¡Vamos a quemar!: progresión de mundos
después del fin
Let´s burn: progression of worlds after the end
Lucía Vazquez[1]
Resumen
Se
explorará el modo en el que se configuran futuros post-apocalípticos llenos de
restos del pasado en tres obras contemporáneas. Se reflexiona sobre la
significancia de los restos desde la
década de los ochenta, con un cuento de Fernando De Giovanni, pasando por la
novela de culto de Rafael Pinedo hasta llegar a la obra de la autora catalana
Ariadna Castellarnau.
Palabras
clave: distopía, resto, ciencia ficción, literatura argentina.
Abstract
We explore the way wich posapocalyptic futures is
set in three contemporary works. We think about the meaning of waste since
´80s, in a Fernando De Giovanni´s short story, going by Rafael Pinedo´s novel
until the work of the catalan writer, Ariadna Castellarnau.
Keywords: Dystopia, Waste, Sci–Fi, Argentine
Literature
Recibido: 22-10-2021
Aceptado:04-05-2022
Restos
La propuesta de este trabajo es explorar el modo en el
que se configuran ciertos futuros post-apocalípticos cuyos
espacios a simple vista “vacíos” se llenan de restos del pasado. La elección de
estas tres obras que he elegido vincular permite una mirada al tratamiento
similar –aunque con sus diferencias, como veremos más adelante– del motivo del
resto. Propongo comenzar a rastrear en la literatura argentina que puede ser
leída como ciencia ficción el significado de los restos desde la década de los ochenta, con el cuento de Fernando De
Giovanni, “El tipo que vio el caballo” (1987), pasando por la novela de
culto de Rafael Pinedo, Plop (2004) y llegando
a Quema (2015), la obra de la autora catalana Ariadna Castellarnau,
publicada en Argentina, que condensa y resignifica formas de construir el mundo
después del fin.
Encontramos una tensión, sobre todo en las novelas del
siglo XXI, entre “construir” y “destruir”, que configura un futuro que se
asemeja al pasado lejano. Reducidos a la supervivencia, los personajes buscan
modos de darles sentido a sus presentes faltos de esperanza. Los residuos, los
restos, los deshechos del mundo anterior –comprobado su fracaso– pueden constituirse
bien como basura o bien como reliquia según el valor que los personajes les den
en el post-apocalipsis. Agustín Fernández Mallo propone que son los residuos,
la basura, no solo lo “constitutivo de cada cultura” (2018, p. 81) sino que “…todo
lo que regresa lo hace en estado de degradación, en forma de basura aún sin
reciclar…” (Fernández Mallo, 2018. p. 68). En estos casos, en los que el futuro
se configura similar al pasado, el vínculo que los personajes establecerán con
los residuos puede poner en juego la propia cultura.
Hablamos en los tres casos de escenarios post-apocalípticos: cuando pasa el
punto de quiebre –la catástrofe– que finaliza con el mundo tal como era
conocido, el después del fin es un escenario que se presenta en estos casos de
forma particular como llano, desértico, plano e infértil; y a la vez es un
tiempo que parece estancado, detenido, pero que de alguna manera repite o
remite a uno anterior, cuyo sentido original es inaccesible o rápidamente
olvidado por los personajes. La ceniza y la basura, en estos casos, se
constituyen como pruebas materiales del resto, cuando estos ni siquiera se
materializan, y aparecen en las tres obras abriendo la pregunta sobre qué queda
cuando “no queda nada”. Cuando hablamos de “después del fin” nos estamos
refiriendo a un tiempo de la trama que es continuación de un punto de quiebre o
catástrofe. En su introducción a La teoría del apocalipsis y los fines del
mundo, Malcom Bull enuncia: “El mundo puede
terminar antes de que se haya realizado el propósito de la historia; el tiempo
puede prolongarse hasta mucho después de que se haya cesado todo desarrollo
dotado de sentido” (Bull, 2000, p.12). Hay en las tres obras que se exploran un
fin del mundo tal como los lectores lo conocemos, pero el tiempo continúa su
progresión y los escenarios –con ellos los vínculos entre personajes y la
propia trama– progresan en un post-final o después del fin. Como el punto de
quiebre es catastrófico, en el sentido de que constituye un cambio radical en
el mundo conocido, podemos hablar de post-apocalipsis.
En la historia de Occidente, la creencia religiosa acerca
del futuro ha consistido básicamente en la convicción escatológica de que la
historia llegará a su fin con la llegada, o el regreso, de una figura mesiánica
que vindicará a los justos, acabará con los enemigos de estos e imperará sobre
un reino de paz y prosperidad. […] Lo apocalíptico secular popular se alimenta
de las mismas imágenes del holocausto nuclear, catástrofe ecológica, decadencia
sexual y desplome social que inspiran al milenarismo religioso contemporáneo. […]
los apocalipsistas seculares no ven mucho propósito
en el mundo, salvo en su fin (Bull, 2000, p.14 y 16).
El post-apocalipsis secular, de signo eminentemente
negativo y cínico (no hay salvación, se dificulta la restauración o iniciación
de un nuevo orden), ha encontrado su representación literaria en el género que
aquí nos ocupa. El crítico Fernando Reati afirma que la Argentina tiene una
larga tradición de literatura de ciencia ficción, a la que incluye en la
categoría de “ficción anticipatoria” (2006, p.13). Si bien señala que este tipo
de literatura es “inusual”, cuando estudia las obras de última década del siglo
XX las encuentra profundamente vinculadas con el contexto social, histórico y
económico:
Cuando el presente genera incertidumbre, temor y
desconcierto, aparecen en el arte todo tipo de nostalgias del pasado y
proyecciones hacia el futuro. Las novelas de anticipación que aquí estudio
forman parte de esa proyección del deseo y el miedo hacia lo que vendrá, cuando
leen el futuro en clave de presente neoliberal […] sólo es posible imaginar
aquello que ya existe […] (Reati, 2006, p. 33).
El crítico identifica que en un número considerable de
obras del período post-dictadura,[2] en las últimas dos décadas
del siglo XX, se hace eco de un imaginario catastrófico en el que predominaba
la sensación de que el país y la identidad nacional estaban desapareciendo,
principalmente bajo el peso de las políticas neoliberales. El cuento de De
Giovanni constituye una particular muestra de ese período por tratarse de un
texto en un punto doblemente marginal: fuera del canon por su pertenencia
genérica[3] y fuera del corpus
de los pocos estudios de género de ese período que se han realizado hasta la
fecha.
Como todo recorte, el de este breve corpus resulta
algo arbitrario, pero considero que son tres obras que constituyen muestras
claras de un modo específico de configurar futuros post-apocalípticos. En el después del fin de estos
tres universos hallamos la llanura como forma espacial predominante (el
“playón” como aparece en De Giovanni) donde los restos –basura, cenizas– no
solo moldean el escenario sino que dan cuenta de lo que hubo antes. Futuros en
los que lo conocido ha sido arrasado guardan como reliquias o basura los signos
de algo que no existe más: el mundo anterior. Qué cambia en las lógicas de esos
mundos a partir de los restos, es una pregunta que se vincula con la que
podemos hacernos sobre la función de lo que queda cuando todo lo demás
desaparece: registro del pasado y constitución del presente después del fin.
“El tipo que vio el caballo apareció mientras revolvíamos
la ceniza más por entretener el tiempo que por encontrar algo” (De Giovanni, 1987,
p. 113), comienza a contar el narrador del cuento publicado a fines de los
ochenta en la antología Fase uno. Relatos
de ciencia ficción. Ese narrador en primera persona del plural (la voz de
los que quedaron tras la catástrofe) detalla a continuación “Venía del lado de
´Las cicatrices´ que es el lugar donde antes de los grandes incendios y las demoliciones habitaban los que ya no están” (De Giovanni, 1987,
p. 113, resaltado propio). En estas primeras líneas, el autor sintetiza un
mundo después del fin que podemos leer como germen de los universos de Plop y Quema. La primera es parte de la trilogía sobre “la destrucción de
la cultura”, a decir de su autor, en la que el personaje de Plop (así llamado
por el ruido que hizo al nacer y caer en el barro mientras su madre lo paría
durante un viaje de trueque) vivenciará su apogeo y caída en la comunidad
tribal que lo contiene; y la segunda es una colección de relatos del mundo
posterior a la “quema”, fenómeno que terminó con lo conocido y puso a los
protagonistas a vivir (sobrevivir) en el “fin”: “[…] casi se me olvida que
estamos en el fin. Así lo llamaban en las ciudades […]” (Castellarnau, 2015, p. 93, resaltado propio). Son tres
mundos después de la catástrofe que disolvió las ciudades como espacios pero
también como forma de organización social, mundos que continúan existiendo
después del fin que implican los incendios y las demoliciones. En ninguno se termina
de explicitar por qué ocurre lo que pone el punto final a lo conocido, más o
menos abrupto, en el sentido de qué es lo que originó esos incendios y
demoliciones, la contaminación atroz, o ese ímpetu colectivo por quemarlo todo.
Elsa Drucaroff explica que en el primer período del siglo XXI:
Hay
dos cosas que la ciencia-ficción en general ya no propone, probablemente porque
este contexto histórico (lamentablemente) lo permite: ni ubica más sus
historias en un futuro demasiado lejano (…), ni se ocupa mucho de
verosimilizar los motivos de una catástrofe con importantes explicaciones
científicas (Drucaroff, 2006, s/p, resaltado propio).
Lo que sí sabemos con certeza es que en Quema el fuego acabó con los objetos de
la cultura anterior –también eliminando las costumbres asociadas a ellos– y en Plop los restos urbanos yacen ocultos o
sepultados como residuos sin significación para los habitantes de la llanura,
agrupados en tribus. En el cuento de De Giovanni y la obra de Castellarnau los
restos son esencialmente verbales, sin soporte material, en cuanto son
referidos por los personajes, ya que pocos elementos sobreviven al convertirse
en ceniza. A diferencia de las dos obras de este siglo, en “El tipo que vio el caballo”
hay un atisbo de ubicación temporal (“Debe hacer más de cien años que no hay
caballos […]”, De Giovanni, 1987, p. 113) y alusiones a ciertos combates del
pasado. En Quema el fin se acelera
gracias a la influencia casi fantástica de un “mal” y, en Plop, el tiempo del post-apocalipsis parece suspendido en un estatismo en el que los personajes no
se preguntan ni por el pasado ni por el futuro. Inversamente proporcional a su
extensión, el brevísimo cuento de De Giovanni (apenas 5 cuartillas) repone
bastante información sobre la catástrofe previa que devino en mundo después del
fin. Esta es una tendencia que se va diluyendo a medida que finaliza el siglo,
en línea con lo que señala Drucaroff. Reati propone que en las obras de ficción
especulativas post-dictadura emergidas en plena crisis
neoliberal el imaginario de la desaparición del país es predominante: “la
creencia en la gradual desaparición de la Argentina bajo los efectos de la
globalización y el neoliberalismo se instaló inconscientemente en el imaginario
colectivo de las últimas dos décadas del siglo XX” (Reati,
2006. p. 37). Su corpus abarca desde el año 1985 hasta 1999, y si bien no
trabaja explícitamente con el cuento de De Giovanni, como dijimos casi desconocido
en la crítica local, podemos rastrear allí el sema de la desintegración
vinculada con una causa real o al menos posible de ser contada, reconstruida.
Después de la llamada “crisis de 2001” en la Argentina, la revuelta popular puso
en crisis directamente la institución estatal –ya maltratada por dos mandatos menemistas
post-dictatoriales que fueron vaciándolo y cercenando su alcance con políticas
neoliberales–, los motivos de la catástrofe se confunden, se diluyen y, como
dice Drucaroff, parece no ser necesaria una explicación. La catástrofe se
produce por acumulación y en su interior los motivos son indistinguibles.[4] Como si la generación
posterior, la que publica a principios del siglo XXI, fuera ella misma una
generación post-apocalíptica cuyo punto de quiebre no
se detiene en narrar, sin nada ya que perder, oscilante entre un pesimismo
amargo y uno lúcido pero cínico.
No solo entonces en
el cuento de De Giovanni hay cierta información que los lectores podríamos
rastrear para saber más sobre la catástrofe sino que también hay lugar para la
remembranza, para la “memoria” (De Giovanni, 1987, p.114), justamente cuando el
“tipo” que da título al cuento logra narrar sobre la vez que vio un
caballo, que el lector luego descubrirá, no sin comicidad, que en realidad se
trata de una cajonera. Si bien no me propongo ahondar en las diferencias entre
el período de la literatura de ciencia ficción de finales de siglo y la posterior
a 2001, –ya que es motivo de una investigación en curso, justamente–, me
interesa poder observar estas dos diferencias significativas que aparecen en
una primera lectura. Por un lado tenemos la mencionada información algo más
detallada sobre la progresión del fin, que es más factible de ser narrado; y,
por otro, la presencia del humor. Tanto en Quema como en Plop el
tono resulta carente de cualquier atisbo de humor, el pesimismo es solemne, la
actitud de los personajes frente al post-apocalipsis es de una aceptación algo
cínica, o directamente indiferente.
Reliquia o basura
La tensión construcción-destrucción aparece también en
las tres obras, como en la mayoría de las que construyen futuros
post-apocalípticos. En el presente narrativo, después del fin, la construcción
de un estado de cosas nuevo entra en conflicto con el perdido o destruido por
la catástrofe. Fernández Mallo dice que el residuo:
(de latín re–sidere)
quiere decir aquello que no deja avanzar a la realidad, lo que la obliga a
permanecer sentada y estática, lo que corta el flujo del tiempo y sus
cíclicas realimentaciones. Por este motivo la basura, al contrario que otras
cosas, no puede tener su particular límite –su particular ´velocidad de la luz´–,
pues si nos atenemos a su definición ya ella misma es un límite, ya ella
misma es un absoluto, una inamovible Naturaleza. La basura es la
frontera latente, habita en todas las cosas […] (Fernández Mallo, 2018, p.
80, resaltado en negrita propio).
La pregunta que surge de esta afirmación, en vínculo con
lo que venimos analizando, es qué efecto tiene la basura o el resto, aquello
que queda del orden anterior, en el presente de después del fin. En las tres
obras tanto la demolición/destrucción como el incendio/desintegración, resultan
ser los catalizadores apocalípticos –las catástrofes– que permiten que después
del fin nos encontremos ante un mundo, plano, llano, sin relieves casi, poblado
de restos, residuos, marcas del anterior. Es Plop el texto más críptico
acerca de la calidad la catástrofe, pero por la calidad de los restos –por
ejemplo, el pozo al que llega por una escalera flanqueada por dos columnas de
hierro con un cartel que parece aludir a la antigua entrada de una estación de
subte– y la ausencia de edificación que no sea subterránea, podemos alinearlo
con el motivo de la demolición.[5]
Observamos
en varias obras de este siglo que la progresión de la línea temporal puede
leerse como regresiva, en el sentido de
que el futuro puede entenderse como un regreso al (o del) pasado, por ejemplo, remitiendo
a escenarios como el desierto decimonónico (Vazquez, 2020). María Laura Pérez
Gras habla de retorno más que de regresión, para señalar el matiz
cíclico que en tiene el futuro que vuelve al pasado:
Observamos, en este sentido, que la narrativa especulativa
local insiste, cada vez más, en el recurso del retorno a determinados espacios
altamente connotativos de la literatura nacional de todos los tiempos, pero
consolidados como cronotopos propios de nuestro imaginario cultural durante el
siglo XIX: el campo, la llanura o el ´desierto´, el río y la ´frontera
interior´. El movimiento del retorno no implica literalmente una vuelta al
pasado, por eso esta narrativa contemporánea no pertenece al género de la
novela histórica. Se trata de un movimiento hacia adelante en el tiempo que
avanza recuperando los traumas del pasado para transmutados en experiencias del
orden de lo novedoso. Es un movimiento anticipatorio, o al menos especulativo,
como en las ucronías; pero es siempre hacia adelante, aunque parezca retroceder
en el tiempo por el reciclado de los tópicos y cronotopos (Pérez Gras, 2020, p.
123).
En un futuro incierto, Plop y su tribu vagan en un
paisaje que remite al desierto por lo plano e infértil, lleno de restos casi
indistinguibles de un pasado que puede parecer muy lejano. Este espacio se
conforma también en las “nuevas” costumbres: ruptura de tabúes como el canibalismo
o el incesto, comportamiento ritual, y prácticas pre-capitalistas como el
trueque. Como dijimos, aquí y en varias obras de las últimas décadas el futuro se
puede leer como regresivo y lo que encontramos después del fin es una
especie de comienzo subvertido, negativo en cuanto se presenta como parte de un
movimiento cíclico: la historia se repite, el fracaso del progreso también. Como
sucede en El año del desierto (Pedro Mairal, 2005), donde la catástrofe
en forma de “intemperie” (fenómeno que tampoco es explicado científicamente) va
desintegrando las edificaciones y transformando el espacio de principios de
siglo XXI en uno decimonónico donde el desierto avanza sobre la ciudad, hasta
llegar a un escenario que emula la propia fundación de Buenos Aires. En Plop, el territorio de la ciudad tal
como lo conocemos ya no existe y los personajes habitan un espacio lleno de basura
y restos urbanos (por ejemplo, el depósito subterráneo con latas de comida) y
los lectores desconocemos cómo se “llegó” hasta ahí, aunque podemos intuir
algún tipo de contaminación o alteración climática extrema que, junto a una
destrucción estructural (similar al efecto de la “intemperie” en El año del desierto), convierten al
espacio en un lugar tóxico y lleno de residuos peligrosos al punto de ser
potencialmente mortal. Alejo Steimberg (2012) habla de “mundos después del fin”
de la ciencia ficción y propone que lo que suele sobrevivir es una tierra
baldía o una distopía urbana. La última no es la forma que adoptan los
universos aquí analizados, la ciudad no sobrevive a la catástrofe como lugar ni
como estructura. El espacio de la tierra baldía resulta para nuestro análisis
especialmente interesante porque tiene la doble valencia de estar desierto,
vacío, y a la vez poblado de restos o residuos. El “vacío” como tal no es
posible, y aquí volvemos a Fernández Mallo cuando dice:
[…] el aparente vacío del cual para algunas estéticas y
modos de pensamiento todo mana, no sería tal, sino que
vendría constituido por el conjunto de tales puntos inestables, puntos de
catástrofe, los cuales a falta de una cabal comprensión y a falta de un
vocabulario específico han sido clásicamente conceptualizados a través de
frases problemáticas del tipo ´lugares llenos de vacío´ (Fernández Mallo, 2018,
p. 47).
Esto se vincula de nuevo con la imposibilidad del fin
definitivo: en un punto, tanto en Pinedo como en Castellarnau hay un nuevo
orden, aunque sea terrible, no necesariamente una construcción luego de la
destrucción pero sí el después del fin del que venimos hablando. Pero en De
Giovanni no solo se atenúa la gravedad de ese futuro al suavizar con humor el nudo
de la narración –que es la anécdota del caballo–, sino que también hay añoranza
por el pasado destruido, matiz que está ausente en los otros dos autores. Esas
“grandes verdades del pasado” (De Giovanni, 1987, p. 117) que recuerda el tipo
que vio el caballo no son solo una forma de dotar de un “antes” al presente post-apocalíptico
sino que también ponen a funcionar al resto como reliquia, un resto valioso,
que puede modificar positivamente el presente de los personajes. Hay un
“paraíso que alguna vez volverá” (De Giovanni, 1987, p. 117), mientras que en Plop
el único personaje que promete la posibilidad de acceder a un elemento del
pasado –en este caso una supuesta Tierra Sana donde hay plantas, agua limpia y
no hay barro ni hace frío, “[cosas] que ya no existían” (Pinedo, 2004, p. 97)–
se retira mutilado de la tribu. La escena es espejo invertido de la anécdota en
De Giovanni, en Plop hay un claro rechazo al pasado perdido, al “antes
del fin”: un personaje cuenta que vio algo que ya no existe, que remite a un
pasado “mejor” y el resultado es el opuesto. Mientras que en “El tipo que vio
el caballo” los personajes disfrutan de la historia y celebran el recuerdo, en Plop el jefe de la tribu (el mismo Plop
a esa altura) le corta una mano por creerlo un mentiroso o un estafador; el
presente –post-apocalíptico– parece ser lo único que existe para estos
personajes. En Quema, las
consecuencias de narrar el pasado no son tan extremas, pero son igual de
inútiles si intentan afectar el presente: “¿Cómo voy a contarte cómo era el
mundo de antes? Jamás podrías entenderlo” (Castellarnau, 2015, p. 111).
Tanto en Quema
como en Plop el fechado del futuro se
presenta incierto pero lo podemos ubicar como relativamente cercano al mundo
del autor/a. Plop encuentra un depósito de latas de conservas de las que se
alimentan él y parte de su grupo, como un indicio de que el paso del tiempo
desde nuestro presente “civilizado” no puede ser tan grande. Dice Fernández
Mallo “Pocas cosas hay más propias de la superficie terrestre que los residuos,
cierto que a veces, ritualizados, los enterramos como se entierra a los
muertos, pero tarde o temprano emergen, resplandecen cuando futuros arqueólogos
los encuentran” (2018, p. 79, resaltado propio). La ruptura producida en ese
futuro con respecto al orden anterior se denota violenta y extrema: son casi
nulos los residuos que quedan de esa otra vida, al punto que los jóvenes de la
generación de Plop –los futuros arqueólogos– no saben leer. Parecieran haber
sobrevivido pocos libros, al menos en la tribu de Plop, donde queda uno solo,
el que el personaje de la Vieja Goro guarda entre sus pechos. Es este personaje
(nombrado en homenaje a la enorme Angélica Gorodischer), justamente por ser la
más anciana de la tribu –que no debemos suponer necesariamente de mucha edad ya
que la expectativa de vida se redujo en este futuro– una de las pocas que
recuerda un estado de cosas pre-apocalíptico: “Chiquito, chiquitito, pendejo de
mierda –musitaba en letanía–. No, no es así. La vida no es así. No es. No era. Yo sé. Yo sé” (Pinedo, 2004, p.
40 resaltado propio). Plop y sus congéneres son incapaces de interpretar los
restos del pasado, la catástrofe ha significado un quiebre que dificulta una
continuidad. Por eso, este post-apocalipsis para Plop es percibido como un
tiempo aislado del resto de los tiempos, sin pasado, sin futuro, un presente
continuo y en loop: nacer en el barro, ascenso, caída, muerte en el
barro, “Cae al barro. Hace plop” (Pinedo, 2004, p. 131).
Sin embargo el pasado retorna en forma de resto y la
interpretación que hace Plop de lo que va encontrando configura su presente más
que darle sentido a lo que fue; también como dice Fernández Mallo “son huellas
que vienen a decirnos cómo es nuestro presente, a construir una identidad
contemporánea” (2018, p. 10). y en este caso la de los personajes de Plop
remite a un tiempo previo al pasado, muy anterior a la catástrofe.
En Quema, la
cercanía temporal con el pasado es mayor y hay varios personajes que recuerdan
no solo cómo eran las cosas antes sino el punto de inflexión. Más vinculado con
el género fantástico que con las convenciones de la ciencia ficción, el “mal”
que provoca en la gente la necesidad de quemar todas sus cosas llega un día
para quedarse sin ningún tipo de explicación.
Tendría que haberme dado cuenta antes. El desastre ya
asomaba la cabeza en el horizonte […] yo había decido encender la hoguera ese
mismo día. Marcaría un nuevo comienzo. Huesos, sangre y mente renovados […]
necesitaba un día concreto para realizar el corte: el día que todo lo anterior
caería a la basura, igual que la mitad podrida de una manzana, y nos
quedaríamos con lo mejor de nosotros mismos (Castellarnau,
2015 p. 151–152).
A tono con la connotación bíblica del apocalipsis, la
narradora reflexiona al final del libro sobre sus expectativas de la quema.
Esto sucede en el último capítulo, luego del recorrido por un universo post-apocalíptico
lleno de crueldad, donde hay gente que muere de hambre, niños que son objeto de
trueque, un mundo de supervivencia que se percibe atroz pese a la prosa
mesurada de la autora. Los restos que quedan no son necesariamente las mejores
partes de lo anterior, no producen añoranza. En el presente del mundo ficcional
las prácticas vinculares, culturales, se presentan “ausente[s] de compasión y
de cualquier otro sentimiento humano” (Castellarnau, 2015, p. 140), la mayoría
de los personajes se encarga de destruir todo lo que en algún momento fue
importante para ellos y para la comunidad en general, quedando también así en
un estadio que remite al pasado.
En “El tipo que vio el caballo” el salto temporal hacia
el futuro es extenso “Debe hacer más de cien años que no hay caballos” (De
Giovanni, 1987, p. 113) y las referencias al orden anterior están completamente
diluidas y son prácticamente irrecuperables. Ese es el nudo de la anécdota y en
sí del cuento entero. En proporción inversa,
mientras que en Quema la catástrofe –y por lo tanto el pasado previo–
está cerca, en Plop no tan lejos aunque resulte radical el quiebre, en
el cuento de De Giovanni el pasado es muy lejano y –quizá por eso mismo–
añorado. Por pertenecer a otra etapa literaria, como mencionamos previamente,
el vínculo que el texto tiene con el pasado pre-catástrofe es otro, por un lado
posee con él un diálogo más fluido, narrable, y, por otro, existe la
posibilidad de encontrar –todavía– en esos residuos algo de valor. Si el pasado,
y aquí podemos extrapolar a la historia Nacional, pensar a la última dictadura
militar como la catástrofe que rompe con lo anterior, era mejor y
justamente ese punto de quiebre eliminó las esperanzas de futuro que contenía,
el pasado entonces es algo a anhelar, es un momento al que querer regresar. La
dificultad del retorno en De Giovanni, en este punto, es evidente, ya que no
hay residuo para reconstruir el pasado, solo memoria (mientras que en las dos
novelas de este siglo casi no se recuerda o el recuerdo es inútil). El “tipo”
que “aparece” (mientras el narrador en primera del plural es un grupo:
“revolvíamos la ceniza más por entretener el tiempo que por encontrar algo”) no
solo no vio realmente a un caballo sino que ni siquiera sabe qué es un
caballo. El referente material ligado a la palabra o al recuerdo –a lo narrado–
se perdió de manera irrecuperable. La pérdida aquí tiene un tono de humor, la
perspectiva que tiene el lector es de superioridad con respecto a lo que saben
los personajes: en este futuro sin caballos nadie ni siquiera sabe qué son, el
recuerdo fallido de haber visto uno mueve a cierta comicidad, aunque en el
fondo haya algo del orden de la melancolía, y esta queda sobre todo del lado
del lector. En Quema y Plop por lo general la perspectiva que
predomina es la de una lectura extrañada por la cercanía, horrorizada por la
indiferencia ante ciertas conductas de los personajes como las violaciones o el
maltrato infantil. Por ejemplo, en las tres obras aparece el canibalismo como
una práctica que se impone en el escenario post-apocalíptico
incorporada a las otras conductas post-apocalípticas.[6] Pero en el cuento de
Giovanni el efecto que logra la narración en primera persona nuevamente es
cómica, aunque intuyamos que el mundo que habita es terrible. Quienes mienten
en sus historias (por ejemplo, el que dice que todavía quedan mujeres del otro
lado de “Las Cicatrices”) son comida o víctimas de la quema para los “tipos
[que] no aceptamos engañifas” (De Giovanni, 1987, p. 114). “A todos los comimos
o los chamuscamos en las hogueras” concluye sin dramatismo el narrador. El
recuerdo del tipo que vio al caballo recupera el mundo conocido por el lector
con indicios posibles de interpretar, y luego hace referencia al “gran fuego” a
la manera del “mal” de Quema, y a los restos del quiebre: “Todavía se escuchaba
el ruido de las grandes demoliciones y el zumbido de las autopistas por debajo
de la ceniza” (De Giovanni, 1987, p. 114). El tipo que vio al caballo logra
“verlo” gracias al recuerdo de un viejo que se comió, que canibalizó, y que a
su vez recordaba el “gran caballo que había en su despacho” (De Giovanni, 1987,
p. 114–115). Pocas líneas más adelante los lectores descubriremos que se trata
de una cajonera y no de un caballo, pero los personajes no tienen forma de
saberlo. Si hace más de “cien años” que no hay caballos sabemos que al menos
hasta una generación anterior a la del narrador siguió habiendo “despacho”,
oficinas, fútbol, autopistas. Al tipo le permiten quedarse y disfrutar del
calor porque en su narración trae el residuo, “constitutivo de la cultura”
(Fernández Mallo, 2018, p. 81), que tiene valor, que se añora, como reliquia.
Después
del fin
Este ha sido un primer y breve acercamiento a la lectura
en diálogo de estas tres obras en las que intentamos también poner a dialogar
dos momentos de la literatura argentina que puede leerse como ciencia ficción.
Es difícil sacar conclusiones totales pero sí parcialmente podemos ver que en
el tratamiento que se hace del resto podemos encontrar diferencias que son
significativas en la relación que tienen estos mundos después del fin con el
pasado anterior a la catástrofe. Podemos leer el motivo de la desintegración ya sea a través de la
quema o la demolición o cualquier otra forma de destrucción de lo conocido que
no acaba con todo sino que conserva restos, materiales o verbales/simbólicos, y
el modo en el que esos restos actúan después del fin configura los futuros
post-apocalípticos. Los restos son indicios del orden anterior –irrecuperable–
pero también nuevos elementos en la recomposición después del fin, constituyen
formas de significar los presentes post-apocalípticos, ya sea si se trata de
restos que constituyen reliquias o basura para los personajes. El futuro parece
posible de ser imaginado si está habitado por los restos más o menos reconocibles
de lo que fue, como un recordatorio, que puede ser indiferente o melancólico, de
lo que ya no puede ser pero que al mismo tiempo da cuenta de un nuevo orden,
que, aunque regresivo, progresa después de la catástrofe.
Bibliografía
Bull, M. (comp.) (2000). La
teoría del apocalipsis y los fines del mundo. México: Fondo de cultura
económica.
Castellarnau,
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[1] Universidad de Buenos Aires/CONICET, luciasvazquez@gmail.com
[2] Hago referencia a la última dictadura
cívico militar en la Argentina que abarcó los años 1976-1983.
[3] No es posible desarrollar
aquí, pero en la tradición argentina la ciencia ficción y/o las llamadas
“literaturas especulativas” han estado fuera del interés de la crítica hasta
hace relativamente poco tiempo. Baste citar la tristemente célebre y
provocativa frase de Elvio Gandolfo “la ciencia ficción argentina no existe”
(Gandolfo, E. (2017) El libro de los géneros recargado. Buenos Aires: Blatt y
Ríos) para hablar de una producción y un campo de estudios de género muy poco
visibilizado.
[4] Una de las consignas
icónicas de diciembre de 20021 fue “Que se vayan todos, que no quede ni uno
solo”, como pulsión de corte radical y absoluto con el pasado.
[5] Hay en la novela de
Pinedo una alusión a la contaminación ambiental, no se puede beber el agua que
toca el piso, por ejemplo, que creemos que en este caso no desdice lo que
venimos proponiendo.
[6] Que también es una forma
de futuro regresivo si pensamos en la destrucción/caída de la ciudad en
vínculo con la fundación de Buenos Aires y las prácticas caníbales de los
conquistadores.