya no son más, aniquilan al yo. Tan sólo queda ya
soportar el sufrimiento, sólo resta encallecerse en el asco y la humillación, y
trascender en la abyección, soportar hasta mucho más lejos de cuanto uno mismo
se podía esperar. Sumirse en la pérdida de la memoria y encarnarse en el sufrimiento
y la melancolía. “Tocar fondo” y dejarse llevar por esa profunda tristeza. Muriendo
y volviendo a nacer en este descenso de degradación humana.
Desharrapados de aspecto horrible. Seres perdidos para
quienes no existe ya más Dios, en tanto ley y norma, que no tienen ya ni una
creencia de la cual poder aferrarse para vivir y dentro de poco ya no tendrán
nada de humano más “que los ojos para llorar” (Arguedas, 1979, p. 156), pero ya
no llorarán más pues han decidido no volver a llorar jamás. Se llora ante la pérdida
de momentos felices en el mundo, de objetos de amor. Pero ya no se espera
ningún acontecimiento feliz en este descenso humano toda vez que de lo que se
esperaba no pueden saber ya nada más. Descartada toda esperanza se recupera la
calma, una calma quieta, y se espera del mundo quizá de la misma forma que se
espera de la muerte, como “el moribundo, súbitamente, lo sabe: todo ha acabado”
(Arguedas, 1979, p. 159). Así, el dolor
humano muere en las convulsiones y espasmos del cuerpo, causadas por el mundo,
renaciendo con el corazón muerto, imposible ya de amar, y del cuerpo sólo
quedan sus espantos. Resultando “seres en ruinas”, pareciendo que la vida les
abandona, pero sus signos de vida son ahora estigmas de abyección. Ya no
sufren. Quizá porque ya no esperan nada del mundo exterior ni de nadie, se han
olvidado del encuentro con el otro. Por lo que parecieran vivir en el
delirio “pero no son locos ni cadáveres” (Kristeva,
2006), sino sujetos de abyección
(Ríos Miranda, 2012).
Del
Clavel sometido a la infamia los
presos que hacen uso de él llegan a decir: “¡Es bueno! Cariñoso ¡Está medio
loco!” (Arguedas, 1979, p. 109); “Me da pena, en medio de todo el Clavel. Te
hace cariños cuando entras; pero creo es porque está loco” (Arguedas, 1979, p. 113).
Incluso desde su infamia es capaz de apiadarse:
En ese momento “Clavel” abrió la reja de su celda; sacó la cabeza hacia
afuera.
Tenía ojeras pintadas, excesivamente grandes; los labios rojos,
grasosos. En su rostro hundido y amarillo resaltaban las cejas negras. Su
melena, que parecía recién peinada, también tenía grasa. Miró a uno y otro
lado; sus ojos rotaron, despavoridos, y de detuvieron en Cámac.
-¡Tuerto; pobrecito! (Arguedas, 1979, p. 142).
El cielo ceniciento pareció elevarse de nuevo, alzado por los himnos.
“Clavel” abrió la puerta de su celda, miró a uno y otro lado del piso bajo.
Levantó después la vista hacia la dirección de la celda de Cámac.
Examinó un buen rato a los hombres que estaban allí, uno a uno, y movió la
cabeza. Iba a ocultarse y cerrar la puerta, pero descubrió la sábana que
envolvía el cadáver que era bajado a paso solemne por cuatro hombres y el
Teniente que los seguía. Desconcertado sacudió la cabeza, como si el canto de
los hombres le perturbara. Y en un respiro del coro oí que gritaba:
-¡El tuerto! ¡El tuertito; pobre!
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
-¡Más que mí! –Exclamó- ¡Más que mí! (Arguedas, 1979, p. 158).
Sujetos
de abyección que entre el sadismo y la infamia,
como si produjeran una ascesis espiritual y quizás hasta una experiencia
mística, casi se tocan con la santidad.
El desenlace del Sexto
El
final del Sexto inicia con la ayuda
que Gabriel (comunista) y Mok´ontullo
(aprista) dan al Pianista, ese vago
desharrapado y delirante, moribundo ya debido al castigo infligido al cuerpo
desde que este perdió la memoria de sujeto, pero agravado por los golpes de Maraví. Los
políticos del tercer piso bajan al primer piso, de los vagos, asesinos y
ladrones, encontrado el cuerpo del Pianista
abandonado y semiinconsciente, le abrigan con ropas nuevas y le dan alimento,
pareciendo que recobra vida el cuerpo, entre abriendo los ojos y cantando
delgadamente. Pero a la mañana siguiente amanece desnudo y muerto, sacan el
cadáver arrastrando entre la podredumbre del patio. Gabriel es acusado de revolver el penal (Arguedas, 1979, p. 88),
pues los vagos consideraban al piso de los políticos inalcanzable, pero ahora
“se ha establecido cierto contacto”, mezclándose políticos y ladrones, y ponen
en peligro el sistema: “Los tres pisos del Sexto
deben mantenerse separados para que exista el orden, el orden dentro de la
prisión sin el cual no podemos mantener nuestro propio orden” (Arguedas, 1979, p.
92). Con aquel descenso, por compadecerse de un “vago moribundo”, se ataca el
orden carcelario y su “civismo” propio, por muy singular que sea; trastocando
con ello las jerarquizaciones carcelarias, contaminándolas. Pues Gabriel, como comunista, logra “envolvernos
en cualquier cochinada, mancharlos,
provocar la revuelta permanente, el caos, la ruina” (Arguedas, 1979, p. 101)
del Sexto.
Después este orden se agrava con la misma infamia de que es
víctima el Clavel, llevada hasta lo
insólito en la vida del Sexto y sus
mismas prácticas carcelarias, como si se sorprendiera esta cárcel de las
monstruosidades que ella misma es capaz de vomitar, pues la abominación del
hombre parece no tener fondo. Ante el ambiente de envilecimiento y de rutina
embrutecedora, dejando ver el fondo de la
experiencia humana que a la vez fascina y aterroriza (Bataille,
2000), comunistas y apristas se unen para formar un frente común, “para
protestar del espectáculo, siendo demasiado un burdel en el Sexto, y exigir” a las autoridades “suprimir
los brutales excesos de Puñalada y Maraví (Arguedas,
1979, p. 118).
También el japonés
desde su delirio inicia el caos. Ante lo insólito de la vida de la prisión, un
burdel donde se prostituye contra su voluntad al Clavel, “lanzó una carcajada desde atrás… Los otros vagos se
quedaron en silencio; pero el japonés volvió a reír; entonces muchos lo
acompañaron; rieron de buena gana, fuerte, y se atrevieron a avanzar…” (Arguedas,
1979, p. 111). Este “cadáver viviente”, despojado de toda cultura de presentación, despojo humano que la misma prisión había
envilecido, delirante, inicia con la
burla desde atrás, desde el fondo,
desde su delirio, y desde ahí contamina y
mancha. De su “sonrisa fija, humildísima, (que) aplacaba a sus camaradas de
prisión; aún a veces a Puñalada”; misma con la que “se arrastraba sonriendo por
los rincones de la prisión”, “sonrisa inapagable, (que) trascendía una tristeza
que parecía venir de los confines del mundo” (Arguedas, 1979, p. 42). Desde
estas sonrisas estúpidas e irónicas, a veces cáusticas y hostiles, convertidas
ahora en “carcajadas” revuelve todo, ¿quién? el japonés provoca la hilaridad ante la vida del mundo sórdido,
prefigurando la revuelta, el caos y la ruina total que se avecina, pues “el
tumulto y la carcajada de los vagos despertaron la curiosidad de todos los
presos del Sexto”, ahora “hablaban en voz alta los presos en los tres círculos”
(Arguedas, 1979, pp. 113-114).
Pero Puñalada, el
látigo del Sexto, reprime esta
revulsión de burlas y carcajadas con su sadismo acostumbrado. “Vio al japonés,
sonriente, apoyado en el muro. Le dio una patada en la barriga, contra la
pared; el japonés se derrumbó. El
negro siguió golpeándolo con el taco en el estomago y en el pecho”. Mientras el
otro jefe asesino “Maraví
aprobaba con movimientos de cabeza la faena de Puñalada” (Arguedas, 1979, pp. 112). Terminando con una abrazo
fraternal entre estos jefes asesinos, que simboliza el acuerdo por la infamia
hacia el Clavel y firmado con sadismo,
reprimenda de la cual morirá el japonés,
corroborando así que “el ejercicio de la maldad es un abismo sin fondo” (Arguedas,
1979, p. 132) y que en El Sexto ya no
hay más Dios (Arguedas, 1979, p. 86, 183 y 214).
Finalmente, Puñalada
es asesinado, destripado y degollado, por un vago del cual no se temía mayor
amenaza que el de sus piojos y su mendicidad, pues “los vagos no ofrecían más
peligro que el de sus piojos y su lloriqueo. Mendigaban” (Arguedas, 1979, p. 46)
y casi siempre “estaban echados en el piso o sentados, rascándose el cuerpo”. (Arguedas,
1979, p. 136). Literalmente, como
“chequera”, nominación que se le da en el argot carcelario al interno que se inculpa
por un delito que no cometió, o de manera metafórica, es el negro idiotizado que mostraba su enorme miembro viril por unas
monedas, mismo que vivía de la basura, descansaba al sol y parecía estar feliz:
Había sido hasta entonces uno de los vagos más humildes. Permanecía
sentado sobre el piso, con el cuerpo apoyado en el muro, cerca del botadero,
entre la fetidez y las moscas. Cuando algún “paquetero” o uno de los presos del
segundo o tercer piso echaba desperdicios al botadero, se lanzaba pronto y se
metía a la boca cáscaras de zanahoria, de papas, col podrida, pepas de naranja…
Los otros vagos lo jalaban del pie; él se agarraba de los bordes de fierro y
seguía lamiendo la taza. Al fin, entre muchos, lo arrancaban del botadero, se
subían sobre su cuerpo para disputarse lo que quedaba. En el suelo, el negro
seguía masticando, mientras los otros metían la cabeza en el botadero,
cansados, gruñendo. Cuando se iban, la taza quedaba limpia.
El negro idiota se quedaba un rato en el suelo, pantigado,
con la cara al cielo, casi feliz. Muchas veces, Puñalada se disgustaba de verlo
así. Iba donde el negro; de varios puntapiés lo levantaba y lo hacia huir
lejos.
-¡Has comido mi suciedad! ¡Largo! Te alimento a escupes, gallinazo.
[…] (el) negro que trataba de ocultar su cuerpo, metiéndose en la celda
o tirándose en el suelo inmundo, lejos de la puerta (Arguedas, 1979, p. 169).
De
tal manera, el sadismo exacerbado de Puñalada, la abyección embrutecedora del Pianista
y el japonés, y la infamia del Clavel que aniquila toda esperanza, son prácticas
todas que producen monstruosidades infrahumanas, trastocan la armonía
carcelaria y aproximan el desenlace, anuncian el final de las prácticas
carcelarias del Sexto, para que el
viejo orden se derrumbe y se reconstituya otro. Así, “este lugar parece que no
es sino para descubrir lo que creíamos que no existe” (Arguedas, 1979, p. 174),
desde el cuerpo, mediante la infamia y la abyección, se resiste a la cultura
penitenciaria y se trastoca el poder hegemónico, cruel y perverso, trastoca el orden social grotesco y con la
carne se resiste a la piedra de la prisión. Recordando a Arguedas: “El hombre
sufre, pero lucha. Va adelante. Y este sufrimiento de nosotros acera nuestro
cuerpo” (Arguedas, 1979, p. 54).
La historia en el hombre, el
tiempo en la carne
De la cárcel del Sexto
con Arguedas y los vagos como el japonés
y el pianista, pasamos ahora al México del siglo XXI, donde hay descripción
de sucesos similares en las prisiones de la ciudad de México como los “laicosos” (Ríos Miranda, 2012), que con sus estigmas, mugrosos y harapientos, llenos de piojos y miasmas, deambulan dentro
de la prisión sin rumbo fijo, lejos ya de drogarse de manera como si nunca
hubieran de saciarse, pues ni siquiera cuentan con lo mínimo indispensable para
vivir, se pasan la vida cotidiana reposando hasta el cansancio, “tirados panza
al sol” (dicho carcelario) pasan los
días, los meses y años, con la finalidad de pagarle al juez y a la sociedad sus
faltas cometidas; perdidos en el delirio o el ensueño tienen la consciencia
obnubilada quizá tratando de recuperar la memoria perdida en algún lugar de su
experiencia, experiencia depositada también allí en la memoria misma o quizá
tratan de perderse también en su memoria, al unísono; desdibujando con su andar,
en tanto vagabundos inmóviles, y su presencia, como cuerpos ineficaces e
inútiles, el “reticulado del espacio” y deteniendo el “ritmado del tiempo carcelario”,
desarticulando la prisión como maquinaria disciplinaria del cuerpo, que ahora
con ellos, en vez de producir cuerpos dóciles y eficaces, produce cuerpos de
ocio e inutilidad, cuerpos del hastío y de podredumbre humana. Irrumpiendo con su “persona degradada” el orden y la “disciplina
carcelaria”, pues despreciando el cuerpo transgreden el orden hegemónico.
Estos “laicosos”
desajustan el ritmo de la institución del tiempo histórico y ocasionan una
ruptura del uso del espacio social, produciendo cuerpos de ocio e inútiles, en
vez de cuerpos eficaces y útiles dentro de “la maquinaria social” (Foucault,
2003). Recordando a Sennet
(1997), si se desprecia la carne se detiene el tiempo en el cuerpo y se
desdibuja el orden ideológico social, fragmentándolo, configurando y
posibilitando la destrucción del “hombre natural”, es decir, del proceso de “naturalización”
del hombre, de su “fabricación social”. Quebrando el orden del discurso
ideológico inscrito en el cuerpo y atravesado en “el alma histórica”, en la
psique, atravesamientos de espacio y tiempo que coagulan en ideología y
producen sujetos históricos y modernos. Tocando procesos similares como la ascesis espiritual y la experiencia mística.
Para Eliade (1983), “se detiene la historia” y surge una
“transgresión de la condición histórica”; pues el hombre en tanto que ser
histórico está en “una situación” y la existencia auténtica se realiza en la
historia y en el tiempo, en un “tiempo situado” donde se da el condicionamiento
histórico de la vida espiritual humana. Pero el condicionamiento histórico no
agota por sí solo la vida espiritual, debe habérselas con hechos históricos que
revelan un comportamiento que supera por mucho los comportamientos históricos
del ser humano, así “la situación” no siempre es histórica, ya que el hombre conoce otras situaciones que no son
las de su condición histórica, como el sueño, el ensueño, la melancolía, el
estado de desapego y la evasión; estados que no son históricos aún cuando sean
tan auténticos y tan importantes para la existencia humana. Así, conoce varios
“ritmos temporales”, no sólo el tiempo de la contemporaneidad histórica, se
sale del presente histórico y se reintegra al tiempo eterno del mensaje
religioso y la experiencia mística. De tal manera, la autenticidad de una
existencia depende únicamente de la consciencia de su propia historicidad,
además de las “zonas del inconsciente”, y cuanto más despierta se halle una consciencia
más supera su propia historicidad; experiencia de sí mismo en la que “el
trabajo de sí” radicara en hacer consciente el contenido latente del material
simbólico humano, como el vehiculizado en los procesos sufridos de sadismo, infamia y abyección, en este caso, y en sus procesos resultantes de
melancolía, desapego y delirio.
Discusión final y abierta
De esta manera, la prisión, como “museo vivo del horror
humano”, “laboratorio humano del dolor”, atmósfera “sofocante de deshumanización” donde se ven extremos
humanos insospechados en un ambiente de rutina embrutecedora, también, a su
vez, es un lugar en el tiempo y el espacio donde toda experiencia humana es factible;
siendo posible constituirse desde el encierro y el trabajo disciplinario hasta
un espacio de “iluminación y libertad”, desde el “envilecimiento del hombre”
hasta “la iluminación”, donde los extremos se tocan y confunden entre la
abyección y la santidad, entre la inmundicia y la experiencia mística (Bataille, 2000).
En la vileza humana de
deshumanización carcelaria se accede a una completa “animalidad humana” que
evoca desde la abyección y la infamia una multiplicidad de posibilidades
infinitas de “ser hombre”. Transgresión del orden moral, interpersonal,
cultural, social e histórico, deteniendo a la historia desde el cuerpo e
iniciando otro tipo de régimen de historia en el mismo cuerpo. Evocando una
experiencia humana “más allá” de cualquier sistema humano, un superhombre de
Nietzsche con un “espíritu templado en el nihilismo con el alma dispuesta a
empezarlo todo” (Paz, 1971). Una resistencia ínfima, en tanto que es desde la
carne y mediante una experiencia singular, pero brutal ante un disciplinamiento y crueldad también brutal, despreciando el
cuerpo de uno mismo como persona, se desprecia la carne y se libera el alma,
logrando un estado “más allá de las sensaciones”, experimentando una
“trascendencia del cuerpo” y una “ascesis espiritual”. Una experiencia humana
singular, quizás hasta universal, que se vivencia en tres posibilidades: abyección, santidad y erotismo; experiencias que aunque
disímiles son homogéneas y constitutivas de la experiencia humana, de las
que nos ocuparemos en otro momento y con
otros ejemplos.
De tal manera será posible que la
literatura sirva como “pre-texto” para dar comprensión y entendimiento a
fenómenos de la vida social y acontecimientos de la experiencia humana, del
cual las ciencias sociales no tienen el lenguaje certero y total necesario que
se requiere para el consecuente entendimiento profundo que la misma vida humana
conlleva. Pregunta abierta y que queda por trabajar.
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